4.500 millones de personas conectadas de forma sincrónica según el portal Digital 2020 Report. 9,1 terabits por segundo por segundo de tráfico de datos (récord mundial de transferencia de datos de los inicios de Internet). 1500 millones de niños en etapa de formación escolar frente a una pantalla sin supervisión parental de contenidos. 240 millones de correos fraudulentos a nivel mundial en una semana. 40% de aumento de los delitos informáticos. 90% de incremento en ciberataques de sexting, grooming o stalking, entre otros.
Éstas son algunas de las impresionantes cifras que deja la pandemia desde fines de marzo a abril de 2020, según datos de D-CIX, UNICEF y Google, alertando de algunos de los riesgos que ha implicado el intenso proceso de digitalización obligada a la que una gran parte del mundo se ha visto expuesta como una forma de mantener una cierta continuidad productiva en las esferas laborales y educacionales. Esta es otra de las caras oscuras que revela la pandemia por el uso generalizado de la red como forma preponderante de socialización, comercio y trabajo. Una sobreexposición de las personas en el ciberespacio para el que probablemente muchos no estaban preparados.
Lo cierto, es que una gran cantidad de personas está pasando largas horas frente a una pantalla conectado a Internet mediante un computador, tablet o smartphone y es muy probable que muchas de las nuevas prácticas derivadas del uso de internet prevalezcan en los ámbitos laborales y educacionales aún después de que la pandemia alcance su peak mundial.
Tal como un rostro de Jano, pareciera ser que la relación que hemos tenido con los aparatos y las TIC’s tiene un lado del rostro puesto en el pasado y otra en un futuro incierto, respecto de los alcances e implicancias de este proceso de digitalización masiva al que hemos ingresado sin tener muchas posibilidades de controlar las externalidades negativas del proceso de teletrabajo o aulas virtuales.
La conexión a internet está siendo posicionada en muchos países del mundo como un bien de consumo básico, pero tras la alfabetización digital impuesta por la pandemia, la reflexión pública debiera orientarnos ahora sobre cómo podemos aprovechar estos recursos digitales sin que ello implique incrementar los niveles de individualismo, aislamiento y soledad característicos de nuestra sociedad de consumo. Recordemos que a principios del siglo XXI la OMS había definido la soledad como la gran pandemia del nuestro tiempo en un mundo que, paradójicamente, prometía estar ampliamente interconectado. En este escenario, me parece que la pregunta pertinente que podemos hacernos no es cómo dichos dispositivos pueden facilitar la vida de las personas en medio de una cibercultura ya asentada, sino qué tanto podemos prescindir de dichos dispositivos y qué tan preparados estamos para esta colonización digital de la vida cotidiana. La ominosa imagen de individuos totalmente dependientes de la tecnología para satisfacer necesidades básicas como socialización, cuidado, protección, comunicación o afecto, cada vez pareciera tener más lugar en el paisaje de un mundo posthumano, un mundo que entiende ahora el celular como la imprescindible extensión del sí mismo y el propio cuerpo.