Oh I'm just counting

Tenglo Parte II. Por Jorge Orellana Lavanderos, ingeniero, escritor y cronista

Al frente, se extiende una pradera que debemos subir. En el césped verde limón se acomodan algunos árboles solitarios y algunos arbustos configuran pequeños bosques que a mí me devuelven una escena de ocio de la infancia, cuando tendidosobre el pasto de una pampa vecina a mi casa, permanecía largas horassin otra preocupación que la de observar los colores de los saltamontes que caían en mi mano o paraban en mi camisa y las misteriosas formas que las nubes dibujaban en el cielo.
 
Por el sector nororiente, entre curvas verticales que componen la topografía de la isla, llegamos a otra cima, para observar La Puntilla, otrora playa y hoy no apta para el baño, y vuelve a conmoverme la vista de la ciudad más poblada, creciendo sobre los cerros en que el ramaje verde desaparece para dejar espacio a las moradas de los pobladores.
 
Surcado por una nave que va dejando un triángulo de estela blanca,el canal luce un gallardo tono azul porque el sol, abriendo las nubes, ha dejado paso al cielo que ha bajado a reflejarse vanidoso en las aguas del estrecho, cuandolas campanas del rigor interrumpen, sonando con inobjetable racionalidad y quebrando la magia de mis impresiones. ¡Hay que volver! Aunque yo, anclaría aquí para siempre. ¡Volvemos!  Con el mismo desánimo del deplorable regreso que me imagino asoló en su noche a La Cenicienta, cuando advirtió lo avanzado de la hora.
 
Esperamos por un rato el falucho que nos devolverá al extremo sur del continente. Sonriente, nos acoge el botero, hombre de tez curtida y redonda cara morena, en la que dos pequeños ojos negros, que denotan el origen de su raza, lanzan constantes llamas de picardía y carácter,yque desarrolla su oficio desde el inicio de su inacabado viaje en un indefinido y remoto punto del pasado.
 
Llego a la obra, y como después de una profunda inhalación en la montaña nuestros pulmones se cargan de oxígeno, así también mi alma se ha tonificado de una dulzura gratificante. A media hora de trote desde la obra, he descubierto este paraíso inexpugnable que las autoridades de la región no han sabido regalar a la ciudadanía.
 
El estrecho tiene un ancho de alrededor de 200 metros, por lo que sería fácil integrarlo a la ciudad construyendo dos puentes, uno frente a Angelmó y el segundo en Chinquihue. Conjeturo, desde la altura del octavo piso del edificio que estamos construyendo en la primera terraza de Puerto Montten la conveniencia de aquello. Se enfrentan, como siempre que se toma una decisión política, dos fuerzas que solo pueden convivir en armonía si las partes, empeñadas en lograrla, ceden hasta alcanzarla, por lo que en la práctica suelen ser fuerzas irreconciliables.
 
Por un lado, la necesidad de integrar ese bastión inseparable a la ciudad, a la que se haya anclada en algún punto bajo el estrecho y que como un cetáceode presencia imponente vigila en actitud sigilosa el desarrollo de la ciudad, y por el otro, la necesidad de perpetuar aquel carácter ancestral, primitivo, que habita en la isla, señalando nuestro origen con la nitidez de un espejo. ¿No deben acaso, como al interior de un hombre, convivir en una ciudad los mundos de racionalidad e intuición que permitan sustentar un equilibrado crecimiento, y en el hombre, el desarrollo integral, en su áspero camino hacia la superación?
 
En los casi sesenta años de historia que Tenglo representa en mi vida, Puerto Montt de menos de cien mil pobladores se ha convertido en una ciudad de trecientos mil habitantes y su progreso ha significado que en el antiguo recinto que ocupaba la estación ferroviaria - desde la que muchas veces dejé el cómodo mundo pueblerino buscando el mundo de superación al que aspiraba acceder en Santiago – hoy se yergue un mall, orgulloso testimonio del crecimiento de la urbe, y mientras tanto, la isla no ha sufrido cambios, y la vida persiste ahí como entonces. ¿Qué otra ciudad puede lucir con orgullo el encuentro de esas dos caras?
 
Un análisis lógico, amparado en el concepto de la rentabilidad, inevitablemente concluirá en la inconveniencia de mantener un servicio de trenes, y además, seguramente propulsará la integración de la isla a la ciudad para un mejor aprovechamiento de ella de la ciudadanía. Mi postura empresarial, me obligaría a someterme a esa lógica, y aceptar que los trenes nunca volverán, pero una fuerza intuitiva, incontrarrestable, se opone a esa sentencia, y proviniendo del mundo de mis emociones me desafía a no ceder en ese postulado.
 
Al visitarla, y descubrirla en su estado primitivo, he dudado respecto de mi anterior percepción sobre integrar desenfadadamente la isla a la ciudad, y he pensado que tal vez aquello no sea una buena idea, y que quizás valga más la pena mantenerla en su estado, permitiendo que la población la visite, puesnadie entendería que las autoridades no la abran a la comunidad para exponer los encantos de su naturaleza pródiga, como ejemplo, de lo que debe perpetuarse en tal condición.
 
Vuelvo a Santiago, y como ayer, la ciudad monstruosa me atrapa seductora. Desde el aire alcanzo a echar una última mirada a la bahía y la imagen de los encantos que he mancillado en mi trote por la isla, se asientaen mi alma, y también me atrapa. Tomo un libro para engañar las dos horas del vuelo y me sumerjo en “Facundo”, y curiosamente, en sus reflexiones, Sarmiento, que en su obra más relevante plantea contradiccionesque desmiente a veces su propio discurso, aborda el inquietante conflicto de la lucha entre la civilización y la barbarie, como si nuestro continente en su camino al desarrollo fuera incapaz de construir una identidad propia, optando entre el progreso que define la ciudad en su crecimiento, ajeno a veces a la civilización y el primitivismo que reina en el mundo rural, ajeno muchas veces a la barbarie.
 
En menos de cuarenta años, la joven ciudad cumplirá dos siglos de vida, estará habitada por medio millón de personas, se habrá acentuado su condición de puerta de acceso a la Patagonia, y será el centro de cultura y conocimiento que recibirá a los isleños que vengan buscando su personal superación.
 
El destino de Tenglo es de mayor incertidumbre, pero su emplazamiento, exige de parte de las autoridades la discusión amplia y transversal que incluya la participación de la ciudadanía y que oriente el más adecuado futuro para la isla.