Oh I'm just counting

Denunció al marido por abusos sexuales en los niños: Fue encarcelada, le quitaron sus hijos y los entregaron al agresor

Eloísa no podía entender cómo, el pasado 25 de octubre, la Comisión de Familia de la Cámara de Diputados transformaba en delito, con penas de cárcel, el “incumplimiento del régimen de relación directa y regular de los progenitores o de los abuelos con los hijos o nietos” (visitas).

Por Mario López M.

Ella conocía directamente el tema, lo había vivido en carne propia. Víctima de violencia durante su matrimonio, luego se enteraría, por sus propios hijos, que estos habrían sido abusados por su progenitor. Les creyó. Por ello se negó a cumplir con las visitas. Sufrió las consecuencias, relata en exclusiva a Cambio21.

Le quitaron el cuidado personal de los niños para entregárselos justamente al presunto padre abusador. Le negaron acceso a ellos y fue enviada a la cárcel, donde sufrió una cruel experiencia que decidió por primera vez contar “para que se tome conciencia del daño que ‘una ley maldita’, puede llegar a ocasionar en las víctimas”. 

Impactante relato

Eloísa, tras fracasar en su intento por demostrar los abusos sexuales a sus hijos, salió con ellos de la ciudad donde residía rumbo a la casa de sus padres, en otra región. Allí se quedó por algún tiempo. “No podía dejarlos ir a visitas porque tenía en mano tres informes de distintos profesionales que daban cuenta que mis hijos estaban siendo abusados sexualmente por su padre. Me opuse por protegerlos”, dice.

Hasta allí llegó la policía un viernes a media tarde: “de pronto abrieron la puerta a la fuerza, eran dos carabineros. Los hice pasar para que mis hijos no se asustaran.  Dijeron que se los iban a llevar. Uno de ellos fue al dormitorio donde ellos estaban, sentí un grito fuerte y llanto, vi que el carabinero llevaba en brazos al menor y de la mano a mi hijo mayor, aterrados, en pijama, descalzos. Estaban en reposo con certificado médico presentado en el tribunal. El mayor se soltó, nos abrazamos, él gritaba ¡mamá, mamá!, el otro carabinero le sacó sus manitos de mi cuerpo y se lo llevó”, relata.

La tomaron detenida. Debía cumplir cinco días de prisión. Estuvo en una celda en la comisaría el resto del día, de madrugada fue trasladada a la cárcel. “Para mí todo eso era desconocido, jamás había pisado una cárcel, llevaba mi biblia y unas mantas que una amiga me llevo a la comisaria. Todo el camino fui esposada, en el furgón había una pareja de detenidos que se besaban. Al llegar a la cárcel, los separaron, luego ella me confesaría que al ‘huachito’ lo conoció recién en el móvil. Me fotografiaron, preguntaron por qué estaba ahí, si tenía alias, obviamente que no. También mis estudios. ‘Profesional’, les dije”.

Sola, vejada…

La odisea recién comenzaba: “un enfermero o algo así preguntó si fumaba, tomaba o usaba drogas. Respondí que no. Unas gendarmes  me revisaron entera, debí bajarme los calzones y agacharme, no entendía por qué, fue muy vergonzoso y humillante, ‘ni te imaginas lo que hemos visto’, dijeron, ‘es por protocolo’. Fui llevada a una celda que gracias a Dios estaba vacía. La gendarme me dijo que las mantas que ellos tienen estaban llenas de pulgas y garrapatas por eso no me las ofrecería, que sería mejor que usara lo que tenía”.

Eloísa entró a la celda. El golpe seco de la puerta metálica retumbó en el pasillo, vacío a esas horas: “escuche el sonido del candado, fue la primera vez que me da una sensación de encierro que antes no había experimentado. En la celda no había más luz que la de la luna que entraba por la ventana sin vidrios, con unos pedazos de acrílicos rotos. Me arrodille y oré a Dios que cuidara a mis hijos y a mí. Luego intente leer la biblia para estar más tranquila y me quedé dormida”.

El día partió brusco: “Por la mañana me despertaron unos ruidos fuertes de metal, uno tras otro. Habían abierto la celda, estaba muy asustada, sin saber que había que hacer, ya que nadie me dio ninguna instrucción. Ordené mis mantas, salí al pasillo, había una señora peinada, maquillada y bien vestida, no parecía estar detenida, me largue a llorar. Ella me abrazó e intentó tranquilizar, ‘lo peor pasó, va a estar todo bien, tranquilita’, me confortaba. Me dijo que debía bajar a ‘la cuenta’, y luego al desayuno. Estaba lleno de mujeres, ordenadas una al lado de la otra,  con las manos atrás y gendarmes al medio del círculo. Comenzaron a enumerarse, ese era el método para contarse y saber si alguna faltaba”.

"Te pueden drogar y violar"

Luego vino el desayuno, té, un paté por celda o unas lonjas de queso con mantequilla. Generalmente eran tres reclusas por cada una. Esa mañana compartió con la mujer que la recibió y sus dos compañeras de cuarto. Angustiada, sin saber de sus hijos, atinó solo a tomar algo de té mientras sus ocasionales compañeras le explicaron el sistema: “al mediodía llamaban para ir a buscar ‘el rancho’, que vendría siendo el almuerzo, después, tipo 15 horas daban comida para cenar y una hora más tarde cerraban la celda hasta el día siguiente a las 9 AM, cuando las abrían de nuevo”.

“Era invierno, estaba lloviendo y hacía mucho frio. Fui reubicada en otra celda, con otras mujeres. Quise quedarme en la que estaba, dijeron que no, porque era para primerizas que  luego reubican. Al ir a buscar mis cosas la señora que me recibió por la mañana me preguntó qué había pasado. Le conté, las demás internas se quedaron mirando y me dijeron que en esa celda a la que iría se drogaban mucho y eran lesbianas, que me podían violar, que por favor no les aceptara nada, ni un té, ni nada porque le podían echar algo y amanecer violada. Me aterroricé”.

Rogó porque no fuera cierto. La salvación llegó de manos de Lucy, otra interna que tras escuchar el relato le dijo que en su celda había un cupo. “Las demás asintieron diciendo que era buena persona”. Gendarmería aceptó el cambio. El invierno era inclemente, apenas aparecía el sol.

“La celda en que estábamos tampoco tenía vidrios en las ventanas, llegaba todo el viento y pegaba la lluvia directamente, entraba el agua. Mis compañeras pusieron unos plásticos por fuera con unas botellas con agua amarradas a ellos para que no se volaran. Igual la celda se inundaba; bajábamos de la cama pisando agua, las ropas mojadas, intentábamos secar la celda estrujando con las manos unas mantas sucias, pero no servía de mucho, se volvía a inundar, el agua llegaba hasta el pasillo”, relata.

A puro té con limón

La salud y la suerte tampoco acompañaron mucho: “Me resfrié, me dolían los oídos, la cabeza y el cuerpo, intentamos hacer un guatero con botellas de plástico y agua caliente que se podía sacar a las horas de comida desde el comedor. Una se deformó y la tapa se abrió; como estaba en la cama del medio mojo ambos colchones, el mío y el de Lucy. No lo podíamos creer, cómo tanta desgracia al mismo tiempo. Por suerte le pedimos un secador prestado a unas chicas que les habían autorizado entrar uno por su oficio, de estos antiguos que pensé que ya no existían. Apenas secaba, pero eso era mejor que nada y era como un tesoro, un lujo poder tener acceso al secador”, recuerda.

“Mi resfriado empeoraba, se me hincho la garganta, yo no quería ir al paramédico, pero las chicas me convencieron. Después de esperar en fila en un patio angosto de cemento, húmedo y ventoso, me atendieron entregándome unos remedios que me hicieron tomar ahí mismo y otro para la noche y la mañana, indicándome que volviera al día siguiente a solicitar más. Cuando llegué a la celda mostré lo que me dieron. Ahí me di cuenta que al reverso del sobre decía ‘vencimiento 2011’, estaban vencidos hacía seis años”.

Continúa: “Dentro de la celda había medio baño abierto, que no tenía agua en el lavamanos, pero al menos  se podía tirar la cadena del WC. Había que bajar a buscar agua en botellas para lavar platos o lavarse manos o dientes. Las duchas estaban abajo, al lado del patio de cemento, era un lugar húmedo y gélido, solo había agua fría. El escenario era espantoso, veía a las mujeres salir de la ducha con el pelo mojado, con una toalla en el cuerpo caminando desde los baños, pasando por el pasillo del patio exterior con mucho viento y lluvia hasta que llegaban a las celdas a vestirse. Habían muchas enfermas, tratadas a puro té con limón”.

El miedo al castigo

Clari se llamaba la otra compañera de celda. Una chica de unos 22 años, ingeniosa y amable. Sufría de depresión. “No había televisión, radio ni menos teléfono. Por las ventanas se pasaban cosas. Un día se pusieron a fumar un pito, el olor era tanto que quemaron un papel al cual le habían echado desodorante. Casi no podía respirar del humo de lo que quemaron, más el olor a pito y humedad. La nariz se me tapó y la cabeza me dolía”.

“Me contaban que a veces entraban a las celdas a allanar y si a alguien la pillaban con algo como un pito, un celular u otra cosa la llevaban a ‘los cuartos’, era el castigo, estar sola en un lugar oscuro sin salir por tres días, sin cama, sin mantas, solo el cemento frío. Por eso se lo debían ‘entubar’, meter dentro de la vagina día y noche. Vivir con algo metido en tu cuerpo todos los días, porque era además la única vía de escape para no quedar sin visitas. Era terrible, cualquier persona que vive así se deprime”, describe.

Cuando sus compañeras de celda se enteraron porqué estaba ahí, le advirtieron “que no dijera nada a las demás, si no me iban a sacar la ‘xuxa’, por no haberle pegado al presunto abusador de mis hijos, que me iban a considerar cobarde. Algunas gendarmes también me preguntaban por qué estaba ahí y al contarles me respondían ¡ah no, yo lo mato! Gracias a Dios soy incapaz de hacer algo así”, reflexiona.

Salir de la cárcel, más no del castigo

“En las celdas habían mujeres con sentencias de asesinatos, asaltos a mano armada, tráfico de drogas, robo y quién sabe qué más, solo sé que a pesar de ser un ‘módulo de buena conducta’ igual estaba expuesta a graves riesgos. Había peleas entre internas, mucha agresividad”. Los días pasaron lentos, casi una eternidad. No le contaron la tarde que estuvo en carabineros, por lo que fueron casi seis en total. La salida fue retrasada por horas, porque los gendarmes veían un partido en la TV.

La despedida fue emotiva. Sus “amigas” ocasionales le abrazaron. Les dejó todas sus pertenencias. Afuera su madre esperaba. “Maquíllate, estás pálida” le recomendó su abogada. Más que pálida estaba casi destrozada. Su ojo infectado, su labio partido, su salud quebrantada eran nada frente a su tristeza y la inseguridad que sentía por sus hijos. Lo que ella pasó no era nada frente a la revictimización de ellos por un sistema injusto. Había concluido la prisión, pero no la pena. Sigue sin sus hijos hasta hoy.

Injustificado

“Esta experiencia la comparto únicamente con el propósito de que no se apruebe la ley de cárcel a los progenitores que incumplen con régimen de visitas. La ley dice que se le puede enviar a la cárcel al progenitor que incumpla el régimen de visitas de modo ´injustificado’. Estoy de acuerdo, pero en la práctica todo se considera injustificado y con eso no estoy de acuerdo”, relata de Eloísa.

“La ley también dice que el solo incumplimiento genera el cambio de cuidado personal al otro progenitor. ‘Injustificado’, porque el progenitor que denuncia abuso sexual hacia sus hijos, en la causa penal generalmente no puede probar la agresión o no se concluye culpabilidad, pero tampoco inocencia del agresor. El no cumplir con las visitas con el presunto abusador es considerado injustificado y ahí está lo peligroso, la falta de criterio en los jueces de familia”, enfatiza.

“Hay temor a que vuelvan a suceder las mismas agresiones o abusos que antes. Por tanto, una no entrega a sus hijos pensando que así los protegería a tal punto de correr el riego de irse a la cárcel para que no tengan contacto con el presunto abusador”, dice la madre.

Niños y mujeres, las víctimas

Cuesta entender que un padre o madre abuse de sus hijos, más aún que ese abuso sea sexual. Sin embargo, está acreditado que diariamente en Chile se cometen más de 17 violaciones y cerca de 39 abusos sexuales y que las mujeres y los menores de edad son las víctimas por excelencia (87,4%). Del total de denuncias el 70% identifican a menores de edad agredidos, donde el grupo etario entre los 7 y los 13 años es el más vulnerable. Cerca del 90% de los abusos sexuales se cometen dentro del hogar. El 89% de los agresores son hombres.

Las formalizaciones no superan el 5% de las denuncias. El presunto agresor termina siendo un presunto inocente. Los tribunales de familia anteponen el principio de inocencia por sobre el principio de protección a los niños, dejándolos expuestos con sus agresores.

“Por eso la figura de cárcel no soluciona el problema, solo lo agudiza, dañando más a las madres, dejando más expuesto a los niños y generando una mayor hostilidad y agresividad por parte de los tribunales de familia, que sin duda fueron creados para solucionar y pacificar conflictos y no para agravar y hostilizar a las víctimas”, concluye Eloísa.