Oh I'm just counting

Lily. Por Jorge Orellana Lavanderos. Ingeniero, escritor y cronista

Alimenté una vez un sueño  -divagué, mientras me aprestaba a correr un trote largo. Navegaba aun en mi boca el amargo sabor que la noticia de su muerte me había provocado.
 
La irreparable pérdida, motivó mi reacción de enojo conmigo mismo, pero aquel sentimiento, ante nuestra frágil condición, se internó en el misterioso e indulgente páramo de la melancolía, y supe entonces que en cada uno de los pasos de mi trote, que tendrían más de docilidad que de altivez, develaría cada página de la historia que había sustentado aquel sueño.
 
Nuestro contacto se había distanciado y nos veíamos en forma esporádica, por eso, debí interpretar mejor el mensaje que había recibido de su marido justo una semana antes de su muerte. Tal vez habría podido despedirla, meditaba mientras corría por calles cercanas a su barrio, con los múltiples rostros que le conocí acompañándome a través de imágenes difusas, que emergían fugaces desde la densa bruma matinal…
 
Un lejano día, resultados favorables en mi empresa me alentaron a llevar a cabo una ilusión que alimentaba en el alma. Desconocía yo entonces, la dificultad de conciliar los intereses del espíritu con el carácter acuñado en nuestros genesy decidí invertir en la actividad del esparcimiento, que al revés del de la construcción, es un negocio de lenta recuperación, y fue así como levantamos un recinto que contenía canchas de ráquetbol - squash y un gimnasio, que completamos con el complemento de un teatro.
 
Un día más cercano, aunque también lejano, el país enfrentaba una crisis y los negocios habían decaído hasta dificultarnos el pago de los dividendos de los créditos asumidos durante la inversión. Inexpertos, realizamos importantes producciones teatrales pero nuestra incapacidad de controlar los desconocidos gastos imposibilitó la recuperación de la inversión, hasta generar pérdidas que se acumulaban con los meses.
 
Ante el decaimiento, que se había extendido a otros ámbitos de la actividad, junto a mi mujer, la visité en su casa una fría tarde de domingo para proponerle una aventura teatral. Optimista y trabajadora por naturaleza, aceptó de inmediato, y desde mi teléfono nos comunicamos a Buenos Aires con el productor que poseía los derechos, los adquirimos,y nos asociamos para enfrentar el compromiso que pareció favorecido desde el comienzo, con el esquivo designio del éxito.
 
Mientras corro, asimilo con pesadumbre que no la acompañaré en su misa fúnebre. En un rato me embarcaré en un vuelo y no estaré para despedirla. Acudirá mucha gente, sin duda, y ciertamente mi ausencia será notada solo por mí, pero no estaré y aquello abate los pasos de mi trote.
Sabía de ella desde antes, pero solo a partir de la sociedad que formamos aprendí a conocerla. Directa y a veces deslenguada en la dirección y en la discusión, su actitud sugería una liberalidad que no poseía; en cierta ocasión, después de almorzar en el desaparecido restaurante Osadía, decidimos visitar un teatro. Era una actividad que tomaría un par de horas. Usamos mi auto y dejamos estacionado el suyo. Al volver, sosteniendo con firmeza y contrariedad la mirada de los mozos, me preguntó, sin bajar el tono de la voz - ¿De dónde pensarán que venimos estos huevones? - ¿Te preocupa tu imagen?  -Respondí - ¡Claro! – Remató agregando - ¡Si este país está lleno de moralistas cartuchos, capaces de inventar cualquier cosa!
 
Matriarca empedernida, habitaba en su interior una irrefutable esencia de leona, siempre responsable y preocupada de su entorno, que extendía hasta el ámbito de quienes la rodeaban en el teatro.
Italiana de carácter fuerte y sumamente generosa, sabía defenderse bien; en otra oportunidad, sosteníamos una desavenencia en una liquidación de cuentas que - conocedor de la exacerbada sensibilidad del artista - yo había preparado con extremo celo y rigurosidad. Seguro de mis cálculos, puse a su vista el contrato firmado por ambos, que los avalaba, lo miró apenas y con tono histriónico y desafiante reclamó – ¡No leo los contratos que firmo contigo! Y… ¡Se acabó la discusión, que por cierto ganó!
 
En el momento en que nos conocimos, se aventuraba en ella el proceso de fatiga que suele invadirnos a la llegada del inequívoco final de la vida laboral, cuando vemos ceder nuestro entusiasmo por aquello que nos ha apasionado, pues surge la misteriosa exigencia de volcar nuestra pasión hacia horizontes de más profunda fertilidad, y fui testigo del implacable proceso de transición en que el rigor cede espacios, porque parece más sabio destinar la fuerza que se extingue a materias distantes de aquellas que distraen nuestra futilidad cotidiana.
 
Descubrió el real sentido de la vida, y la providencia le envió el amor que procuraba, y como en los cuentos, irrumpió el amante caballero que la había amado desde siempre para transformarse en su segundo marido, y ella se entregó, y recuperó un período de suma felicidad, acompañada de halagos y paseos por el mundo.
 
Ganó en sabiduría, y yo encontré respuesta en ella para muchas de las inquietudes que me habían hecho incursionar en un mundo tan ajeno al mío. ¡Como sentí que ganaba en el conocimiento del género humano en el transcurso de esos días! ¡Cómo descubrí sensibilidades a veces ausentes en el hostil y frío mundo de la ingeniería!
 
En el largo desfile de obras, acompañado de importantes personajes de la escena nacional que presentamos, hubo encuentros y desencuentros, motivados por el riesgo en la inversión y la subjetiva medición del aporte financiero y artístico, variables tan difíciles de evaluar en el resultado, si las partes no asumen una buena cuota de generosidad. Conocí de su parte - pues la usaba “El Hugo” - la expresión recurrente de que el éxito tiene mil padres y el fracaso es huérfano, y durante algunos años vivimos ambos casos. Enfrentados a la inconmensurable y veleidosa fuerza del ego del artista, tuvimos un gran éxito y rumiamos muchos fracasos. Me di cuenta que sin su presencia activa, la sala no saldría adelante, y se la ofrecí… ¡Dudó! ¡Lo pensó! Y decidió acertadamente - concluí después de un tiempo -que tenía otros planes, y sentenció de esa forma, nuestro afectuoso y gradual distanciamiento.
 
Han pasado los días, y aferrado a su imagen, yo he continuado trotando. Sus restos fueron cremados hace unos días y yo he leído que la ceremonia del adiós ha sido hermosa y sus hijas aceptan tranquilas el designio del destino, porque su partida, ciertamente apresurada, le evitó la triste condición que suele imponernos el avance de la enfermedad que padecía. Tal vez, la irrestricta dignidad de que siempre hizo gala, la indujo a acelerar el proceso de su partida.
 
Llego de mi trote. ¡Se esfumó! Como uno más de los que he alentado, el sueño que alenté un día. Ya no se oye el sonido de raquetas y no conmueve el ansioso tranco del actor la lánguida tarde del domingo. Nuestras pasiones descansan aquietadas - como las aguas que se entregan al mar – ante el inexorable paso de los años. 
 
Cierto es que no asistí a su ceremonia fúnebre, pero la he despedido a mi manera ¡A ratos! Y me asiste la secreta y soberbia convicción de que ella lo ha percibido.¡Y quién osa refutarme! Tal vez un día, en algún lugar insospechado, podamos materializar el proyecto que aquí no alcanzamos a concluir.
 
Ahora, mientras escribo, acudo al refugio que me proporciona la Misa de Requiem de Mozart. Sus sobrecogedoras notas, me invaden de un implacable dolor ante la fragilidad del destino que nos rige, escurren hasta la resignación que se arraiga en su logro de una vida plena, y exaltan mi espíritu con la esperanza eterna y la trascendencia que supera a la muerte física.
Y me quedo pensando en el inescrutable misterio que encierra la muerte y la inexpresable paz que le inviste.