Oh I'm just counting

Corriendo con ellas. Por Jorge Orellana Lavanderos. Ingeniero, escritor y cronista

Tendido sobre el verde césped, contemplando el contraste con el cielo azul de los revoques grises de los clásicos edificios que envuelven la Plaza de la Ciudadanía, espero impaciente la largada. Se anuncia un día caluroso y la temperatura aumenta con cada minuto. ¡Me preocupo! La sorpresiva llamada de un querido amigo, en la víspera, instándome a correr con él aquel 22 de octubre, me tenía ahí, esperando.

Intenté resistirme a su solicitud porque al trotar esa mañana constaté que aún no había superado la rebelde lesión que me aquejaba, por lo que me excusé, pero mi amigo –importante autoridad política y que de convencer sabe– insistió en que la carrera era por el cáncer de mamas y no tuve más opción que la de dejarme convencer.
 
La noble causa me tenía vestido con una polera rosada en espera de la largada que se dilataba al igual que el calor reinante, lo que me llevó, en la espera, a reflexionar sobre un episodio del pasado:
 
Mantenía en aquel tiempo un reservado vínculo con la escritura y jamás hubiera pensado en escribir un libro si ella no me lo hubiera pedido.
 
De apariencia frágil, rostro de delicados rasgos y hermosos ojos verdes, tampoco esa vez pude negarme a su sencilla solicitud. Aquejada de un cáncer de mamas y cargando el peso de haber sido parte de la CNI, me pidió escribir un libro sobre su vida. A las puertas de la muerte ella buscaba expurgarse, ¡vaciar el contenido de su alma! Sacudir sus culpas. ¡Liberarse antes del fin! -Y tenemos poco tiempo, me advirtió.
 
Conservaba desde la niñez un sagrado nexo con la literatura, pero escribir, y más aún, editar un libro, era algo que excedía mis fantasías. En mi intimidad, aquella era una función reservada para los verdaderos escritores, no para mí y, aunque la aventura implicaba un acto de audacia, tal vez de imprudencia, despertó mi interés y desafió mi espíritu, quizás por su cercanía con la muerte y por la curiosidad ante el misterio profundo que aquel estado siempre ha encerrado para mí.
 
¡Largamos al fin! Por la importancia de mi amigo nos pusieron en primera fila y salimos corriendo hacia el poniente por la vieja Alameda, que pasó a pertenecernos. Por un momento fuimos dueños de la calle y el murmullo de nuestros pasos rítmicos reemplazó al sonoro y agobiante rumor del tráfico. El humano tropel rosado que se ensanchaba y comprimía –agitándose como una gran serpiente– se extendió sinuoso sobre el oscuro pavimento de concreto.
 
Mientras veía desfilar ante nosotros cierta historia de la ciudad pensaba en los encuentros que habíamos sostenido, en los que imbuida del coraje que la distinguió siempre, me confidenció su vida entera. Cada paso por el centro de la ciudad es un recuerdo de sus dolores, que fueron muchos, y de sus alegrías, que fueron menos.
 
Nos internamos hacia el norte por una calle en que sus casasconservan vestigios de su distinción de ayer y al pisar sobre la gastada superficie de los adoquines de piedra siento un intenso dolor en los pies, como si la planta de las zapatillas fuera de una tela feble, insuficiente. En frecuentes reuniones, celebradas en su casa una vez a la semana, me narró la historia de encuentros con su madre, que perdió siendo pequeña y que le dejó un preciado legado que ella atesoró hasta el final y que, en una manifestación de extrema confianza, no exenta de celo, me facilitó una vez por unos días; y también la historia de desencuentros con su padre, autoritario general de Ejército empecinado en dirigir su vida.
 
Cruzamos la Alameda, ahora en dirección hacia el sur, y por una calle paralela retomamos hacia el oriente. El agobiante calor nos lleva a un cauto silencio, interrumpido brevemente cuando desde la masa surge un conocido, saludamos y seguimos marchando. Seguiremos subiendo hasta casi Plaza Italia y luego bajaremos por la misma Alameda hasta el mismo punto de partida.
 
Durante un año recogí la historia de su vida –y presionado por ella, que intuía que el tiempo expiraba– lo ordené en un texto novelado que le dejé en un manuscrito un día en que, dormida por los efectos de la droga paliativa del dolor, no pudo atenderme. Solo unos días después, cuando la visité por última vez, me agradeció y aprobó el libro. Sus ojos verdes, sobresaliendo de la mascarilla que cubría su faz, me expresaron su gratitud y su voz trémula me anunció la despedida.
 
Vamos en bajada, apuramos el tranco, cada cual rumiando su razón. Corro por su recuerdo. ¡Valía la pena venir! Estamos llegando –¡Crucemos de la mano!– grito a mis amigos, cuando el cronómetro registra 57 minutos para los 10K que hemos corrido.
 
Han pasado unas semanas. Es viernes y en El Tepual, aeropuerto de Puerto Montt, espero el vuelo que me devolverá a Santiago. Súbitamente alguien se detiene frente a mí, pronuncia mi nombre completo, y yo no logro reconocerla. Después de un fugaz desconcierto, seguido por incómodos segundos de auscultación, ella, enfatizando cada sílaba, pronunció su nombre y sólo ahí pude recordarla.
 
Cuando dejamos de vernosyo pensaba que ella debía vencer aquello que percibía como su temor para explorar en su condición de actriz, y ahora me doy cuenta que tal vez no era más que el pudor de igual origen, que a mí me impedía escribir. Es cierto que en quince años las personas cambian; al revés mío, ella lucía un poco más gruesa, pero… ¿por qué no había sido capaz de reconocerla?
 
Hablamos y las palabras fluyeron con la misma fruición con que el árido desierto absorbe las aguas que sabe no volverá a recoger en muchos años. Me contó sobre su vida y yo le hablé de la mía. ¡Ella había actuado! ¡Yo había escrito! Fortuitamente, aunque más tarde me quedó la impresión de que nada era fruto del azar, elegí referirle mi libro sobre la historia de Bárbara.
 
-Yo tuve cáncer de mamas– me dice, y controlo mi impulso por abrazarla cuando un escalofrío me recorre la espalda al conocer su imprevista confidencia.
 
-Lo superé hace un año y medio– continúa. Casualmente, porque no es usual, tengo el libro conmigo.
-Me interesa mucho leerlo– esboza como despedida cuando se lo entrego mientras nos separamos, y ella se aleja en compañía de la conocida actriz que la acompaña.
 
Luminosa mañana de domingo, el sol inunda a raudales el amanecer. Acude a verme un amigo que arrastra una pena y parece estar dejando atrás. Su aspecto ha mejorado, me alegra verlo y disfruto su compañía. ¿Mejorará?El río oscuro, achocolatado por sus revueltas aguas cordilleranas, continúa corriendo inextinguible, imperturbable. La escala del tiempo no lo acosa como a nosotros, los hombres.
 
Mañana se cumplirán cuatro años de la desaparición de Bárbara y unos días de la reaparición de Loreto. ¡Qué bueno fue conocerla! Y… ¿cuán bueno será haberla reencontrado? Una me dejó tantas; la otra, presiento, trae un mensaje con ella que sólo el tiempo develará.
 
Mientras conjeturo sobre estas materias me remonto hasta la tibia etapa de la infancia: Tenía yo diez años y era el mayor de cuatro hermanos. Mi padre nos reunió frente a la chimenea sureña, su rostro severo presagiaba un anuncio importante que yo, sin embargo, no detecté. Habló de un viaje a Santiago con mi madre, en donde ella se sometería a un tratamiento. Con excepción de mi hermano Eduardo, que me seguía en edad, y de mayor sensibilidad, el resto nos reímos y abandonamos el salón para reiniciar nuestros juegos.
 
En muchas ocasiones escuché hablar del Dr. Flores, que llegó a ser una eminencia en mi casa. Un día mi padre interrumpió de nuevo nuestros juegos para anunciarnos que mi madre volvía a casa. Su rostro mantenía un contenido grave; aunque ella se había recuperado, nos dijo que necesitaría de todo nuestro apoyo, porque su terapia sería difícil y muy dolorosa para su alma.
 
¡Qué incierta y frágil es la existencia humana! Y… ¡Cuán distinda  existencia humana! Y... terapia seradre se hab tratamiento. con icia. Tenme alegra verlo. el nto de partida.
 
 agobiantdiferente  pudo ser mi vida y la de mis hermanos si ella no hubiera ganado esa batalla!
 
Tenía razones para correr ese 22 de octubre y para seguir haciéndolo en el futuro.