Especial diario El País, España
En el verano de 2015, el ascenso del histriónico constructor Donald Trump a candidato republicano para la presidencia de Estados Unidos se antojaba tan absurdo que una teoría conspirativa consistía en que el magnate se había aliado con los Clinton para torpedear la campaña de los conservadores y favorecer así la victoria de la ex secretaria de Estado. Pero Trump, también estrella de reality show, hijo de otro promotor millonario e ilustre residente de la Quinta Avenida de Nueva York, llegó a la Casa Blanca apelando ni más ni menos que a la insatisfacción de la clase trabajadora a lomos de un discurso contra la inmigración y el globalismo.
Al arrancar la campaña presidencial, se mostraba exultante, ganador antes de ganar nada, provocador. “Tengo a la gente más leal, podría pararme en mitad de la Quinta Avenida y disparar a alguien y no perdería votos”, llegó a decir aquel enero, cuando aún nadie creía de veras que algún día dormiría en la Casa Blanca. No andaba disparando a nadie, al menos en sentido literal, pero sí insultaba a los inmigrantes mexicanos, prometía suspender la entrada de musulmanes al país, había convertido el “A la cárcel” contra Hillary Clinton en el cántico de cabecera en sus mítines y atacaba a diestro y siniestro en su cuenta de Twitter. Mientras, el culto hacia su persona no dejaba de crecer.
El historiador británico James Bryce emprendió a mediados de 1880 un largo viaje para estudiar aquel joven país. En su libro resultante, The American Commonwealth, advirtió del peligro de que la democracia estadounidense cayese víctima de “un tirano”, pero no “un tirano contra las masas”, matizó, “sino un tirano con las masas”.
Donald John Trump (Nueva York, 1946) ganó las elecciones del 8 de noviembre de 2016. Muchos esperaban que, al llegar a la Casa Blanca, adoptase una actitud más presidencial. Lo que pasó después les sorprenderá.
Tuits y mentiras
El día de su toma de posesión, el 20 de enero de 2017, llovía. Es fácil recordarlo. En medio del discurso del nuevo presidente, ante el imponente Capitolio de Washington, las gotas de agua empezaron a caer sobre las libretas de los periodistas que seguían el acto y emborronaban las notas. Por la noche, en el baile de gala, Donald Trump celebró con la prensa: “La cantidad de gente ha sido increíble hoy. Ni siquiera hubo lluvia. Cuando terminamos el discurso, nos fuimos dentro y entonces cayó”. Y así, al mismo tiempo que se inauguró la presidencia comenzó también la era de los “hechos alternativos” —tal y como los bautizó una asesora de Trump—, es decir, unos hechos diferentes de los reales.
Trump miente con frecuencia. The Washington Post, que hace un recuento de todas las falsedades o tergiversaciones del republicano, ha calculado que, hasta el pasado 27 de agosto, el presidente había dicho 22.247 cosas inciertas. De todo tipo y condición, desde atribuir declaraciones inexistentes a otras personas —como que el secretario general de la OTAN, Jens Stoltenberg, estaba impresionado con su capacidad de acción y dijo que nadie había hecho tanto como él—, hasta acusar a Barack Obama de espiarle o asegurar que, en comparación con Europa, a Estados Unidos no le está yendo tan mal con la pandemia. En realidad, sufre más contagios y fallecidos per capita que todos los grandes países europeos salvo España y Bélgica. Las mentiras no han cesado. Ni los enredos. En las últimas horas no para de cuestionar un sistema electoral que en otro momento le dio ganador.
Twitter es su vía de comunicación más inmediata. Tuitea sin parar, al amanecer, de madrugada, a cualquier hora del día y, en ocasiones, de forma frenética. El pasado 5 de junio, en plena ola de protestas contra el racismo tras la muerte de George Floyd, batió su récord de publicaciones en una sola jornada: 200. La cima anterior, en el fragor del impeachment, el 22 de enero, era de 142. Por Twitter hemos sabido de su contagio de coronavirus, en Twitter ha comunicado el despido de altos cargos, ha amenazado a Corea del Norte con “una furia y fuego que el mundo jamás ha visto” o ha roto en el último momento un acuerdo, tachando al primer ministro canadiense, Justin Trudeau, de “débil” y “deshonesto”. Y Twitter sigue siendo el altavoz de la realidad paralela en la que parece haberse instalado. Pero esta vez, la red social anuncia en los mensajes que emite la falsedad que puede habitar en sus palabras para que nadie se llame a engaño.
Porque insultar, y hacerlo de forma feroz, se ha convertido en la nueva normalidad de la presidencia más poderosa del mundo. A una de las asesoras a la que despidió, Omarosa Manigault, que le había criticado, la llamó “loca”, “escoria” y “adefesio”. Aunque el insulto más recurrente de su vocabulario, independientemente de la falta que quiera denunciar, es el de “perdedor”. Y lo dijo el mismo día de las elecciones: “Ganar es fácil, perder, no, no para mí”. Así lo está demostrando ahora. Cuando los resultados le dan la espalda, se revuelve como un jabalí herido contra un sistema electoral quizá anticuado, pero en vigor.
Al principio de su mandato y durante meses, analistas y ciudadanos aguardaban el momento en el que Trump abandonaría el personaje de matón con el que había ganado las elecciones y asumiría al fin el porte presidencial que se esperaba, pero ese día nunca llegó. Trump seguía siendo el juez ogro del concurso de talentos El aprendiz; el magnate que se había iniciado en el mundo de los negocios reclamando, puerta a puerta, el pago a los inquilinos morosos de su padre; el tipo capaz de congraciarse con los supremacistas blancos y primar la credibilidad del presidente ruso Vladímir Putin frente a la de sus servicios de inteligencia.
El hombre espectáculo
Pero si Donald Trump es tan malo como cuentan, ¿por qué le vota tanta gente? ¿Por qué le han premiado con más de 70 millones de votos? Si es tan tóxico, ¿por qué sus índices de popularidad entre los republicanos han superado su marca anterior? Más allá del pragmático voto conservador, que traga con sus extravagancias, ¿por qué, contra viento y marea, hay una masa de irreductibles trumpistas que le apoya en cada incendio?
Cuando uno pregunta en sus mítines por qué les gusta o votan al republicano, lo primero que responden sus seguidores es: “No es un político”. Serlo, en el ecosistema trumpiano, equivale a ocultar la realidad, vivir del contribuyente y rendirse a los principios de la corrección política. Y los ataques del presidente, sus salidas de tono, les sugieren una autenticidad que añoran en la clase dirigente. En sus críticas públicas a países aliados, aunque sean tan descarnadas como las dirigidas aquella vez a Trudeau, ven una puerta abierta a las cocinas de la diplomacia que normalmente se les cierran.
Un día, a Emmanuel Macron le preguntaron por una discusión que supuestamente había mantenido con Trump. El presidente francés se negó a responder usando una cita del canciller Otto von Bismarck. “Nunca he explicado las bambalinas. Porque, como decía Bismack, si explicásemos a la gente la receta de las salchichas, no es seguro que siguiéramos comiéndolas”. Trump, por explicarlo con este símil, hace pensar a su público que, por primera vez, va a saber la cruda realidad de cómo se hacen esas salchichas. Si algo logra transmitir Trump es espontaneidad. “Dice las cosas como son”, “con él, lo que ves es lo que hay”, suelen decir sus votantes. Pero millones creen bulos que él extiende en las redes.
Como escribió hace poco Lauren Collins en The New Yorker, durante la campaña de 2016, “si la promesa de Obama es que él era tú, la promesa de Trump es que tú eres él”.
Todo, en realidad, se reduce al show. A Trump le obsesiona la atención mediática, ha seguido y publicitado las ratios de audiencia de sus intervenciones televisivas como si fueran logros políticos. Ataca a la prensa crítica con saña, pero es adicto a los focos. Contempla las ruedas de prensa como conciertos de rock que a veces se prolongan más de una hora. Una vez, en la ONU, pidió a los periodistas una buena pregunta como apoteosis final. “¿Recuerdan aquello que dijo Elton John? Cuando tocas la última y es buena, no vuelvas”. Y se han dado situaciones insólitas, como cuando en el Despacho Oval, en un saludo protocolario con el presidente surcoreano, Moon Jae-in, le presionó para responder a una pregunta sobre Corea del Norte.
No es que sea transparente, porque miente con frecuencia, pero no se recuerdan presidentes tan accesibles y expuestos. Muchas veces, lo que estaba anunciado a la prensa como un simple posado ante las cámaras, al inicio de una reunión, se convertía en una rueda de prensa improvisada en la que entraba a todos los trapos.
Sus mítines han sido largos monólogos, plagados de humor. En el del pasado junio en Tulsa (Oklahoma) habló durante casi dos horas. Parodió conversaciones con Angela Merkel, con la primera dama, Melania, y, por supuesto, alentó el miedo: “Si ganan los demócratas en noviembre —advirtió—, los alborotadores tendrán el poder, nadie volverá a estar seguro”, dijo.
Un pantano de corrupción
La última noche de campaña, en la víspera de las elecciones de 2016, este periódico estuvo en el último mitin de Trump en el Estado de New Hampshire. En su alegato final para llegar a la Casa Blanca prometió: “Mi contrato con los estadounidenses comienza con un plan para acabar con la corrupción, quiero que todo el establishment corrupto de Washington lo sepa: vamos a drenar el pantano”.
Para entonces, en realidad, ya se había negado a hacer públicas sus declaraciones fiscales, tenía problemas en los tribunales por el desvío de fondos de su fundación benéfica y afrontaba una ristra de denuncias por negligencia contra la Universidad Trump, un proyecto educativo que acabó cerrando tras pagar una indemnización millonaria a los perjudicados. Pero el volumen de lo que iba a ser todo el entramado de irregularidades con el fisco, delitos de campaña, conflictos de intereses, intervencionismo en la justicia y amistades peligrosas de estos cuatro años aún estaba por descubrirse. En 2019, el fiscal especial Robert S. Mueller estaba culminando la investigación sobre la trama rusa, es decir, las pesquisas centradas en la injerencia del Kremlin en los comicios de 2016 y la posible conchabanza del entorno de Trump. Para entonces, el presidente de Estados Unidos estaba salpicado por hasta 17 investigaciones judiciales distintas, que abarcaban los ámbitos más diversos.
Un posible delito de financiación ilegal de campaña para pagar a dos mujeres, la actriz de cine porno Stormy Daniels (nombre artístico) y la modelo de Playboy Karen McDougal, con el fin de silenciar sus supuestas relaciones extramatrimoniales. Otra investigación, originada en Nueva York, centrada en la sospecha de evasión fiscal. Una ristra derivada de la trama rusa. Se añadían las pesquisas sobre la financiación de la ceremonia de inauguración de su presidencia en 2017. Y, además, los pleitos por su hotel de lujo en Washington, que se convirtió en parada y fonda de líderes extranjeros, embajadas y actos republicanos que incitaron las denuncias por enriquecimiento indebido. Unas fueron desestimadas, otras salieron adelante.
Porque el hombre que prometió arrebatar la Casa Blanca de “la clase política corrupta” para devolvérsela a “la gente” nunca se ha desvinculado de la propiedad de sus empresas, solo dejó la gestión en manos de sus hijos. Y la presidencia ha resultado ser un buen negocio: según los cálculos de The Washington Post, entre actos de carácter oficial y otros de partido, las propiedades de Trump han recibido hasta 8,1 millones de dólares de dinero público de donantes políticos desde 2017. Mientras, tal como reveló una investigación periodística de The New York Times, apenas ha pagado impuestos alegando pérdidas económicas. En 2016, el año en que fue elegido, solo tuvo que desembolsar 750 dólares, la misma cantidad que en 2017, su primer año de mandato. Trump había creado, como acuñó Martin Wolf en Financial Times, el “plutopopulismo”, un matrimonio perfecto entre la plutocracia y el populismo de derechas.
Por otro lado, la investigación de la trama rusa terminó sin consecuencias legales para Trump. En 2019, el fiscal Mueller dio por probada la injerencia de Moscú, pero no halló evidencias suficientes de colusión alguna con el entorno del presidente. Respecto a la obstrucción a la justicia, otro delito por el que ha sido investigado Trump, justificó que un mandatario no es procesable, salvo por la vía del impeachment, es decir, el juicio político.
En efecto, el tercero en la historia de Estados Unidos llegaría, meses después, de la mano de un escándalo distinto, el de Ucrania. El caso consistió en las presiones de Trump al Gobierno de Kiev para lograr que la justicia del país anunciase investigaciones que perjudicaban a sus rivales demócratas, recurriendo incluso a la congelación de 391 millones de dólares en ayudas militares ya comprometidas. Una de las pesquisas tenía por objetivo precisamente a Joe Biden, y al hijo de este, Hunter, por sus negocios en el país.
Los republicanos, mayoría en el Senado, absolvieron a su presidente, pero el proceso dejó declaraciones para la historia, como cuando un embajador estadounidense, Gordon Sondland, admitió que había presionado a Ucrania siguiendo las órdenes del presidente. O cuando otra diplomática, Marie Yovanovitch, relató que le llegaron a advertir de que “cuidara sus espaldas” y se marchara de Kiev “en el siguiente avión”.
La normalización del caos
Aquel invierno del impeachment, el que vio morir el año 2019 y comenzar el turbulento 2020, transcurrió en medio de una sensación de calma extraña. El recuerdo de escándalos presidenciales anteriores, como el juicio a Bill Clinton, en 1998, o el Watergate de Nixon, que dimitió antes de enfrentarse a la fase final del proceso, se recordaban como capítulos transcendentales de la historia del país, pero el Washington de Trump vivía instalado en la zozobra. Con un líder tan insólito, que parecía siempre subido a un toro mecánico, un impeachment semejaba un día más en la oficina.
Su Administración se convirtió, desde muy pronto, en un reguero de despidos, dimisiones y ceses, algunos de ellos, estruendosos. En diciembre de 2018, cuando no había llegado siquiera al ecuador de su mandato, llevaba ya más de 30 bajas, un volumen de adioses que no se recordaba de ningún otro Gobierno.
El cese de John Bolton, su segundo jefe de Seguridad Nacional, lo comunicó en Twitter, sin advertir a miembros de su Gabinete y con trifulca mediante. El jefe del Pentágono, Jim Mattis, dimitió en una agria y pública polémica por la política de Trump en Siria. El consejero económico Gary Cohn hizo lo propio en desacuerdo con la guerra comercial y, también, atribulado por la comprensión que el mandatario había mostrado hacia los supremacistas blancos. Al fiscal general Jeff Sessions le enseñó la puerta disgustado porque se había recusado en la investigación de la trama rusa y favorecido la investigación de un fiscal independiente. Así, una larga lista.
Altos cargos empezaron a relatar de forma anónima el frenopático en el que, a su juicio, se había convertido la Casa Blanca. Uno de ellos, cuya identidad se acaba de conocer (Miles Taylor, exjefe de personal del Departamento de Seguridad Nacional), publicó un artículo en The New York Times en septiembre de 2018 titulado “Yo soy parte de la resistencia interna de la Administración de Trump” y en él contaba que varios miembros del Ejecutivo se confabulaban para controlar los “impulsos” del republicano. “Trabajo para el presidente pero, como otros colegas, he prometido boicotear partes de su agenda y sus peores inclinaciones”, aseguraba, y subrayaba la “amoralidad” de Trump. “Cualquiera que haya trabajado con él”, añadía, “sabe que no está anclado a ningún principio discernible que guíe su toma de decisiones”.
Poco después, el prestigioso periodista Bob Woodward, publicó Miedo, un libro en el que describía la vida en la Casa Blanca como un vodevil de Halloween. Mediante fuentes anónimas relataba, por ejemplo, que Gary Cohn robó un documento del escritorio del presidente, que este tenía intención de firmar para romper un acuerdo comercial con Corea del Sur, y el mandatario republicano nunca se dio cuenta. También, que el general John Kelly, exjefe de Gabinete, llegó a calificar a Trump de “desquiciado” y que “era un idiota”. “Esto es una casa de locos”, sostenía.
Contar las interioridades del Gobierno se convirtió en un subgénero literario. Bolton puso su grano de arena con unas memorias explosivas. Aseguraba, por ejemplo, que Trump pidió ayuda a Pekín para ganar las elecciones, detallaba situaciones incriminatorias sobre el escándalo de Ucrania y exponía la incultura general del presidente, quien, dijo, preguntó una vez si Finlandia pertenecía a Rusia y se sorprendió de que el Reino Unido fuera una potencia nuclear.
De esos vacíos intelectuales, Trump ha hecho muchas veces virtud, acostumbrado como está a identificar las élites académicas o burocráticas como símbolos de un sistema viciado. “Me gusta la gente poco formada”, dijo en su primera campaña. A Woodward, hace escasos meses, le describió de este modo su primera cumbre con el dictador norcoreano Kim Jong-un, en 2018: “Conoces a una mujer. En un segundo, sabes si va a pasar o no. No te lleva 10 minutos, no te lleva seis semanas. Es como: ‘Guau’. Vale. ¿Sabes? Te cuesta menos de un segundo”.
En la era Trump, los piropos a líderes autoritarios y viejos rivales de Estados Unidos como Vladímir Putin se han convertido en costumbre, aun cuando el Kremlin está acusado de atacar el sistema electoral estadounidense. Una de las figuras más influyentes en el presidente ha sido Jared Kushner, el marido de Ivanka Trump, la primogénita del presidente, y también nombrada asesora. El empresario, de 39 años, dijo a Woodward que para entender a Trump hay que fijarse, entre otras cosas, en el gato de Cheshire de Alicia en el país de las maravillas. “Si no sabes dónde vas, cualquier camino te llevará allí”. Más que la dirección, trataba de explicar Kushner, importaba la perseverancia. “La polémica eleva el mensaje”, dijo también.
Hablaba, al fin y al cabo, del mismo presidente que no tenía problemas en amenazar con una guerra termonuclear por Twitter. Era, en resumen, el mismo tipo que se había presentado a las elecciones convencido de que podría disparar a alguien en la Quinta Avenida y la gente le seguiría votando. Igual que entonces, durante los primeros años de su Gobierno mucha gente se preguntaba: ¿Cómo respondería Donald Trump ante la llegada de una gran crisis nacional?
Y entonces, llegó la pandemia
Cuando el coronavirus empezó a extenderse por el mundo, Trump se instaló en la negación. “Prácticamente lo hemos parado”, sostenía el 2 de febrero; “un día desaparecerá, como un milagro”, llegó a decir el 27 de ese mes; “nada se cierra por la gripe”, insistía aún el 9 de marzo.
Luego, cuando la ferocidad del virus se hizo evidente y se declaró la pandemia, se impuso el instinto del animal televisivo y, durante semanas, ofreció ruedas de prensa diarias a cuál más errática. A menos de un año de las elecciones, y con una crisis insólita que daba al traste con su principal argumento de campaña —la economía iba rabiosamente bien—, decidió ponerse el traje de comandante en jefe ante una nación en peligro, pero lo hizo tan embebido de sí mismo que dio lugar a algunos de los episodios más estrambóticos de su presidencia.
Día tras día, contradecía a los propios expertos de la Casa Blanca en vivo y en directo, daba información errónea sobre los tratamientos y rechazaba las recomendaciones de su propio Gobierno, como cuando animó a reabrir el país el Domingo de Pascua, azuzó las protestas contra el confinamiento y se empeñó en no usar mascarilla. Esta deriva alcanzó el paroxismo el 23 de abril, animando a los estadounidenses a inyectarse desinfectante. “Veo el desinfectante, que lo deja KO en un minuto, ¿hay alguna manera de que podamos hacer algo así mediante una inyección? Porque ves que entra en los pulmones y hace un daño tremendo en los pulmones, así que sería interesante probarlo”, dijo. Dos días después aseguró que bromeaba, pero suspendió las ruedas de prensa.
Pronto retomó, eso sí, los actos multitudinarios con sus seguidores, en los que no llevar mascarilla era una declaración de principios, y redobló su agenda de actos oficiales. Mientras, se burlaba de que su rival demócrata en las elecciones, Joe Biden, pasase la campaña prácticamente recluido en casa.
La madrugada del 2 de octubre, comunicó que tanto él como su esposa se habían contagiado. Con 74 años de edad, el presidente formaba parte del grupo vulnerable al virus y fue hospitalizado y tratado con fuertes medicaciones. Quien a estas alturas de su historia en la Casa Blanca pensase que el episodio sería un punto de inflexión en su relación con la crisis sanitaria, es que no había sabido tomar aún las medidas del personaje.
Cuando abandonó el hospital, grabó un vídeo haciendo de la necesidad virtud: “He aprendido mucho de la covid, he aprendido yendo de veras a la escuela, esta es la verdadera escuela, y lo capto, lo entiendo, es una cosa muy interesante”, decía. “Esta es la verdadera escuela”, insistía, erigiéndose en experto. A las pocas semanas, volvió a los actos multitudinarios sin mascarillas.
¿Trump es natural o interpreta un papel? ¿Sus extravagancias son espontáneas u obedecen a una pensada estrategia? Preguntado por ello, John Bolton respondió en una entrevista a este periódico: “Creo que es su forma de ser, pero no soy loquero, no voy a explicar por qué es así, qué le pasó en la infancia, ni nada de eso. No me importa; lo que importa es su forma de comportarse y ha sido así siempre, según la gente que le conoce desde hace décadas”.
El show toca a su fin, pero Estados Unidos ha descubierto con Trump una nueva normalidad que costará mucho olvidar. En la convención republicana de este verano, la que le coronó como candidato presidencial, su hija Ivanka celebró ante el público: “Washington no ha cambiado a Donald Trump, Donald Trump ha cambiado Washington”. Y no pudo resumirlo mejor.