Oh I'm just counting

Berlín I Primera parte. Por Jorge Orellana Lavanderos. Ingeniero, escritor y cronista

La noche cálida, y el cálido abrazo de mi hijo, acogen mi llegada a la ciudad exultante de historia y renovación. El recorrido en taxi hasta el hotel – por calles encendidas de luz- revela los cambios vertiginosos que en ella se han producido. Dejo mis pertenencias en la habitación, y en la noche infiltrada de tibieza otoñal, con Sergio, cuya familia duerme en la pieza vecina, caminamos sobre la línea que marca en el pavimento la división de la ciudad entre el occidente y el este. A paso cansino, absorbemos los haces de misterio que se reflejan conmovedores desde cada edificio que envuelve a la Postdamer Platz.
 
Solo ansiamos festejar nuestra mutua compañía, con algo de comida y de cerveza, pero no podemos evadir la nostalgia que flota en el aire. Tal vez sea el árbol, susurrando al contacto de sus hojas voces que se estrellan con la ineludible presencia en un muro… ¡Y nos atrapa la noche!
 
La estructura fría y de amplias dimensiones del antiguo aeropuerto de Berlín – que parece ocultar en sus hangares la presencia de apasionados pilotos montando aviones de la Luftwaffe – es el recinto elegido por la organización para la entrega de números del maratón que vinimos a correr.
 
¡Incómoda humedad y excesivo calor!  En el trote matinal, ya asoma a partir del quejumbroso quejido de mis huesos, el primer indicio de que no será ésta, una carrera cómoda. Atesorando con nosotros todo aquello que la rígida disciplina germana nos exigirá para ingresar mañana al recinto de largada, nos dirigimos a recorrer la ciudad, algo que incluso un novato evitaría consciente de que es el momento de descansar las piernas y no de exigirlas.
 
Sin embargo – y para esta confesión agradezco discreción – en la balanza de mis intereses, hacer 15 minutos más en la carrera, es algo que valoro menos que caminar desde Brandenburgo, símbolo de la ciudad, por Unter den Linden en compañía de mis pequeños nietos, aunque ello nos obligue a turnarnos con mi hijo para cargarlos sobre los hombros cuando el cansancio haga presa de ellos.
 
Exhaustos, a las cinco de la tarde coincidimos en que es hora de volver al hotel, para encontrarnos con una amiga, comer pastas y luego reposar.
La aplicación del teléfono indica que estamos a 1.9 K de nuestro destino. Al menor de los chicos le bailan los ojos descontrolados, en inequívoca seña de que caerá rendido. La mayor aguanta, pero no puede ocultar la fatiga que altera los hermosos rasgos de su delicado rostro. Han cortado la calle, pues se celebra una carrera de patinadores, lo que imposibilita conseguir un taxi, mis piernas palpitan y los pies me duelen. Observamos de pronto, algo que puede resolver nuestro problema: Triciclos artesanales, adaptados para enseñar la ciudad a los turistas.
 
He ahí la solución - pensamos, y abordamos dos de las precarias unidades. En el primero, voy abrazando a mis nietos, él durmiendo, ella atenta al menor detalle. El conductor sale disparado, yendo contra el tránsito por la vereda o la calle, abriéndose paso entre perplejos transeúntes que lo miran entre curioso y asustados, sin osar interrumpir su marcha. Arremete de pronto contra un hombre anciano. Atónito, percibo que lo arrasará y observo la angustia en la cara del viejo que ha de tener más de 80 años, y me parece leer en la perplejidad de su mirada, el reflejo de la historia de la ciudad impreso en la deformación de su rostro.
 
Habrá que dar un largo rodeo para llegar al hotel, las calles están cerradas, el conductor detiene la marcha, sube la tarifa de 15 a 20 euros, entiendo y lo acepto de buen grado. De ahí no me bajaré hasta llegar. ¡Llegamos! Me aborda una ola de gratitud hacia el transgresor. Jamás su idiosincrasia hubiera permitido a un alemán infringir las normas del tránsito de esa forma, por lo que sin la presencia del muchacho inmigrante – qué a diferencia, nunca hubiera renunciado a los 20 euros – quizás a qué hora y que estado hubiéramos llegado al hotel.
 
Como flujos de inquietas aguas que concurren a engrosar el brazo de un río, ilusionados seres humanos fluyen desde todas las direcciones hacia el parque, para apostarse a la espera del inicio de la carrera, entre la Columna de la Victoria y la Puerta de Brandenburgo. En partidas diferidas, se inicia la competencia, beso a mi hijo que se aleja de prisa, y yo compruebo mis temores, corro pesado, como si calzara zapatillas de plomo. Angostas, las calles se estrechan con figuras coloridas que intentan rebasar al resto, me ubico en un extremo de la ancha banda que avanza extendiéndose en su largo, como una serpiente que se despereza después de alimentarse.
 
Desde mi posición, inmerso en el murmullo de la masa, como una molécula más del cuerpo que se extiende, ordeno las falencias de mi propio cuerpo, que como un mueble de mimbre cruje resentido ante el esfuerzo y me resigno, atisbando un incipiente fracaso. Llego al K5, el recorrido es plano, cruzo el río, la gente ofrece un mesurado apoyo a los corredores, ingiero agua preocupado de la deshidratación. Apesadumbrado, paso por el K5 en 30:45, voy lento, y lo que es peor, no logro vencer la pesadez de mi ritmo. Me interno en la historia de la ciudad visitada… Acudimos ayer, hasta un bunker emplazado a solo unos metros del hotel. Nos sorprende la enorme estructura de hormigón que emerge sobre la superficie y llama nuestra atención los tres metros de espesor de la losa que la cubre del ataque de las bombas.
 
Caminaba resuelto por uno de los pasillos, cuando desde un cuarto, surgen inconfundibles las notas de la obertura de Wagner, y me sorprendo al conocer que el manuscrito original de la ópera, regalado a Hitler por la familia del compositor, desapareció con él en el bunker tras la toma de Berlín. ¿Cómo pudo amar Hitler esos tonos que registran en su inicio toda la melancolía del hombre y que acaban con marciales notas que glorifican el camino del mismo? ¿Cómo cautivó a Hitler una ópera en que el protagonista, de alma piadosa, derrota a las clases nobles para otorgar poder a un veleidoso pueblo? ¿Cuánta contradicción y misterio habita al interior de cada ser humano? ¡Me sobrecogen mis cavilaciones y la música! Aprieto la mano del niño y me invade un poderoso sentimiento de llanto, que controlo, oculto en una oscura sala.
 
De la mano de los niños, continúo cabizbajo, el ambiente se enrarece al internarnos por las habitaciones que componen el museo. ¿Cómo pudo suceder? ¿Cuán bajo puede caer una sociedad? ¿Cómo se llegaba a ser nazi? ¿Por qué tanta gente votó por Hitler? Son las preguntas inquietantes que restallan desde las paredes de hormigón del recinto – mudos testigos de la tragedia- hasta un lugar indefinido en mi conciencia.
 
Intento responder… Ciertos tratados, en caso extremos, suelen atentar contra el objetivo que los inspiró. En el Salón de los Espejos del Palacio de Versalles, como consecuencia del término de la Primera Guerra Mundial se firmó el Tratado de Versalles, cuyas cláusulas se aducen como el principal motivo del inicio de la peor conflagración de la historia.
 
Como consecuencia del Tratado, Alemania fue condenada a durísimas sanciones: Pérdida de soberanía y obligación a ceder territorios; Limitación de su capacidad Militar acotando sus Fuerzas Armadas en cantidad de hombres y unidades; Pérdida de todas sus Colonias que son repartidas entre los aliados; Pago de innumerables Reparaciones de Guerra; Pago de Restauraciones materiales derivadas de las consecuencias del conflicto. Aquello, junto a otros factores creó las condiciones ideales para que el pueblo alemán iniciara el doloroso camino hacia el Holocausto.
 
Nada puede justificar la ignominia acaecida, pero el abuso, o la aplicación de normas arbitrarias sobre el débil, y sobre el derrotado, que finalmente asume la condición de debilidad debe rechazarse para elegir el magnánimo perdón, necesaria condición que evita el resentimiento que malamente anida en el alma del hombre.
 
Llueve profusamente este sábado en Santiago. Antes de salir al trote, oigo en la televisión que destacados analistas discuten acerca del fallo de La Haya – que se conocerá este lunes – respecto a nuestro conflicto con Bolivia. ¿Tiene algún sentido? – Me pregunto, mientras la lluvia se esparce sanadora por la tierra y por mi alma. El frío cala mis huesos, pero supero el dolor. ¿Entenderían estas disputas próceres de la talla de Bolívar, Sucre, San Martín o Carrera? Algo me dice que Chile debe transferir la responsabilidad al otro Estado vecino y otorgar soberanía a Bolivia en el extremo norte chileno, sin dividir nuestro territorio. Tal generosidad que se debe compensar en términos materiales contribuirá a la real integración de los pueblos.
 
Quienes crecimos admirando la majestuosa inmensidad del mar, sabemos que su pérdida constituirá siempre un despojo imposible de aceptar.

 
                                        Continuara en la siguiente edición