El mundo progresista no puede dedicarse solo a culpar a los otros, sin capacidad de ver lo mal hecho, sin reconocer sus errores, ni aprender de sus experiencias.
Si se mira a distancia llama la atención que el triunfo de Bolsonaro en Brasil y de Lopez Obrador en México, obedece a las mismas razones: el descredito, la ira y la crítica despiadada a las elites gobernantes, la incapacidad de controlar la delincuencia y la violencia desatada y sobretodo el rechazo a la corrupción de las instituciones. Todo eso en un contexto de mayores dificultades económicas. Con esas mismas causas gana en un caso un derechista autoritario extremo y en el otro un líder popular de centro izquierda.
¿Qué puede significar esto? En distintos grados esas razones también han estado en las derrotas del progresismo en otras partes, claramente, en argentina y en menor grado, pero también en la derrota en Chile.
La explicación de esas derrotas no está en lo distintivo y característico de los gobiernos progresistas de Brasil, Uruguay, Chile, Argentina y otros en América Latina. La verdad es que estos gobiernos encabezaron lo que puede considerarse la “década de oro” de AL, entre el 2000 y el 2010, al revés de la década perdida de los años ochenta en tiempos de dictaduras. Caracterizados todos ellos por la inclusión social como eje de sus políticas, produciendo una significativa reducción de la pobreza en todos los países, donde alrededor de 60 millones de sudamericanos dejaron atrás esa condición.
Al contrario, el éxito en esos grandes avances sociales es lo que explica las sucesivas reelecciones de gobiernos progresistas y que al momento de las derrotas sus candidatos obtuvieron igualmente altas votaciones como en Chile, como en Argentina y Brasil, a pesar de que muchas cosas no se hicieron bien y se cometieron tantos errores.
¿Qué es lo que explica entonces las derrotas? Básicamente tres cosas, las debilidades para enfrentar dificultades económicas relacionadas con el crecimiento, el empleo y las aspiraciones a veces incomprendidas de aquellos que salieron de la pobreza; la incapacidad para enfrentar la amplificación de la delincuencia y la violencia; y sobretodo, la gravedad alcanzada por la corrupción cada vez más extendida. Pero estas tres cosas parecen no aquejar solo a la centroizquierda, ya que, en México, se da lo mismo, pero al revés: parece ser más bien un problema de la democracia en el continente.
El progresismo necesita saber entonces cómo responder mejor a esto, es decir, cómo tener una democracia más sana, o sea, menos corrupta y una democracia más efectiva para solucionar los temas de seguridad pública y los de crecimiento y empleo.