Oh I'm just counting

Cultura. Por Jorge Orellana Lavanderos. Ingeniero, escritor y cronista

 
Hace unos días, apareció en un diario una columna de opinión redactada por mi maestro literario, alguien que admiro y a quien tengo en alta estima, porque alentó con fuerza los bríos de mis incursiones literarias. En su artículo, el autor ironiza respecto a los recursos que la comunidad destina al arte y no he querido sustraerme al debate, que me resulta apasionante…

¡Tiembla el arte cuando la autoridad recorta el presupuesto de la nación! – Comentas en tu artículo, y eso no me suena bien, lo siento como una ofensa hacia la dignidad del artista. ¡El arte tiembla solo cuando se extingue la creatividad del artista! El buen arte impone siempre sus méritos, y… ¡Trasciende! Permanece y emerge cuando es requerido.

Mientras escribo, cargadas de melancolía, se deslizan por mi habitación las placenteras notas de la sinfonía 40 de Mozart. Me invade su expresión artística. Piadosa, la inmovilidad serena del mundo de los libros que me rodea se integra al apacible mundo exterior del jardín, y me interno en un estado de fragilidad que me provee la paz del instante musical mágico.

¡Y se trata de una sinfonía compuesta hace más de 250 años! ¡Y su autor murió sin el reconocimiento de su tiempo! Y sus huesos fueron depositados en una fosa común, como supongo, hubiera sido su opción, porque al artista no le preocupa el destino del cuerpo, sino el destino del alma, y su alma ahora ¡Flota en mi despacho!  

Para Platón el alma es la vida buena, y con esa afirmación, parece consignar que ahí florece lo mejor del hombre; sueños que cambian el mundo; ideales de justicia que humanizan; incesantes anhelos en busca  de paz y armonía; Pero… pareciera haber otra vida, que nace al interior del cerebro, motivada por la racionalidad para atender la insustancial acción de vivir, el eterno padecimiento del artista por cumplir con la tediosa función de ganarse el pan, cuando el alma, presa al interior del cuerpo, lo invita al irrenunciable y libre proceso creativo. Más… La dádiva del estado o del mecenas de turno, vulnera la pureza del arte, encausando su creación hacia un terreno infértil, a veces indeseado.

Para desasirme del pueril sentimiento que me invade en mis labores mundanas y alcanzar la armonía de esa señalada vida buena, someto a mi cuerpo al ejercicio físico en busca del milagroso y silencioso proceso de limpieza, en que activos microrganismos vacían los deshechos acumulados, los incineran, y los utilizan luego como fuente de energía para mi propio metabolismo. Luego, instalado en un páramo de inefable fragilidad, alimento mi cuerpo exangüe y solo entonces, mi mente, enclaustrada, divaga espontánea hacia el encuentro con el alma. Extraño e íntimo proceso que utilizo para salir de un mundo y entrar al otro, desde el que puedo dialogar con el lector. Este tránsito, entre mundos opuestos, me hizo sentir muchas veces impostor en ambos lados.

Al escribir un texto, al pintar un cuadro, al esculpir una piedra, al componer o interpretar una pieza musical, o al representar una obra en el teatro o en el cine, su autor piensa que la acción ejecutada ha sido guiada por la mano magnánima de Dios, o simplemente, por una fuerza incontrolable, que no puede dejar de atenderse. El arte se adueña del alma del artista, que pasa a ser esclavo de ésta, rebelándose ante cualquier otra materia que adquiere el carácter de la frivolidad.

El arquitecto, suele enfrentar con habitualidad un corrosivo trance. Una vida buena lo invita a diseñar con libertad, y dejar fluir con desenfado su creatividad, y por otro lado, una vida mala, despreciable, como todo aquello que tiene origen en el dinero, lo convoca a centrarse en un acotado rango. Sabe, que de otra forma, su obra jamás verá la luz.

Hace unos días maestro, coincidimos en un cine del centro, nos llevó hasta allá una película que desafortunadamente no tiene cabida en los cines de nuestro barrio. Lucky, joya del arte, posee la simpleza de lo grande. A partir de una historia real - que incursiona en la ficción - el director conmueve, insta a reflexionar y entretiene. ¡Arte sublime!

Previo al ingreso a la sala, te había comentado cuanto valoro el esfuerzo de ese cine, y mi temor de que con el tiempo continúe el deterioro que incipiente, se insinúa en la sala, que sin recursos y ante un escaso público, un día claudicará y deberá cerrar sus puertas. ¡Eso me abate! A la salida, me comentaste: Una poesía. Me quedó la impresión que el Estado debe buscar una fórmula para permitir que ese espacio y los que lo emulan perduren en el tiempo, y la película, claro, es un bello poema, pero no siempre, toda la poesía es buena.    

La autoridad, se debate en el permanente conflicto de asignar recursos escasos, y debe optar. En el mismo diario en que escribiste, apareció un artículo en que el Subsecretario del Patrimonio se pregunta: ¿Cómo, cuánto y a quién se debe asignar recursos entre aquellos que conforman el mundo cultural? Y es aquel, un debate tan complejo, porque… ¡Hay tantas necesidades!  ¿Es posible suponer que aumentando el aporte a la cultura más allá del 0,4% del gasto público, mejorará el alma del pueblo?

¿Cómo responder a las preguntas que afligen al señor subsecretario?

¿Cuánto recurso debe destinarse a la cultura? Las circunstancias por las que atraviesa un país deben consensuar ese valor, teniendo en cuenta que un mayor crecimiento, satisfará con mayor premura las necesidades básicas, para acudir entonces por las del alma, aquellas que nos hacen mejores seres, pero claro, no antes de cubrir las otras, porque es incómodo el trabajo creativo con el estómago vacío. Aunque vas a pensar, con certera agudeza, que en tal contexto, Knut Hamsum escribió su gran relato Hambre, en que el protagonista deambula entre la agonía y el éxtasis de la razón.

¿Cómo asignar los recursos? ¡Difícil y delicado! Difícil, porque se abrirán muchas más manos de las que pueden llenarse, porque ante esa disyuntiva el hombre suele olvidar cualquier prejuicio. Delicada, porque el concejo que asigne los recursos, debe hacerlo libre de todo sesgo partidista. La expresión libre del artista nunca debe cercenarse, sería como cortar las manos a un carpintero, o las alas de un gorrión. Muchas veces, mis postulados han diferido de la línea editorial de este semanario, sin embargo, he escrito con absoluta libertad.      

¿A quién asignarlos? Premiar la oferta no parece ser la solución. Un día, con la curiosidad del que quiere desentrañar tesoros que pululan misteriosos al interior del resto - desde el área de la construcción, en que transcurría plácida mi vida, y sin dejar esa actividad - me lancé a la aventura de dirigir un gimnasio y un teatro. Permítanme recurrir a una expresión popular que refleja bien lo ocurrido: ¡Ahí supe lo que es canela!

Un, hoy conocido actor de cine, que entonces hacía teatro, me dijo con el carácter irascible que lo corroía: ¿Para qué te metes en esto? ¿Los actores somos seres muy complejos? – ¡Precisamente por eso! – contesté, quiero conocer el lado emocional del hombre, hasta aquí me he relacionado con Narciso, ahora me interesa indagar al interior de Golmundo. ¡Descubrirlo! Me miró escéptico, algo interrumpió nuestro diálogo, y hubo de marcharse apresurado, y no alcancé a comentarle que mi conducta obedecía a un llamado ineludible del alma, que me insinuaba a acatarlo, pero que inclemente, un extraño pudor me inducía a acallarlo.

¿Por qué el Estado debería asignarme fondos para construir un teatro? ¿No es más lógico premiar la demanda, es decir, subsidiar a la administración de una sala de acuerdo a quienes asisten a una función, o una sesión - calificada previamente por el concejo - como aporte a la cultura o al deporte?    

Opuestos, al alero de mi techo, cohabitaron en aquel espacio tres briosos centauros que representan el alma, el cuerpo y la mente del ser humano, para guiar su destino, sin que el hombre pueda a veces controlarlos. Mundos emocionales contra mundos racionales. Rechazos motivaron resentimientos y el desprecio por el trabajo ajeno puso vientos de sospecha, y el aire se enrareció. El éxito se esfumó esquivo, y cuando finalmente acudió con carácter sorpresivo, fue solo para constatar que éste es efímero cuando se carece de rigor.

Transcurrió el tiempo y en el país, con los recursos de todos, se generó infraestructura deportiva, que decayó paulatinamente al no otorgarse recursos para su mantención y operación. Proliferaron teatros construidos con recursos públicos, y yo, incapaz de luchar contra la desleal competencia, bajé la cortina, construí un edificio y me llevé mi propia lección: Pagar una cuantiosa cuenta por conocer algo de la difícil convivencia entre los mundos misteriosos que habitan al interior del hombre.