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ALLENDE, RECABARREN, GRAMSCI, LA VIA CHILENA AL SOCIALISMO. Por Antonio Leal

Por Antonio Leal, Ex Presidente de la Cámara de Diputados, Director de la Escuela de Sociología y del Postgrado en Ciencia Política U Mayor

Quizás como ningún otro proceso político y social en el mundo como el de la Via Chilena al Socialismo que encabezó el Presidente Salvador Allende y su gestación histórica, pueda ser leído de manera tan nítida en clave gramsciana.

No fue un hecho casual que el Partido Comunista Italiano siguiera con tanta atención el proceso chileno ya desde inicios de los años 60 y que los líderes del Partido Comunista de Chile de aquellos años buscaran una interlocución con los comunistas italianos dada las semejanzas que ambos partidos planteaban en sus respectivas vías nacionales.

Esta matriz interpretativa no se produce porque en el Partido Comunista chileno hubiese un amplio conocimiento del pensamiento de Gramsci. De hecho el primer texto de Gramsci “Machiavelo y Lenin” fue publicado en Chile solo en 1971 y, salvo excepciones individuales de algunos de sus dirigentes y de un grupo reducido de intelectuales comunistas que difundieron el pensamiento de Gramsci a partir de los años 60, este en el PC chileno no era conocido.

Tampoco existe registro que Recabarren tuviera algún contacto con el pensador italiano en su participación en las reuniones de la Internacional, en especial la de 1923, y si así hubiera sido ello no habría marcado el pensamiento del líder obrero chileno ya que la mayor parte de la elaboración de Gramsci, sus Cuadernos de la Cárcel y Las Cartas de la Cárcel, son escritas en prisión entre 1927 y 1937, es decir después que Recabarren fundara primero el Partido Obrero Socialista en 1913 y posteriormente el Partido Comunista en 1922 y cuando el propio Recabarren había fallecido en 1924 a tan solo 44 años de edad.

Gramsci había sido publicado a partir de fines de los años 50 primero en México y posteriormente en Argentina. En este último país el propio Partido Comunista Argentino fue fundado por un grupo de intelectuales y activistas comunistas, encabezados por Vittorio Codovilla, que provenían del ejecutivo de la internacional Comunista, que habían conocido a Gramsci en los primeros debates de la Internacional en el breve período en que el dirigente sardo representó al naciente Partido Comunista Italiano en los años 20. Sin embargo, en ninguno de estos países, con partidos comunistas débiles y fuertemente asociados a la política de la URSS, se generaron experiencias políticas que de alguna manera mostraran una influencia, más allá del debate y de la elaboración que en estos países se produjo especialmente en los años 60 y 70, del pensamiento gramsciano.

Sorprendentemente, entonces, en el proceso político y social que abre Recabarren con la formación del Partido Comunista chileno y del movimiento obrero organizado y en su posterior decurso, se dan coincidencias de elaboración y práctica política que pueden ser interpretadas a la luz del pensamiento de Gramsci.

Como no ocurrió en ningún otro país de América Latina, mucho antes de formar el Partido Comunista, Recabarren ya había sido elegido diputado del Partido Democrático en 1906 y posteriormente en 1912 y encabezaba importantes núcleos obreros que devinieron posteriormente en la Federación Obrera de Chile. Recabarren funda el Partido Obrero Socialista Obrero en 1913, cuatro años antes del advenimiento de la Revolución de Octubre en Rusia. En su doctrina se conjuga primariamente el pensamiento socialista y marxista proveniente de Europa Occidental, pero al igual que Gramsci que funda el Partido Comunista Italiano de una escisión del Partido Socialista en 1921 y es elegido diputado, Recabarren funda el Partido Comunista de Chile en 1922, ya influido por los acontecimientos rusos y por la resolución de la Internacional Comunista de formar los partidos comunistas en el mundo.

Sin embargo, Recabarren ya había recorrido un camino importante. En su visión había que ligar al movimiento obrero organizado a las instituciones, institucionalizar al propio movimiento obrero en una organización nacional. Recabarren, obrero linotipista, funda sindicatos, imprentas y periódicos que difundiesen en cada lugar el pensamiento socialista y crea grupos de teatro, buscando ligar al movimiento obrero a la cultura y elevarlo a nivel de clase dirigente. Hay en él una coincidencia notable con la primera elaboración de Gramsci que parte estudiando el folklore, los elementos constitutivos del sentido común de la población y por cierto las diversas formas de culturización que serían claves en su posterior elaboración de su concepción de Hegemonía.

El Partido Comunista recorre un largo camino en la senda trazada por Recabarren y lleva a cabo un proceso de acumulación de fuerzas en el plano político, social y cultural que le permite ya en 1938, con el gobierno del Frente Popular de Aguirre Cerda, estar en el gobierno. El proceso es múltiple: establece política de alianzas, fortalece al movimiento obrero como protagonista, se enclava en la cultura chilena de manera tal que la mayor parte de los creadores chilenos en la literatura, en la música, en la plástica, en importantes sectores de la intelectualidad, mantuvieron un vínculo orgánico con el Partido Comunista y muchos de ellos militaron en este. Es decir, el Partido Comunista trabajó por tener un fuerte raigambre nacional, por ser parte de las instituciones que quería transformar, construyó una intelectualidad orgánica ligada a la clase obrera y actuó con absoluta coherencia en la construcción de una vía nacional propia incluso en momentos en que la experiencia cubana, con el triunfo de la revolución en 1959, intento generalizar sus propias  formas de lucha allí victoriosas como las únicas para lograr el acceso al poder.

Los elementos coincidentes con el pensamiento gramsciano son evidentes: cultura nacional popular, intelectualidad orgánica, organización de la clase obrera y elevación al nivel de clase de estado, hegemonía cultural, guerra de posición, es decir, acumulación de fuerzas en torno a un proyecto, alianzas que permitieran lograr ese objetivo, apoyo en los propios espacios democráticos para llevar adelante un proceso de conquista del poder.

A ello debe agregarse como algo esencial el surgimiento en Chile de un Partido Socialista también peculiar, de matriz socialista, marxista libertaria, no ligado a la tradición de la Internacional Comunista ni al campo socialista que encabezó la URSS, pero tampoco a la Socialdemocracia de la época, un partido revolucionario, latinoamericanista, con fuerte presencia en el mundo intelectual  universitario y profesional, en los sectores medios y populares de la sociedad chilena.

La Unidad Popular fue fruto de ese proceso al cual converge además el Partido Radical y sectores intelectuales desgajados de la Democracia Cristiana y atraídos por la cultura de una izquierda que logró hegemonizar social y culturalmente este proceso. En este proceso juega un rol esencial la personalidad y formación socialista abierta del propio Salvador Allende, que fue quien acuñó el concepto de vía chilena al socialismo que tanto interés despertó en América Latina, en Europa, en el movimiento de los no alineados y, a través de ellos, en los lugares mas apartados del mundo. Lo que atrajo el interés mundial es que Allende y su revolución llegara al poder, por primera vez, a través de una vía electoral democrática.

En particular, el interés especial del partido Comunista de Gramsci, el mas grande de los partidos comunistas del mundo occidental por varios decenios, fue el que en lejano Chile el movimiento popular, Allende y el Partido Comunista en especial impulsaran una línea que coincidía notablemente con la vía italiana al socialismo. Se produjo una doble atracción: el PC italiano necesitaba mostrar la viabilidad de su propia línea histórica fuertemente cimentada culturalmente en el pensamiento de Gramsci, de Togliatti y de la intelectualidad italiana que al igual que en Chile tenían como referencia principal al Partido Comunista. Por su parte, el PC chileno necesitaba amplificar su línea propia hacia el socialismo y encontraba en el principal partido comunista del mundo occidental un aliado importante.

No es menor que el PC chileno publicara en El Siglo en 1964 integralmente el documento de Togliatti conocido como el Memorial de Yalta donde el líder comunista italiano hacía una férrea defensa de validez de las vías nacionales, aceptadas por la URSS después del XX Congreso encabezado por Kruschov, en pleno período de denuncia del estalinismo.

Derrotada la experiencia de la Unidad Popular a través del golpe de estado militar, el primer análisis internacional a pocas semanas del golpe de estado fueron los famosos ensayos de Enrico Berlinguer, padre del posterior eurocomunismo que selló una separación con la experiencia de los socialismos reales, Lezioni Sull Cile donde la conclusión principal apuntaba a la falta de una mayoría política y social detrás de los cambios promovidos por Allende. No distinta fue el primer análisis de la derrota de la Unidad Popular formulada por el  Partido Comunista Chileno, ya en plena clandestinidad, que en la llamada Carta al compañero René Castillo señalaba que la causa principal de la caída de Allende radicaba en el aislamiento que la derecha y el imperialismo habían logrado crear en torno al gobierno de Allende y la incapacidad del movimiento popular de agregar mas fuerzas que dieran un sustento de mayoría política y social a las transformaciones.

Mientras Berlinguer utilizó el análisis de la derrota de la UP para impulsar el llamado Compromiso Histórico, alianza de las fuerzas de inspiración localistas con la Democracia Cristiana italiana presidida por Aldo Moro, el PC chileno llamaba a construir el Frente Antifascista – fórmula utilizada por Gramsci como el bloque para derrotar al fascismo italiano, cosa que efectivamente ocurrió en Italia  - que comprendía el entendimiento con la Democracia Cristiana chilena para enfrentar a la dictadura y recuperar la democracia en Chile.

Son muchos y notables los elementos gramscianos con los cuales se puede leer la experiencia chilena y por ello no es extraño que el período de mayor “fortuna” de Gramsci en Chile, de mayor reconocimiento del significado novedoso de su pensamiento, se produjera en los años 80, en plena dictadura, donde intelectuales de oposición al régimen militar popularizaron sus ideas al punto que el propio Pinochet llegó a hablar de “un nuevo enemigo marxista, los señores que hablan de Gramsci, pero que son los mismos comunistas marxistas totalitarios, enemigos de la patria, de siempre”.

Ideas gramscianas hay también en la derrota peculiar de la dictadura y en transición a la democracia que se dio en Chile. Por ello resulta atractivo, como enclave empírico presentar esta lectura gramsciana de los acontecimientos que permitieron el triunfo de la revolución chilena de los mil días encabezada por Salvador Allende.
 CONSTRUCCION DE HEGEMONIA POPULAR
Las categorías elaboradas por Gramsci para el acceso al poder en Occidente y para la gnoseología de la superestructura pueden reunirse como elementos interpretativos y de  verificación en la revolución que encabezó la Unidad Popular en Chile.  Paradojalmente - y una vez más la historia determina escenarios diferentes a los previstos, como ya sucedió en la Rusia de Lenin en relación con las previsiones de Marx -, este proceso no se produjo en un país capitalista de desarrollo moderno, en un país de Europa occidental, sino en uno capitalista periférico  dependiente, donde predominaba el modelo de producción  capitalista con presencia monopólica, manteniéndose incluso formas precapitalistas de producción, el latifundio, en el agro.

 La formulación del proyecto transformador del movimiento popular chileno en tanto “guerra de posición” fue posible dadas las características peculiares que ha adquirido en la historia de Chile la relación superestructural entre sociedad política y sociedad civil, determinada por una especial y temprana actuación, en cada fase de desarrollo del modo de producción dominante, de las clases fundamentales, los grupos subalternos y sus expresiones gremiales culturales y políticas, a nivel del Estado y del bloque histórico.

 En particular desde fines del siglo XIX, cada fase de modificación de las relaciones de producción ha ido precedida por un movimiento superestructural que ha modificado tanto la presencia de los grupos dominantes en el poder (y con ello la fisonomía del Estado), como la disposición ideológica y orgánica de las clases en la sociedad civil, donde se han enfrentado reacción y progreso, constituyendo verdaderas esferas de autonomía, y con ello, un verdadero entramado de “trincheras y fortificaciones”, típica de las sociedades que Gramsci ubicaba en el Occidente desarrollado.

 A partir de mediados de los años ochenta del siglo XIX, hizo crisis el modelo agrario terrateniente, abriéndose paso el predominio del modelo de la explotación de los recursos mineros, y en particular del salitre, controlado por el capital inglés.  Ello acarreó la crisis del Estado jurídico basado en la Constitución de 1833, y la consolidación, a partir de 1891, de una república parlamentaria oligárquica que contenía en su seno las fuerzas oligárquicas, el liberalismo democrático, el radicalismo y el movimiento obrero, aunque en estado embrionario.

 El nuevo proceso de modernización e industrialización sustitutiva de los años veinte, que algunas décadas más tarde desplazó el capital inglés a favor del más poderoso capital  estadounidense, fue acompañado de la creación de lo que se ha denominado “Estado de compromiso”, basado en una constitución liberal que sanciona un régimen presidencial y una  extensión de la representatividad parlamentaria, proceso que se amplió en sentido democrático a partir de 1938, con el Gobierno del Frente Popular.

 Tanto la hegemonía oligárquica como la hegemonía de la nueva burguesía liberal, así como la de otros sectores dominantes, siempre ha estado acompañada del ejercicio de una utilización de los aparatos coercitivos contra el movimiento obrero y popular, lo que no impidió, sin embargo, la consolidación del funcionamiento de un sistema político basado en una democracia  representativa, en un amplio tejido de organizaciones sociales  distribuidas entre las distintas clases y estratos de toda la sociedad, que históricamente ha privilegiado el enfrentamiento en el terreno de la política, a nivel de la sociedad civil, dentro del Estado, garantizando una dialéctica de los diversos sectores sociales en el ámbito institucional.  Ello fue posible, en gran medida, gracias a la configuración y a la presencia política y social organizadora del movimiento obrero, del movimiento intelectual universitario progresista, de un núcleo intelectual liberal imbuido del iluminismo revolucionario europeo que influyó en la cultura política chilena en general, de una expresión política de las capas medias  con creciente vocación de poder, y abierta a la relación con las expresiones políticas populares y obreras y, más tarde, a la presencia social del mundo católico y en particular de la Democracia Cristiana.

 

Puede decirse, entonces, que, en general, las clases dominantes chilenas, en particular a partir de 1925, con la promulgación de la constitución liberal y hasta los años 70, han ejercido el  poder en correspondencia con la fórmula gramsciana “hegemonía revestida de coerción”, sin verse en la necesidad de recurrir a interrupciones prolongadas del funcionamiento democrático del  sistema, pero al mismo tiempo sin renuncia –cada vez que un golpe del sistema o las movilizaciones populares eran social y políticamente peligrosas - a la acentuación de los mecanismos autoritarios del modelo.

 

Ello significó en Chile la creación de un sistema de partidos políticos modernos con una dialéctica de contraposición y de  diálogo, de búsqueda de consenso parcial- ya que siempre se ha tratado de una política de alianzas, más que de una incorporación de todo el cuerpo social y de sus expresiones- tanto en el  proyecto de mantenimiento y desarrollo del sistema capitalista por parte de la oligarquía y de la burguesía, como en la configuración de una alternativa democrático popular por parte de las clases subalternas.  De este mismo modo, el ejercicio de la democracia representativa extendió, en el siglo XX, en la sociedad valores y principios fundamentales, arraigados en la conciencia de los diversos sectores de la sociedad chilena, que el movimiento popular no sólo debía considerar en su proyecto sino además de hacerlos propios, identificarlos con sus expectativas de cambios sociales y políticos y con el  contenido mismo del proyecto de nueva sociedad , ya que ello era la mejor garantía para la constitución de un bloque social y de poder que, agrupado, en aquellos años, en torno a la política de la clase obrera y de las fuerzas populares, con perspectivas de victoria se planteara el acceso real a la conducción del país.

 

Era en el vínculo entre los nuevos valores de la propuesta de sociedad nueva y en las transformaciones económicas, políticas y sociales que abarcaba, con los valores y las instituciones democráticas que se habían creado en la historia de Chile, y de las cuales las propias fuerzas progresistas eran, por una parte, copartícipes- en el sentido en que en el desarrollo de la democracia chilena la contribución del proletariado y otros sectores populares resultaba determinante-, y por otra parte eran también  resultado de este proceso. 

 

Para transformarse en un gran movimiento social, nacional, popular., democrático y revolucionario, como lo fue la Unidad Popular, se debían recoger no sólo sus propias tradiciones y experiencias de lucha, sino además era preciso apropiarse de todo lo democrático producido en la historia del país, y fusionarlo con una lectura del marxismo que se configura esencialmente como el momento nacional, como vía propia, en correspondencia con las características del desarrollo económico, social y político del país.

 

En lo anterior se encuentra uno de los grandes méritos de la izquierda chilena, en la elaboración de una política no sólo coyuntural sino histórica y nacional, para utilizar los momentos hegemónicos que han permitieron una afirmación no sólo de clase sino a nivel de los intereses nacionales.  De allí que en el  movimiento popular chileno los “mitos carismáticos” vayan desde Lautaro a Caupolicán- los caciques mapuches que simbolizan la resistencia de más de tres siglos contra la colonización española-, a O`Higgins- padre de la independencia, imbuído de ideas liberales aprendidas en Europa, que buscó la autonomía de España a partir de la instalación de instituciones nacionales, la primera de ella el Congreso Nacional constituído en 1811, - a Manuel Rodríguez –el guerrillero libertario-, a Camilo Henríquez- el sacerdote patriota-, a Balmaceda –Presidente liberal independentista-, a Luis Emilio Recabarren- fundador del movimiento obrero-, a Pedro  Aguirre Cerda –Presidente del Gobierno del Frente Popular- y a Salvador Allende, líder de una vía chilena al socialismo.

 

De allí, también que en la cultura política chilena que inaugura el siglo XX estén presentes la influencia del igualitarismo de Arcos y Bilbao; el pensamiento de Valentín Letelier, que captó plenamente el carácter que adquiría la evolución histórica de la  democracia y el papel del proletariado, y quien señaló:  “Todo lo que el liberalismo de nuestros días ha hecho por los pobres se reduce sustancialmente a la instrucción y al sufragio; esto es, a ilustrarlo para que conozca mejor sus miserias, y a armarlo para que  pueda exigir por sí mismo el remedio a sus males.  Sorprenderse del aparecimiento del socialismo es sorprenderse de que la instrucción popular rinda su fruto más genuino: el de dar capacidad al pueblo para estudiar sus propias necesidades”.  No extraña, entonces, que a ello se agregue la naciente ideología del movimiento obrero inspirada en el socialismo utópico, en el  populismo democrático, en el anarquismo, en una lectura nacional del marxismo que fue la corriente cultural principal del movimiento obrero y de importantes núcleos intelectuales, en la visión profundamente humanista y ética del pensamiento  de Recabarren.

 

De este modo, se produce lo que Gramsci llama la síntesis pueblo-nación, que determina el profundo arraigo que han tenido los partidos populares y del movimiento obrero en la historia y en la cultura chilena.  Y también así se vinculan concepciones ideológicas que establecen una continuidad en el pensamiento progresista de la historia del país.  Ello hizo posible que el proyecto revolucionario de 1970 no sólo fuera realizado y concebido como una tarea del proletariado sino como una amplia revolución popular que encontró sus raíces y su carácter en las contradicciones planteadas en la estructura económica; y también en el terreno ideológico donde se expresa el vínculo interpretativo del marxismo, y de corrientes culturales e ideológicas que van desde el  cristianismo y el catolicismo progresista hasta el racionalismo laico avanzado.

 

Por ello, entonces, el proyecto chileno no podía sino ser democrático, popular y revolucionario, que se proponía la superación del dominio monopólico, de la oligarquía agraria, de la dependencia económica imperialista, y la creación de una perspectiva  socialista, en el marco de un pluralismo político, económico e ideológico de libertad y humanismo, y en las formas clásicas de expresión de la democracia, que en condiciones de hegemonía del  proletariado y del pueblo, y en medio de las transformaciones de la sociedad chilena debían adquirir una nueva connotación y un nuevo contenido. 

 

Es decir, se trataba de un proyecto que incorporara elementos de socialización de la democracia representativa, que la hiciera consecuente e igualitaria, que la vinculara de modo irreversible a la justicia y al fin de la explotación, que la hiciera masiva y elevara al pueblo al nivel del Estado, y que utilizando sus propios mecanismos de generación de consenso y de cambio de la correlación de fuerzas, permitiera transformar el Estado y abrir paso a un nuevo orden sociopolítico y económico, es decir, a la sociedad socialista sustentada en una naciente voluntad colectiva nacional.

 

Una política revolucionaria de este contenido y alcance práctico y teórico suponía una comprensión de que el Estado no lo era todo, es decir, de que el dominio de una clase no sólo se ejerce a través de la coerción y de los múltiples aparatos  que posee el Estado para garantizar dicho dominio, sino que además hay una esfera cultural, ideológica, que trasciende el enfrentamiento en el plano económico, y que es un terreno de lucha donde se determina la hegemonía, la dirección, las ideas, los valores dominantes; el terreno donde el proletariado y las  fuerzas populares deben entrar para contaminar co sus ideas dicha esfera, la sociedad civil, y  construir la cultura y los mecanismos alternativos a la hegemonía de la clase dominante.  Es decir, construir la contra hegemonía en el vínculo democracia-socialismo.

 

Desde sus orígenes, el movimiento obrero chileno se propone combatir el dominio de la oligarquía y de la burguesía no a través de la construcción de instrumentos alternativos a la sociedad  política –por ejemplo, un ejército que enfrente al ejército que garantiza el dominio de clase-, sino a través de la construcción de una alternativa a la sociedad civil de la burguesía.  Se propone, en primer lugar, ganar la conciencia de la clase obrera y del campesinado y arrancar del dominio de la burguesía a otras capas de la sociedad que en potencia podrían ser aliadas del proletariado en la transformación de la sociedad chilena, generando una correlación con fuerte influencia ideológico cultural, capaz de  disputar el poder en su acepción más restringida pero determinante, es decir, el control de la sociedad política, del Estado.

 

Recabarren afirma: “Nuestra revolución es, pues, la gran fuerza de la cultura que desaloja lo  grosero y miserable de las costumbres humanas…Todas las acciones del presente tienden, pues, a reducir toda violencia.  El socialismo acoge cada día más la acción revolucionaria legal, obrando directamente, como pueden sobre la legislación, la fiscalización, la administración, desde las ya numerosas bancas que ocupa en los diferentes países”. Esto significa que cada institución del Estado dominante tiene como nomenclatura ideológica la composición y elaboración de esta clase, pero a la vez tiene presente la permeabilidad que produce la lucha de clases en el plano de la política y de la ideología, e incluso en los períodos de crisis orgánica y descomposición, la posibilidad de que ciertas esferas, incluso de la sociedad política, puedan romper el viejo control hegemónico y volcarse a los objetivos de la nueva hegemonía de los sectores  progresistas y revolucionarios..

 

Esta concepción del movimiento obrero revolucionario  chileno – y en ello radica uno de sus elementos característicos - es embrionariamente fundacional:  es decir, nace con Luis Emilio Recabarren, quien al fundar el partido comunista, los sindicatos, los periódicos y asociaciones culturales diversas, inaugura una práctica imbuida de una lógica de construcción de una nueva hegemonía que privilegia la organización, la acumulación de fuerzas y la lucha en los planos cultural, ideológico y ético, construyendo en este ámbito el sujeto popular revolucionario y pluralista que buscará, desde el inicio, conquistar un espacio en la sociedad civil, afirmando en este plano sus nacientes valores e intereses y su visión autónoma de una filosofía del cambio social.

 

El elemento de base que hizo posible la victoria de la UP y la presencia de los partidos populares nació de esta idea de la revolución con la cual Recabarren fundó el movimiento obrero y el Partido Comunista.  Este obrero tipógrafo fue en 1906 es ya diputado, elegido por los sectores progresistas del Partido Demócrata, cuando aún en algunos sectores del movimiento revolucionario europeo se discutía acerca de la conveniencia de participar en los parlamentos burgueses, y mucho antes de que Lenin escribiera “El extremismo, enfermedad infantil del comunismo”, dedicado justamente a ampliar el horizonte de la presencia del movimiento obrero europeo a partir de la realidad distinta  existente allí y de la necesidad de utilizar ampliamente la democracia parlamentaria y las poderosas organizaciones sindicales y de masas, polemizando con quienes sostenían concepciones  izquierdistas reduccionistas y mecanicistas en relación con el seguimiento del modelo de la Revolución Rusa.

 

Como ya lo habían hecho Marx y Engels al analizar el  desarrollo de la luchas obrera en Inglaterra y Alemania, Recabarren percibió el valor del sufragio universal para la participación del movimiento obrero a nivel del Estado.  Ello le permitió pensar en una política que reuniera a una amplia mayoría nacional  en la posibilidad de la construcción del socialismo en el país con claro carácter democrático y humanista.

 

Recabarren rechazó con energía el blanquismo, el anarquismo, las modalidades aventureras y espontáneas de enfrentamiento al capital explotador.  La dimensión de su revolución era nacional, de mayoría, “en beneficio de toda la comunidad, de todo el país”, todo lo cual constituye una significativa anticipación de las primeras manifestaciones del marxismo chileno y latinoamericano.

 

Como se observa, Recabarren no fue sólo un gran agitador y organizador político, fue un precursor del pensamiento marxista latinoamericano, y su contribución teórica se encuentra en sus múltiples conferencias, artículos, libros y folletos, pero sobre todo en su obra práctica pues su principal aporte  filosófico  está en el carácter que imprimió al movimiento obrero y al partido que fundó.

 

El Partido Comunista de Chile (PCCh) tiene un origen peculiar.  Se funda sobre la base de la transformación del Partido Obrero Socialista ((POS) que Recabarren creó en 1912 (o sea, antes de la Revolución  de Octubre), en el Congreso de 1922, que contó con la presencia no sólo de los militantes del POS sino también de dirigentes de los sindicatos que constituían la base de la Federación Obrera, de sectores del Partido Demócrata y de activistas sindicales sin partido.  Como lo señalara el historiador Luis Vitale, Recabarren fundó el primero y único partido comunista de América Latina basado en una central obrera y en sindicatos de base.  Ello tiene gran importancia, ya que el surgimiento del PCCH no sólo corresponde a la maduración ideológica de una estrecha vanguardia obrera y al aporte de algunos intelectuales revolucionarios – que, como ocurre en otros partidos comunistas del Cono Sur, eran inmigrantes europeos que dieron su decisiva contribución al surgimiento de estos partidos, imprimiendo a la vez una visión muchas veces apartada de la realidad latinoamericana - sino que nació como la maduración colectiva de los sectores organizados de la clase obrera más estratégica desde el punto de vista económico (mineros, obreros portuarios), como la expresión directa de un movimiento de masas en ascenso  y de una cultura obrera que ya había desplegado sus primeras elaboraciones.

 

Recabarren poseía una idea de partido ligada al partido - conciencia de Marx.  Incluía de manera explícita en el Programa  del Partido Obrero Socialista que éste “se declarara libre de todo dogma, por lo tanto, laico, y aspira a que el país sea también laico.  Por tanto, realizaremos una lucha política como medio para quitar a la burguesía el poder político”

 

Estos postulados se mantuvieron en el Congreso de 1922, que dio lugar a la transformación del POS en el Partido Comunista de Chila (PCCh). De allí que tengan razón quienes sostienen que el PCCh nació en 1912, con el POS, es decir, varios años antes de la Revolución de Octubre y de que se conociera en Chile el debate sobre el partido de nuevo tipo de Lenin.  El POS y el PCCh nacieron como expresión genuina del crecimiento ideológico del movimiento obrero chileno.  Se trata de partidos auténticamente nacionales, que operan dentro del  Estado para cambiarlo.  Ambos poseen peculiaridades notables, ya que desde temprano buscaron transformarse en organizaciones de masas y dirigieron, con la Federación Obrera de Chile (FOCh), importantes movimientos huelguísticos  reivindicativos que traspasaron cada vez más las fronteras del proletariado, extendiéndose a los trabajadores del sector público, de la educación, del comercio.

 

Los diarios de la época dan cuenta del discurso de Recabarren ante diez mil trabajadores con ocasión del Primero de Mayo, en 1906, demostrando con ello la capacidad de convocatoria del movimiento obrero al comenzar el siglo.

 

Sólo en 1926 comenzó la bolchevización del Partido Comunista de Chile, a través de una expresa directiva del Secretariado Sudamericano del Komintern, contribuyendo a la reformulación del carácter orgánico de este partido y de su política.  A partir de este momento, el PCCh se declara marxista-leninista-estalinista.  Ello, le confiere una estructura de partido, lo dota de una formación ideológica reductiva y unilateral, y lo ubica en una dimensión internacional, vinculándolo a un movimiento con expresión mundial que reconocía su centro directivo en el Komintern y en el PCUS.  Esto limitó al mismo tiempo y de manera notable las  peculiaridades originales del PCCh, condicionando su óptica nacional e internacional a la política del Komitern y sobre todo restándolo a las especificidades latinoamericanas que cada país iba adquiriendo y a las potencialidades que cada partido debía desarrollar en tanto organismo nacional enraizado en su propia historia.

 

Tras la muerte de Recabarren y por expresa presión del Buró Sudamericano del Komitern, en la Conferencia de 1933 del PCCh se señaló: “la ideología de Recabarren es una herencia que el partido debe superar rápidamente.  Recabarren es nuestro, pero sus concepciones sobre el patriotismo, sobre la revolución y sobre la edificación del partido son en el presente una seria traba para cumplir nuestra misión”.

 

La decisión de Stalin de homologar a los partidos comunistas en todo el mundo y someterlos a los dictámenes de un centro guía que en la práctica funcionó hasta la llegada al poder de  Gorbachov, significó inhibir el desarrollo original que partidos  como el PCCH de Recabarren y el Partido Socialista Peruano de Mariátegui alcanzaban.  Impidió asimismo que se desarrollara una elaboración teórica marxista latinoamericana. 

 

Pese a ello, el  PCCh fue capaz de elaborar una política nacional, de crear una vía nacional autónoma al socialismo mucho antes que el XX Congreso del  PCUS lo reconociera como necesario, y de generar junto a sus aliados procesos políticos originales que significan una  contribución notable también a la teoría marxista.   

 

Del copamiento de los partidos comunistas hecho por Stalin y el Komintern en los años treinta derivan las deformaciones del sectarismo, de la visión dogmática y cristalizada del marxismo, de la incapacidad para transformarse en alternativas reales e sus países.

 

Sin embargo, el movimiento obrero de los años veinte ya poseía una orientación democrática y socialista fuertemente antiimperialista, gravitando como una fuerza social autónoma, constituyendo así otra de las peculiaridades de la organización del proletariado chileno. Como una manifestación de esta independencia de clase, se levantó en 1920 la candidatura a la presidencia de Luis Emilio Recabarren.  Otro elemento diferenciador lo constituye el hecho de que el movimiento obrero y el partido comunista comprendieran la importancia de que el texto de la Constitución de 1925, de corte liberal –vigente hasta 1980- incluyera algunas de sus reivindicaciones fundamentales, pero sobre todo  reconociera la existencia organizada de este componente de la sociedad nacional. 

 

Es significativa la idea que Recabarren tenía del  sindicato en tanto escuela de formación del luchador social y del  hombre nuevo, de la moral revolucionaria.  En él se concebía el sindicato como una escuela de vida colectiva.  “¿No debemos hacer que el sindicato desde hoy sea siquiera el comienzo de lo que ha de ser cada nuevo día hacia el porvenir?  Y, para ello, ¿qué hay que hacer?  Hacer que todo sindicato sea una escuela cada vez más perfecta, completa, cuya capacidad colectiva ayude a cada individuo (hombre, mujer, niño, joven o anciano) a mejorar sus condiciones intelectuales y morales y su capacidad productiva con el menor esfuerzo; que sea también una universidad popular  democrática que proyecte todos los medios y conocimientos  necesarios e indispensables para el desarrollo ilimitado de los conocimientos, y que sea un centro de cultura siempre en marcha a la perfección). Como diría Gramsci en Cuadernos de la Cárcel, una escuela de vida estatal, de hacer política.

 

Recabarren procuraba que el sindicato fuera mucho más que una instancia corporativa de reivindicación y de lucha por los intereses económicos de los trabajadores.   Buscaba que el sindicato ejerciera de manera directa un papel cultural e ideológico.  Es decir, un sindicato que junto con expandirse como organización de clase, influya en la sociedad y se ponga frente al Estado, a los gobiernos burgueses, con independencia, preparándose para ser el  anti Estado del proletariado, y concebido en aquel momento como la alternativa revolucionaria al Estado burgués.

 

De esta forma, antes de que se produjera el estallido de la Revolución de Octubre y de conocer la teoría de Lenin, Recabarren, autodidacta, marxista de genialidad intuitiva, había llegado a conclusiones similares sobre el papel fundamental de los soviets y a las de Gramsci en su primer período, aquel de los consejos fe fábrica.  “Abolido el sistema capitalista, será reemplazado por la Federación Obrera, que se hará cargo de la administración de la producción industrial y de sus  consecuencias”.

 

Toda la concepción de Recabarren se profundizó con el triunfo de la Revolución Rusa y con el impacto que produjo incluso en Chile.  Viajó a Rusia en 1922, conociendo a Lenin y los difíciles inicios de la construcción del socialismo en ese país.  Esta experiencia fue analizada en su obra  Rusia obrera y campesina, donde trata el tema de la alianza entre obreros y campesinos, y ampliando su visión hacia toda la estructura de la sociedad, pone al descubierto las diferentes fracciones de las clases dominantes, prestando atención al naciente movimiento de las capas medias y enunciando los elementos básicos de la política de alianzas de la clase obrera.

 

Como se puede observar, la inspiración histórica de la línea del PCCh  provino de la primera fusión del marxismo con el movimiento obrero organizado y se desarrolla en las décadas posteriores, contribuyendo en alianza con los radicales y socialistas, a elegir el gobierno del Frente Popular.

 

En la configuración de un movimiento revolucionario de masas no sólo circunscrito a los núcleos fundamentales de la clase obrera sino extendida a sectores de las capas medias e intelectuales, hecho que constituye un antecedente fundamental para entender la peculiaridad de la victoria de 1970, cabe subrayar el surgimiento y el papel desempeñado por el Partido Socialista de Chile (PSCh).

 

Los efectos de la crisis económica mundial de 1929 produjeron una situación de crisis en la economía chilena que repercutió directamente en los sectores más desposeídos de la sociedad a través del cierre de numerosas fuentes ocupacionales, la concentración de la población en centros urbanos (principalmente de origen minero) y la drástica reducción de los niveles de vida de los sectores medios.  Esta situación creó expresiones de crisis en  el modelo político dominante, sin lograr alterarlo definitivamente. 

 

En 1932, el coronel de la Fuerza Aérea Marmaduke Grove, con un golpe militar, estableció la “República Socialista”, que si bien duró sólo 13 días planteó reivindicaciones premonitorias de los objetivos revolucionarios antiimperialistas que el  movimiento popular se propondría en años posteriores:  nacionalización de la industria del cobre, del salitre y del carbón.  En este movimiento, sectores medios intelectuales y populares desempeñaron un papel fundamental y apareció, por primera vez en la historia de Chile, encabezando un movimiento de subversión del orden establecido. 

 

En este clima nació el Partiodo Socialista de Chile, que tuvo en Grove a uno de sus fundadores y contaba con una composición social extendida y heterogénea.  “La base del Partido Socialista proviene de la clase obrera, de los sectores medios, campesinos pobres, pequeños agricultores, artesanos, peones, obreros simples y calificados, profesores y técnicos, pequeños industriales, comerciantes, universitarios, es decir, los que viven de su trabajo, salario o pequeña renta”.(3)

 

En su nacimiento, el Partido Socialista representó a sectores de la clase obrera, pero su componente principal fueron los sectores medios, los intelectuales y aquellos que habían sido desplazados del sistema productivo por la crisis económica.  Enarboló una política popular revolucionaria latinoamericanista, con un profundo carácter antiimperialista y desde sus inicios vivió el caudillismo, el fraccionalismo y una intensa disputa ideológica.  Debido a su carácter de partido no adscrito a referentes ideológicos internacionales y a una lectura mas nacional del marxismo, el Partido Socialista ha resumido las disputas ideológicas del movimiento obrero internacional, influyendo muchas veces en sus luchas internas, entre otras, el trostkismo, la política de autogestión de Tito, corrientes renovadoras europeas del marxismo y muy especialmente la Revolución Cubana, y por otro lado, una concepción marxista laica, humanista, vinculada a la democracia, que ha rechazado los diversos grados de autoritarismo que fueron características de las experiencias del socialismo real que se derrumbaron con el muro de Berlín.  En una inspiración reciente, las influencias de  Eugenio González y de Salvador Allende fueron determinantes, y la política de Allende y de una parte del grupo dirigente  del Partido Socialista correspondió a esta línea de elaboración.

 

Ya en su nacimiento, el Partido Socialista expresaba una fuerza electoral importante. Grove se presentó como candidato a la presidencia de la República en 1932, obteniendo la segunda mayoría, con el 17.7 por ciento; Matte, otro de los fundadores de este partido, fue elegido senador por Santiago con una alta votación.  Desde ese primer momento, el Partido Socialista se configuró como una gran fuerza de opinión de la izquierda más que, en aquellos decenios, como una poderosa estructura orgánica.

 

Lo determinante, entonces, es que el Partido Socialista, en una posición de absoluta independencia respecto de la Internacional Comunista, adhirió al marxismo, lo cual lo ha diferenciado históricamente de los partidos populistas y socialdemócratas latinoamericanos, agregando así otra peculiaridad al proceso chileno:  la unidad del pueblo significó en aquellos decenios, en primer lugar, unidad y acuerdo entre  socialistas y comunistas, quienes representaban de manera  mayoritaria a los sectores populares, y cuyo entendimiento se transformó en el factor determinante de la política de la izquierda de las décadas posteriores.

 

De allí que el proceso chileno se caracterizó en el siglo XX por una dirección compartida por socialistas y comunistas, así como por otros sectores que, con sus propios perfiles, se suman a la construcción del proyecto revolucionario.  Como se ha señalado, el primer resultado de esta alianza fue la formación, junto con los radicales, es decir, con los sectores medios y un sector de la burguesía nacional que este partido representó, del gobierno del Frente Popular que encabezó el radical Pedro Aguirre Cerda , uno de los presidentes más queridos por la población y cuyo gobierno significó una pérdida transitoria de la hegemonía de las clases dominantes pero no modificó la continuidad institucional. 

 

Fue un gobierno progresista que ofreció una alternativa desarrollista y de industrialización –con mayor presencia estatal- a la crisis económica, sin modificar las estructuras del sistema capitalista, y promovió una redistribución del ingreso para mejorar los niveles de vida de la población e hizo de la expansión de la educación pública un sello.  También permitió la legitimación institucional de los partidos de izquierda, una notable ampliación de la democracia y el ascenso a un nivel político distinto en la sociedad del movimiento obrero.

 

Más tarde, la presión directa de los Estados Unidos, el anticomunismo de la “guerra fría” facilitó el reagrupamiento de las fuerzas conservadoras que, con la traición del Presidente radical González Videla - elegido Presidente con los votos  comunistas -, recuperaron su total hegemonía y descargaron una brutal represión contra el movimiento obrero y sus expresiones políticas, en especial contra el Partido Comunista y el poeta y senador Pablo Neruda.

 

Como una demostración del carácter democrático de la línea del Partido Comunista en ese período y su permanente intento de fusionar la lucha de masas con la ampliación y extensión de los elementos democratizadores a nivel del Estado, cabe señalar que en el momento del triunfo de González Videla -en cuya victoria la contribución comunista había sido decisiva- el PCCh convocó a un paro nacional de los trabajadores para obligar al  Congreso a ratificar la voluntad popular expresada en las urnas.  En la discusión acerca de la futura composición del Gabinete –en el que el PCCh participó con tres ministros-, propuso ampliar el bloque de apoyo al gobierno incluyendo a la Alianza  Democrática, a la Falange Nacional, a sectores democráticos del  liberalismo y a personalidades conservadoras progresistas.  Para el Partido Comunista de aquellos años, se trataba de ir más allá del Frente Popular, cumpliendo no sólo los objetivos de una revolución democrática, sino incorporando metas de liberación nacional que permitieran liquidar las bases de la gran propiedad agraria, de la dependencia imperialista y del autoritarismo nazifascista que amenazaba la continuidad democrática del país.

 

Al ser excluido del gobierno, puesto fuera de la ley y reprimido, el Partido Comunista no cambió su línea, y desde la clandestinidad  continuó promoviendo la lucha de masas, la organización obrera y la unidad de las fuerzas de izquierda y de todo el bloque democrático, para terminar con el gobierno autoritario de González Videla y recuperar la democracia. Es decir se mueve en una visión de recomposición de un Bloque Histórico y de sus vínculos orgánicos, en la lectura de Gramsci, siempre buscando recuperar espacios democráticos con sentido de poder.

 

Es así que en 1952, el Partido Comunista aún desde la ilegalidad, levantó con un sector del Partido Socialista – ya que la mayoría de este partido apoyó al General Ibáñez - la primera candidatura a la presidencia de Salvador Allende.

 

En los años de ilegalidad del Partido Comunista, concretamente en 1953, se formó la Central Unica de Trabajadores (CUT), y en 1955 se generó una nueva alianza, vital para el movimiento popular, que marcaría profundamente la historia de los años posteriores: el Frente de Acción Popular (FRAP), que agrupó a los partidos socialista y comunista y logró tener gran influencia en el pueblo.  En su declaración de principios se señala:  “El FRAP se caracterizará fundamentalmente por ser un núcleo aglutinador de las fuerzas que están dispuestas a luchar por un programa antiimperialista, antioligárquico y antifeudal.  Su acción esencial se dirigirá a consolidar un amplio movimiento de masas que pueda servir de base social a un nuevo régimen político y económico, inspirado en el  respeto de los derechos y aspiraciones de la clase trabajadora y dirigido a la emancipación del país, al desarrollo industrial, a la eliminación de las formas precapitalistas de la explotación agraria, al perfeccionamiento de las instituciones democráticas y a la calificación del sistema productivo con vistas al interés de la colectividad y a la satisfacción de las necesidades de la población trabajadora”.(4)

 

En las elecciones de 1958, en las que triunfó el candidato conservador, Jorge Alessandri, Allende perdió por cerca de 30 mil  votos.  De hecho, ya a finales de los años cincuenta y antes del triunfo de la Revolución Cubana, que tuvo un enorme impacto a nivel de América Latina, la izquierda marxista chilena  representaba un tercio del electorado del país.

 

Los resultados electorales tuvieron una importancia trascendental para la afirmación, en la línea del Partido Comunista, de la posibilidad de acceder al poder a través de una  vía no armada y en el marco institucional vigente.  Se trataba de una línea que combinaba la presencia de las instituciones democráticas con la lucha por transformarlas, como condición de ampliación y profundización de la democracia y de incorporación de nuevos sujetos sociales a la lucha.  La clave del análisis del Partido Comunista de la época, en la perspectiva de acumulación de nuevas fuerzas para el desarrollo de un proyecto y de un proceso revolucionario en Chile era la lucha en las instituciones y la lucha de masas en la sociedad.

 

Tiene razón E. Sabrosky al afirmar: “En esta perspectiva, los éxitos de la izquierda, su ascenso casi ininterrumpido durante más de tres décadas que median entre el Frente Popular, en 1938, y el período de la Unidad Popular, se deben, antes que a su adhesión a un ideario explícito, a su capacidad para hacerlo suyo y articular un movimiento de masas, el imaginario democrático y socialista, modernizador, nacional-popular, humanista, que desde diversos ángulos irrumpe, cautivando la conciencia colectiva de la sociedad chilena”.

 ENTRE REFORMISMO Y REVOLUCION

 En el plano político, el inicio de los años sesenta estuvo dominado por el triunfo de la Revolución Cubana, que entre los movimientos de izquierda latinoamericanos produjo una repercusión similar a la que provocó entre los revolucionarios europeos de loa años veinte la Revolución Rusa.  Como ésta, la Revolución Cubana representaba la apertura de una nueva época en América Latina, una demostración de que era posible, incluso en el “patio trasero” de los Estados Unidos, generar una revolución e iniciar la construcción de la sociedad socialista. 

 

Como en los años inmediatamente posteriores al triunfo de la Revolución de Octubre, en Europa, también en América Latina algunas fuerzas revolucionarias creyeron que el capitalismo dependiente había llegado a su máxima expresión y que la revolución era inminente en todo el continente, e intentaron absolutizar las formas de lucha haciendo abstracción de la relación entre condiciones objetivas y subjetivas y de las características específicas determinadas por el desarrollo diferente de cada país, de los distintos niveles de organización y de conciencia, subestimando las condiciones y los escenarios nacionales de la lucha revolucionaria. 

 

Más allá de la  demostración de que se trataba de una nueva ilusión y de los daños que el subjetivismo causó a las fuerzas de izquierda latinoamericanas, el triunfo y la consolidación de la Revolución Cubana contribuyeron de manera notable a la modificación de las condiciones de lucha en el continente.  Con Cuba se identificaron amplios sectores de la intelectualidad latinoamericana; grupos  significativos de cristianos se volcaron hacia posiciones socialistas; se radicalizaron las fuerzas del movimiento estudiantil y de la  pequeña burguesía.  El ejemplo y el prestigio del naciente socialismo cubano y de sus carismáticos líderes invadió todos los rincones del continente.  Fidel, el Che, Camilo, Raúl, se transformaron en compañeros de lucha de muchas generaciones de latinoamericanos que anhelaban o comenzaron a anhelar una situación y un porvenir diferentes.

 

También los Estados Unidos comprendieron el significado de la Revolución Cubana, poniendo en práctica un plan que contemplaba la invasión militar a Cuba, su más absoluto aislamiento diplomático y económico, y el sofocamiento de otros procesos que se generaron, particularmente en América Central y en el Caribe; pero lo más importante fue la imposición de una especie de “Plan Marshall”, destinado a contrarrestar la influencia de la Revolución Cubana y a descongestionar las tensiones sociales que se habían acumulado y ahora comenzaban a estallar.

 

En 1961, en Punta del Este, el Presiente Kennedy anunció la puesta en marcha de la “Alianza para el progreso”.  Su aplicación requería una radical modernización de las estructuras capitalistas, la articulación de un Estado asistencial, formas diversas de hacer política y de difundir la ideología, la incorporación al sistema de los sujetos sociales que la crisis había marginado, la diversificación de la base social del sistema.

 

Esto era evidente sobre todo en Chile, donde ya en 1958 Allende había perdido las elecciones por escaso margen.  Los Estados Unidos temían que, en virtud de la crisis y de la política económica antipopular ejercida por el Gobierno de Alessandri, el FRAP lograra una victoria electoral ya en 1964.  Se trataba de impulsar un plan de reformas para amortiguar el conflicto social e impedir la victoria de las fuerzas revolucionarias.  Pero  un proyecto de esta naturaleza no se podía llevar a cabo con los viejos gobiernos de los gerentes. Se necesitaba apuntar hacia los  partidos de centro, populistas, capaces de arrastrar con una demagogia reformista a importantes sectores populares.  Los Estados Unidos, en primer lugar, intentaron influir para que el candidato de la derecha económica no fuera un empresario conservador sino un político de la derecha del Partido Radical.  Pero cuando en las elecciones de diputados realizadas cien días antes de las presidenciales triunfó en Curicó el candidato del FRAP, lograron influir para que la derecha apoyara la candidatura de Eduardo Frei. 

 

El PDC aparecía como la mejor opción para una fórmula desarrollista y reformista.  Se trataba de un partido moderno, fuertemente vinculado a la jerarquía católica y a la doctrina social de la Iglesia; de un partido  pluriclasista donde convivian amplios sectores empresariales con la mayor parte de las capas medias ligadas a la producción o a la  circulación, y a la vez, con una composición obrera, campesina e intelectual significativa.

 

Los resultados electorales de 1964 representaron un duro revés para la izquierda, pese a tener una votación de 38.5 por ciento, superando la cifra de 1958 e incluso mayor a la obtenida por Allende en 1970.  Los partidos populares interpretaron de diversas formas esta derrota inesperada.  El PCCh afirmó la necesidad de construir un nuevo “bloque para los cambios”, tesis que podría estar enteremante referida a una coincidencia respecto de la concepción de Gramsci, que tuviera como base fundamental los resultados electorales y la real influencia de masas de la izquierda, pero que fuese más allá, incorporando nuevas fuerzas progresistas.  En el PS se abrió paso una reflexión imbuida de gran pesimismo respecto a las posibilidades de que el nuevo enfrentamiento electoral pudiera permitir a la izquierda alcanzar el gobierno, comenzándose a vislumbrar en algunos sectores el abandono de la “vía electoral” y el paso a una vía insurreccional, negando así la posibilidad de extender el frente hacia fuerzas que comenzaban a calificarse de reformistas y burguesas.

 

La DC desarrolló una ideología comunitaria y posteriormente enunció un proyecto de sociedad comunitaria –no articulado teóricamente- que se planteaba como alternativa al capitalismo y al socialismo.  Prometió una “Revolución en Libertad” que consistía en reformas estructurales para resolver la prolongada crisis económica y social,  sin el peligro de una guerra entre clases.  Apuntó en especial a la absorción de los sectores más marginados de la sociedad: campesinos pobres, pobladores, desocupados, subproletariado, esperando que la participación comunitaria la dotara de una amplia base de masas y lograra debilitar los niveles de consenso de los partidos revolucionarios en los sectores populares. 

 

Además, el proyecto contemplaba un discurso ideológico y participativo adecuado para las capas medias –donde ya la DC era seguramente el partido más  fuerte - y la creación de un núcleo importante de empresarios definidos como cristianos, que serían el principal engranaje de la nueva fase de acumulación del sistema, basado en la creación de un nuevo polo dinámico representado por la producción de bienes de consumo, por la mayor presencia de las multinacionales como factor dinamizador de la economía, por una importante reforma  agraria, por la ampliación del mercado interno y por el aumento de las exportaciones.

 

Para lograr sus fines, la DC debía asegurar la hegemonía de un nuevo sector de la sociedad, restando con ello el apoyo de las fracciones burguesas tradicionales y de la oligarquía terrateniente afectada por la reforma agraria.

 

Las dos grandes transformaciones impulsadas por la DC fueron la reforma agraria y la “chilenización del cobre”.  Aplicando la ley, el gobierno expropió el 14.4 por ciento de las tierras productivas beneficiando a 21 mil antiguos inquilinos de un total de  cien mil familias que requerían una urgente solución.  Como se aprecia, la reforma agraria, siendo un gran inicio, estuvo por debajo de las expectativas que la DC había creado entre los campesinos, lo que provocó fuertes contradicciones internas.  La “chilenización del cobre”, si bien también fue un paso adelante porque abrió la posibilidad a la nacionalización del cobre, siempre plateada por Salvador Allende, terminó beneficiando sobre todo a las compañías estadounidenses. Al comprar el gobierno el 51 por ciento de las minas, las compañías de los Estados Unidos obtendrían nuevas franquicias y mayores cuotas de utilidades que podrían enviarse el extranjero.  Al mismo tiempo, la expansión de la producción cuprífera  no era financiada por las compañías estadounidenses sino con préstamos del gobierno de los Estados Unidos que en definitiva debía pagar el  gobierno chileno.

 

El carácter reformista mismo del modelo que la DC impulsó y que significó cambios en la condiciones de vida de la población mas excluida y de la capas medias, generó paradojalmente la derrota de esta partido ya que hizo avanzar a la sociedad hacia el propósito y la posibilidad de cambios más profundos.  La ampliación del sistema capitalista y por ende la reconstrucción de los mecanismos de acumulación y la satisfacción de las demandas políticas y económicas que se habían prometido aparecían como objetivos  contradictorios.  De este modo, la agudización de la lucha social en el  campo y en la ciudad terminó reagrupando contra la DC a diversos sectores populares que habían participado en la  instalación de su proyecto.  Si en 1965 la DC había obtenido el 43 por ciento de los votos, en 1969 obtuvo sólo el 31 por ciento, y en las elecciones presidenciales de 1970 alcanzó sólo al 27.8 por ciento, demostrando con ello su declinación y la imposibilidad de la continuidad de su proyecto reformista.

 

Como se ha visto, el proyecto DC incluía dos objetivos, uno modernizante y otro reformista, lo que suponía que los niveles de optimización del capitalismo debían lograrse sin permitir la concentración excesiva de la riqueza.  Sin embargo, un sector de este partido, que gobernó con Frei, fuertemente ligado a los nuevos grupos  surgidos de la modernización, rechazaron el papel de arbitraje y de productor de consenso que el proyecto DC aseguraba al Estado, imponiendo un modelo  alternativo al centrismo, que buscaba su apoyo ya no en los sectores populares, sino en las capas medias a las que el modelo hacía favorecido.  Con ello se agotó el modelo popular propuesto y el gobierno se vio en numerosas ocasiones forzado a contener a los sectores descontentos, entre los cuales se contaban sus propios adherentes y militantes, sobre todo estudiantes, obreros, campesinos e intelectuales.

 

En este período, la DC aparece dividida entre tres sectores.  Un sector de intelectuales y de base, con posiciones de izquierda, que habían creído en el proyecto de revolución comunitaria,  quienes abandonaron el partido para formar primero el Movimiento de Acción Popular Unitaria (MAPU) y después la Izquierda Cristiana (IC).  Un sector progresista que veía con preocupación, sobre todo en los últimos años de gobierno de Frei, el giro de los acontecimientos, el que se agrupó en torno al candidato Tomic, a Fuentealba y a Leighton.  Un tercer sector integrado por el núcleo derechista, que no miró con simpatía la  candidatura de Tomic –pues significaba un proyecto de socialismo comunitario más avanzado que el de Frei-  que más tarde se comprometió con los grupos que derrocaron el Gobierno de la  UP.

 

La disgregación hacia la derecha y hacia la izquierda de la Democracia Cristiana y la canalización –por parte del nuevo bloque que representaba la UP - de amplios sectores populares, contribuyó a crear un cuadro generalizado de crisis de hegemonía, que no sólo favoreció la victoria de la UP sino que neutralizó, al menos en forma transitoria, a las fuerzas que  podrían haber impedido el acceso al poder de Salvador Allende y que recurrieron incluso al asesinato del Comandante en Jefe del ejército René Schneider para crear una crisis política.

 

Paradojalmente, la crisis de hegemonía dominante provocada por el debilitamiento del reformismo democratacristiano favoreció la recomposición de la derecha tradicional, que derrotada en 1964 y obligaba a apoyar a la DC, se unió al Partido Nacional, obteniendo el 36 por ciento de los votos en las elecciones presidenciales de 1970 quedando en situación de liderazgo de las diversas fracciones de la burguesía, y dando carácter  extra constitucional a la oposición al Gobierno de la UP.  En otras palabras, estos grupos dominantes renunciaron a la democracia, confiando en que un grupo de militares les devolviera el poder, con lo que, en medio de una izquierda diezmada por la represión, podrían rearticular su hegemonía en el cuadro de la recomposición de una democracia autoritaria.

 

¿Cómo se ubica el PCCh y las demás fuerzas populares frente al Gobierno de la DC?

 

En el Informe al XIII Congreso del PCCh, el Secretario General, Luis Corvalán, definió en estos términos el objetivo del régimen demócrata cristiano: “Lo que persigue la DC es salvar el capitalismo en Chile e impedir la revolución popular y el socialismo.  Lo singular es que trata de lograrlo no a la vieja usanza de la reacción, sino con métodos y lenguaje modernos, dándole especial importancia al trabajo con las masas, remozando en parte la arcaica estructura del país y mejorando en cierto grado la situación de algunos sectores del pueblo”.(6)

 

Sin embargo, el Partido Comunista no dejó de tener en cuenta que la DC no era una invención del imperialismo ni de la reacción, sino un partido altamente representativo de la sociedad –seguramente el antagonista más serio de los partidos de la izquierda en el seno de amplios sectores populares -, pluriclasista en su composición, representativo sobre todo de las masas cristianas, aún cuando en diversas fases de la historia de Chile su posición fue menos avanzada que la sostenida por una parte importante de la jerarquía eclesiástica, teniendo diversas lecturas ideológicas y culturales, e incluso con proyectos diversos en el interior del partido.

 

Así el Partido Comunista aprecia, por una parte, que el modelo impulsado por la DC está destinado a preservar el capitalismo desarrollista, pero al mismo tiempo no subvalora el hecho de que el Gobierno de la DC puede modernizar las estructuras del país y aliviar positivamente las condiciones de vida de un sector del pueblo.

 

En la modernización, en la sindicalización de sectores campesinos, en la promoción popular de las poblaciones y en general en el tejido social que la DC creó, el Partido Comunista de la época vió instrumentos que podían ser reformulados en virtud de la presencia de las fuerzas populares en diversos organismos, de la acción común entre el poblador, el campesino, los estudiantes, el pueblo de la DC y el pueblo de la izquierda.  Tomó en cuenta que el vuelco de nuevos sectores hacia la lucha social significa acercar a esta parte del pueblo marginada por el Estado burgués a la política, a la escuela de la lucha por cambios más profundos.

 

El Partido Comunista advirtió en aquel momento acerca de los riesgos políticos de una actitud sectaria y de ciega oposición al Gobierno de la Democracia Cristiana que dejaba de lado las novedades que esta nueva hegemonía contenía en el seno del bloque dominante, sobre todo, el aislamiento y la derrota de la derecha antidemocrática, y sin tener presente la dinámica social y cultural que podía generarse en la lucha donde participara un espectro de fuerza mayor que el de la propia izquierda, con lo cual era posible ampliar el bloque de los partidarios de los cambios en el país.  El Partido Comunista concebía un bloque popular en movimiento, con capacidad potencial para recibir a nuevas fuerzas sociales, por el hecho de que entre reforma y revolución existían vasos comunicantes significativos.

 

De allí, entonces, que la política del Partido Comunista establece una diferencia entre el gobierno de los gerentes, de la reacción conservadora, y el Gobierno de la Democracia Cristiana, y subraya que en el marco de sus contradicciones internas y de la formulación de su propia política se crean amplios espacios para la colaboración.

 

Corvalán hizo una clara distinción con el enemigo principal, no trazando una línea divisoria del enfrentamiento entre gobierno y oposición.  “A través de la unidad de acción se puede poner en movimiento a todo un pueblo, a las masas trabajadoras que votaron por Allende y a las que lo hicieron por el señor Frei.  A un lado, debe estar todo el pueblo, y al otro, los reaccionarios.  En consecuencia, se debe ir abriendo paso a la unidad de acción de todas las fuerzas populares y progresistas que están, con la oposición o con el gobierno, en contra de las fuerzas reaccionarias que hay en el gobierno y en la oposición… Este es uno de los aspectos esenciales de nuestra política”.

 

En todo ello fue posible un terreno de acción común con la DC y la creación de áreas de consenso sobre temas que, no abordados ni resueltos en el Gobierno de Frei, aparecieron posteriormente como aspiraciones programáticas tanto en el programa de Allende como en el de Tomic.

 

En el tratamiento del tema de la Democracia Cristiana surgieron profundas diferencias de apreciación entre el Partido Comunista y el Partido Socialista.  Si para el primero la línea de acción era unidad con los sectores que se pronunciaban por los cambios, estuviesen o no en el gobierno, para el Partido Socialista la alternativa estaba expresada en términos extremos.  “Queremos desarrollar una política antiimperialista, antioligárquica y anticapitalista que movilice a las masas no sólo por sus reivindicaciones inmediatas sino que, junto con éstas, indisolublemente, la una a sus propios objetivos socialistas, estableciendo en la lucha diaria la alternativa Democracia Cristiana burguesa o socialismo”.

 

Resulta evidente que la alternativa planteada en estos  términos era falsa.  El “enemigo” era el reformismo ni el objetivo revolucionario inmediato que en esa fase se planteaba para el movimiento era el socialismo.  Ambas alternativas del axioma planteado por sectores del Partido Socialista redujeron y sectarizaron la posibilidad de construir, precisamente a partir del fracaso del reformismo, un nuevo bloque histórico así como la posibilidad da aglutinar fuerzas a partir de una correcta determinación del carácter del proceso chileno.  La radicalización de los extremos del axioma tendería sólo al aislamiento del bloque popular.

 

Es claro que una política de enfrentamiento frontal con la Democracia Cristiana favorecería en primer lugar a los sectores más reaccionarios, interesados en frustrar cualquier colaboración progresista entre el gobierno y la oposición de izquierda; aislaba y dejaba solos, negando un espacio dentro del partido y del gobierno a aquellos sectores que con coherencia buscaban impulsar una política más avanzada que, objetivamente, coincidía en no pocos aspectos con la izquierda; acentuaba la división en el seno del pueblo al enfrentar a los trabajadores católicos, creando una barrera infranqueable con estos sectores que por el contrario la izquierda debía tratar de unir para construir un proyecto alternativo al de la gran burguesía.

 

En virtud de lo anterior, el Partido Comunista se orientó en generar las condiciones para una ampliación del frente de la izquierda, consciente de que uno de los factores que había determinado la derrota de Allende en 1964 había sido precisamente la incapacidad de proponer al pueblo un bloque distinto, más amplio y articulado que el de 1958, y que la  unidad socialista comunista era decisiva en tanto eje de la revolución social y política, y que aun cuando era depositaria de más del 30 por ciento del consenso del país, no era suficiente para producir un vuelco y ganar la voluntad transformadora de la mayoría de los chilenos. La idea de la conquistad de la mayoría política y social estaba fuertemente presente en la política del Partido Comunista de la época y coincidía no solo con la elaboración que Gramsci dejó como legado a su propio partido sino con la línea que este impulsaba en Italia.

 

 El Partido Comunista no realizó una oposición negativa y ciega al gobierno DC.  Por el contrario, acompañó y apoyó sin reservas todos los pasos progresistas que en materia nacional e internacional produjo el Gobierno de Frei; se puso al lado de la institucionalidad democrática, y en defensa del propio gobierno movilizó a la militancia y a la CUT cuando un grupo de militares encabezados por el General Viaux intentó, en Octubre de 1969, dar un golpe de Estado.  En otras palabras, el Partido Comunista se opuso a cualquier aventura, a cualquier violación de la soberanía popular, dando una lección de conducta y coherencia democrática que otros sectores no supieron mantener en los años posteriores.

 

Las posibilidades de una victoria, a partir del Gobierno de Frei, pasaba por una acumulación de hegemonía de diverso tipo que involucrara sectores y partidos representativos de las capas medias, y que abriera un espacio a sectores cristianos al diálogo y a la participación en el nuevo bloque de poder.  Con la DC fue posible realizar importantes iniciativas comunes que contribuyeron a ampliar la esfera de la democracia y de la sociedad civil.  En este plano, seguramente la más significativa fue la reforma universitaria, fruto del debate, la elaboración común con la juventud y el Partido Demócrata Cristiano, y de la decisión democrática de la comunidad universitaria.  La vieja estructura de poder patriarcal de las universidades se transformó a través de la existencia de organismos colegiados, con la representación de todos los estamentos de la vida universitaria.  De acuerdo con la  nueva realidad y las exigencias de la sociedad, se modificaron los contenidos de numerosas carreras.  Se tendió a poner a las universidades al servicio de las grandes líneas de desarrollo de la sociedad.  Se reforzaron las organizaciones estudiantiles universitarias.  Tal vez ningún proceso cultural ideológico ha  tenido tanta influencia en la crisis de la hegemonía burguesa más retrógrada que la reforma universitaria de 1968.  Este es uno de los elementos de mayor significación en la incorporación, a nivel de la sociedad civil, de elementos culturales progresistas. 

 

Allí nació la consigna “los estudiantes junto a la clase obrera, por la  revolución chilena”, que movilizó decenas de miles de jóvenes de la universidad a las poblaciones, a las fábricas, e hizo comprender que era necesario el cambio de la universidad, que ello ayudaba pero no bastaba, que era necesario cambiar la sociedad.

 

Uno de los grandes méritos de la óptica del Partido Comunista de la época fue precisamente no confundir el reformismo con la reacción, poniendo ambas posiciones en niveles diferentes de enfrentamiento político e ideológico. 

 

Esta línea logró captar plenamente los efectos que las reformas –en el marco de un sistema capitalista en crisis y de una debilitada capacidad hegemónica como la que ya desde los años sesenta afectaba el modelo- producen en el seno del bloque dominante.

 

De esta forma, el Partido Comunista analizó correctamente cómo el debate interno de la Democracia Cristiana en torno al tema de la sociedad comunitaria llevaba el germen de la maduración real de un valioso sector  de intelectuales democratacristianos que, frustrados ante el agotamiento del modelo reformista y el abandono del Gobierno de Frei de las promesas electorales, se retiró del partido y dio una contribución significativa a la conformación, la victoria y el  desarrollo del Gobierno de la Unidad Popular.

 

En medio de la crisis de hegemonía de la burguesía, que ya se  tornó crisis orgánica, utilizando en pleno una acerto de Gramsci, se produjo un desplazamiento de  un grupo importante de intelectuales católicos que se encontraban en la esfera de las clases dominantes hacia el proyecto y la política de la izquierda, dando una contribución original, e incorporando la teoría marxista, con su propio bagaje cultural, como postura metodológica de análisis o como concepción filosófica.

 

Además, la política abierta del PC, de Allende y un sector del PS y de otros sectores de la izquierda, así como el sector avanzado de la DC, contribuyeron a hacer imposible la alianza de la DC con la derecha en las elecciones presidenciales de 1970, determinando una candidatura de los sectores progresistas de la DC, que, como lo sostuvo Tomic, levantó un programa con grandes coincidencias con el de la UP.  Se logró así la tripolaridad no sólo electoral, sino social y política, de contenido programático, ideológico, con la presencia de un pueblo democratacristiano al que durante el Gobierno de la UP la derecha fue capaz de captar, hecho en el cual contribuyeron en mucho los propios errores cometidos por la Unidad Popular, el sectarismo, el extremo ideologismo del proceso y la incomprensión de la distancia existente entre la dimensión de los cambios y la real correlación de fuerzas en la sociedad.

La historia se ha encargado de valorar el significado reformador y avanzado del gobierno del Presidente Frei Montalva y de sus realizaciones que dieron progreso y justicia social a Chile, constituyéndose en una de las experiencias más genuinas de las políticas socialcristianas impulsadas ya a fines del siglo XIX por la Renum Novarum y la Graves de Communi del Papa Leon XIII y la de pensadores como Jacques Maritain y Enmanuel Mourier.

 LA UNIDAD POPULAR COMO NUEVO BLOQUE HISTORICO

 La mitad de los años sesenta fue un momento de intenso debate de sesgada denuncia contra el reformismo en el seno del movimiento popular chileno y latinoamericano.  En 1967, Luis Corvalán publicó un ensayo titulado “Unión de las fuerzas revolucionarias y antiimperialistas de América Latina”, con una reflexión sobre las novedades de la lucha revolucionaria en el continente tras el triunfo de la Revolución Cubana, que produjo un gran impacto al precisar la opinión de los comunistas chilenos tanto sobre el panorama internacional como sobre la atención que el partido daba a los nuevos fenómenos y actores y a las peculiaridades  nacionales que se abrían paso en nuestras sociedades. 

 

Chile era un laboratorio privilegiado por combinarse un gobierno popular cuya política debía orientar una alternativa global de desarrollo al proceso cubano y a la revolución en general, y porque la contradicción principal pasaba tanto por el gobierno como por la  oposición, en medio de la construcción de un movimiento de masas que surgía precisamente de las nuevas contradicciones que asomaban en la sociedad chilena.

 

Esta polémica era, además, interesada, ya que muchos de los temas en debate representaban diferencias de apreciación y de línea política con el criterio predominante en el PS, que era  necesario resolver para dar vida a la Unidad Popular, es decir, a un conglomerado más amplio que los bloques hasta entonces  construidos por la izquierda, con una propuesta política que realmente fuese capaz de aglutinar a la mayoría del país.

 

El ensayo citado fijaba posiciones acerca de aspectos centrales de la controversia.  En primer lugar, era equivocado sostener que existía ya una continentalización de la lucha antiimperialista, que en todos los países habían madurado las condiciones para producir un salto revolucionario y que simplemente bastaba con crear una vanguardia dispuesta a la lucha que encendiera la mecha de una revolución que se extendería inexorablemente.  Como lo señalara Corvalán, esta tesis era errada por no reconocer las diversidades de desarrollo estructural y superestructural de cada sociedad y por no concebir el proceso revolucionario como la conjunción de diversas vertientes y como fruto de la acción de las grandes masas que utilizan una u otra forma de lucha, en cada caso la más adecuada a sus propias realidades.  El Partido Comunista rechazaba la idea de que basta con hacer actuar a un grupo de revolucionarios iluminados para conquistar el poder y hacer la revolución.

 

De igual modo, Corvalán se opuso a la tesis, en boga en aquel momento, de colocar el objetivo de una sociedad socialista como objetivo inmediato de la lucha en todo el continente.  Ello tiene una fundamentación objetiva derivada del desarrollo económico de la sociedad latinoamericana y no sólo una fundamentación de carácter táctico.  El carácter de la revolución no podía fijarse en términos subjetivos, era necesario un estudio profundo de cada realidad para determinar las contradicciones principales que debían resolverse en lo económico y el grado de desarrollo de la sociedad civil, el carácter y la forma del ejercicio de la hegemonía por parte de la clase dominante y la política de alianzas que era necesario construir.

 

El Partido Comunista sostenía que, en la mayoría de los casos, los objetivos de la revolución eran antiimperialistas, antimonopólicos agrarios y de profundización de la democracia, y que esta lucha preparaba las condiciones, generaba las bases para el paso al socialismo.  Plantear el objetivo socialista inmediato en  sociedades donde en el decenio de 1960 las tareas contra el latifundio y la presencia imperialista eran lo central, o en aquellas  donde el tema era la liberación nacional, la lucha democrática contra el dominio monopólico, oligárquico y financiero y la  dependencia, significaba desconocer por completo las condiciones reales en que se debía librar la lucha; desconocer las diversas fases que una revolución podía atravesar, renunciar a la ampliación de las fuerzas democráticas existentes y dotarlas de un nuevo carácter, y por ende,  a una política adecuada de alianzas; aislar las fuerzas populares y en el fondo llevar a la derrota inexorable al movimiento, como efectivamente sucedió en varios países  latinoamericanos.

 

Uno de los objetivos planteados en el debate, a los que se refiere Corvalán, es el problema de las fuerzas motrices de la revolución. Algunos sectores ponían en primer lugar al campesinado –tesis contradictorias con el objetivo socialista  que preconizaban-, a la pequeña burguesía revolucionaria y, por fin, a la clase obrera.

 

Corvalán señalaba: “Las fuerzas motrices de la revolución en América Latina son la clase obrera, los campesinos (en muchos países en su mayoría indígenas), los estudiantes, las capas medias y algunos sectores de la burguesía nacional.  Entre estas fuerzas hay contradicciones, primando sin embargo el interés común en la lucha contra el imperialismo norteamericano y las oligarquías.  Por lo mismo, son reales las posibilidades de unirlas y su unión en el combate se hace necesaria”.(11)

 

El cuestionamiento del papel de la clase obrera significaba negar completamente la realidad de la mayor parte de  Latinoamérica, e incluso resultaba ridícula una tesis de este tipo de países como Chile, Argentina, Brasil, Uruguay, y otros, donde no sólo la clase obrera constituía el núcleo mayoritario y con más altos niveles de conciencia, cultura y organización, sino además los campesinos, por sus propias condiciones de vida,  eran sectores aún atrasados que recién en esos años se incorporaban a la lucha por la tierra, con niveles muy distintos de apropiación de su propio papel, y que sin duda debían ser en esta sociedad un elemento clave de la alianza con el mundo obrero. 

 

En estos países, la lucha era eminentemente urbana, de allí el papel activo y propulsor que la pequeña burguesía y sobre todo los intelectuales desempeñaban en el proceso latinoamericano.  Pero  la absolutización y la lectura dogmática de las peculiaridades presentes en la experiencia de la Generación del Centenario, del Movimiento 26 de Julio y del triunfo de Fidel no profundizaban el hecho de que en las raíces del triunfo había también una contribución  del partido socialista cubano y de los sectores más conscientes de ese movimiento obrero.

 

De una visión equivocada acerca del carácter de la revolución nacía una visión reductiva de las fuerzas que participan en una revolución, que se referían sólo “a los sectores auténticamente revolucionarios”, dejando de lado una política de alianzas que incorporara a todos los sectores que en medio de la crisis del sistema se volcaban hacia la lucha con sus propias consignas, ideologías, intereses y expectativas, y que era misión precisamente de las fuerzas revolucionarias aglutinar y conducir. Estos núcleos no concebían que la ruptura de la hegemonía de la burguesía comportara en primer lugar una victoria del movimiento revolucionario y una posibilidad de modificar profundamente la correlación de fuerzas a favor de los cambios y las transformaciones que en cada sociedad se requiriera.

 

Corvalán subraya que en el interés de la causa estaba en ampliar y no restringir el arco de fuerzas antiimperialistas, “incorporando a él todos los sectores que están o pueden estar contra el enemigo común, incluidos aquellos que sin ser por ahora partidarios de la Revolución Cubana ni de ninguna otra revolución, están por defender el derecho de Cuba a construir el socialismo y por el derecho de todos los pueblos latinoamericanos a darse el régimen que quieran”

 

Es decir, la línea divisoria deja del lado de los revolucionarios a todos los que independientemente de la ideología o religión que profesen se pronuncien por la independencia y el derecho legítimo de autodeterminación de los pueblos.  Esto era muy importante pues en América Latina se había extendido un difundido sentimiento antiimperialista de masas – incluso en sectores de la DC y en grupos congéneres de América Latina-, representando el inicio del volcamiento hacia posiciones avanzadas de amplios sectores cristianos, incluidos sacerdotes y obispos latinoamericanos.

 

El tema central de la polémica fue, sin embargo, el de las formas de lucha.  Se tendía a reducir las formas que podía asumir la lucha popular a una sola, la lucha armada, y más específicamente la guerra de guerrillas.  Al respecto, la posición del Partido Comunista hacia referencia a la propia visión de Lenin sobre el tema, quien en 1906 declaraba: “En primer lugar, el marxismo se distingue de todas las formas primitivas del socialismo en que no liga el movimiento a una sola forma determinada de lucha.  El marxismo admite las formas más diversas de lucha; además, no las “inventa”, sino que generaliza, organiza y hace conscientes las formas de lucha de las clases revolucionarias que aparecen por sí mismas en el curso del movimiento… El marxismo no se limita, en ningún caso, a las formas practicables y existentes sólo en un momento dado, admitiendo la aparición inevitable de formas de lucha nuevas, desconocidas de los militantes de un  período dado, al cambiar la coyuntura social…En segundo lugar, el marxismo exige que la cuestión de las formas de lucha sea considerada desde un punto de vista absolutamente histórico.  Plantear esta cuestión fuera de la situación histórica  concreta, es no comprender el ABC del materialismo dialéctico…”(13)

 

De todo esto se trataba, según el Partido Comunista precisamente, en América Latina.  De la necesidad de no absolutizar nada, de preparar al movimiento revolucionario tanto para las formas más probables como para aquellas que en un momento histórico determinado se pudieran utilizar en virtud de la reacción de las fuerzas contrarrevolucionarias. 

 

El PC sostenía la posibilidad de que en Chile, como en otros países, el movimiento obrero en amplia alianza con otras capas y clases pudiera conquistar el poder a través de una vía no armada, y concretamente, en el caso chileno, tal como se verificaría con la conquista del Gobierno de la Unidad Popular, a través de una vía electoral de masas, de lucha política inserta en la ampliación de los factores más progresistas de la institucionalidad.

 

Por lo demás, la propia Revolución Cubana había sido una demostración de que los procesos rompen los esquemas  rígidos, y que no es posible generalizar una experiencia en lo que ella tiene de singular, advirtiendo que seguramente algunos pueblos podrán recorrer el camino de Cuba, mientras otros deberán buscar formas nuevas, surgidas de su propia realidad y capacidad creativa.

 

Su polémica principal radicaba en oponerse a las concepciones foquistas, cuya expresión teórica, reproducida de diversas formas por los grupos izquierdistas surgidos en los años  sesenta, la encontramos en la obra de Régis Debray  Revolución en la Revolución  (1967, cuyos planteamientos se podrían condensar en los aspectos siguientes: a) la reducción de las diversas formas de lucha a la lucha armada, a la guerra de guerrillas: b) la disociación de la lucha armada de la lucha política; c) la sustitución del partido por el foco guerrillero; d) la elevación de la dirección militar al rango de dirección única y exclusiva en la lucha, subordinando la acción y la dirección política.

 

En su artículo “La vía pacífica y la alternativa de la vía violenta”, Corvalán señalaba: “En cualquiera de sus formas, la lucha por la revolución es una lucha de masas y nada tiene que ver con el aventurerismo, el putchismo, las llamadas  desesperadas a la “acción directa” ni las tentativas de desconocer el papel de vanguardia del partido de la clase obrera”.  Además, señala que “la vía pacífica no es simple ni obligadamente un camino electoral.  Ante todo, es el camino de la lucha de masas que pueden, en cierto momento, abrirse paso hacia el poder utilizando otros canales”.  Y aclara que ello puede estar referido, un en momento de crisis, “a la huelga general, excluyendo solamente el empleo de la violencia en forma de guerra civil o de insurrección armada de todo el pueblo”

 

La posición del Partido Comunista de la época al definir el problema de las formas de lucha adquiere una clara connotación historicista.  Por una parte, está ligada a la forma en que históricamente, desde Recabarren en adelante, se había planteado el problema del poder; es decir, a través de un proceso acumulativo de reformas, de luchas reivindicativas y políticas conducentes a la ampliación de la democracia y a la reforma de las instituciones.  Para el Partido Comunista, el problema  consistía en establecer una correspondencia entre medios y fines para construir un proyecto de transformaciones en el ámbito de la democracia, de la libertad y del pluralismo.  Una revolución de mayoría política que pudiera no sólo conquistar el gobierno sino también conservarlo a través de un amplio proceso de  agregación de fuerzas y de la ampliación del consenso.

 

 “Basándose en el hecho de que la revolución por la vía  pacífica no depende sólo del proletariado, hay quienes han sostenido la idea de que es preciso prepararse al mismo tiempo para la vía violenta. Pero la preparación para la vía violenta no existe donde hay posibilidades de vía pacífica, en empeños como el de crear ya destacamentos armados.  Esto conduciría en la práctica a tener una doble línea, a marchar simultáneamente por dos caminos, con la consiguiente dispersión de fuerzas, y podría exponer al movimiento popular o a una parte de él a la aventura, a la provocación partidista, a una línea izquierdizante y sectaria”.

 

Estas consideraciones, y en general la línea elaborada por el Partido Comunista es muy anterior al XX Congreso del PCUS; cuando éste reconoce la vía pacífica y la vía democrática, ambos conceptos formaban parte de la línea política del PCCh desde hacía  veinte años.

 

Era evidente que el PC buscaba afirmar su política nacional en la polémica con sector predominante del Partido Socialista en aquel momento y en particular del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR).

 

En el XIV Congreso del Partido Comunista, realizado a fines de 1969, se precisa el carácter de la revolución chilena que se promovía : “En consecuencia, la revolución chilena, por su esencia y objetivos, es antiimperialista, antimonopolista, agraria y con vistas al socialismo”.

 

En las elecciones de marzo de 1969 utilizó la consigna “Unidad Popular para un Gobierno Popular”, objetivo enunciado ya en el XIII Congreso, donde se concluía que era necesario generar un movimiento más amplio que el FRAP, abierto a todas las fuerzas que tuvieran coincidencias programáticas.  Para el Partido Comunista, la Unidad Popular debía incorporar la alianza socialista-comunista como el elemento determinante y proponerse también el ingreso del Partido Radical – en cuyo seno se habían impuesto las posiciones progresistas y de izquierda de Baltra, Sule y Miranda – de sectores independientes agrupados más tarde en la Acción Popular Independiente (API) de Rafael Tarud.  El PC  visualizaba que incluso era posible que un componente de la DC se pudiera sumar a la UP, transformándola así no sólo en una propuesta cualitativamente superior a la del pasado, sino además en el bloque de poder más amplio de la historia del país, compuesto por fuerzas de izquierda que incorporaban en su seno posiciones marxistas, leninistas, racionalistas, católicas, liberales de izquierda, con un peso hegemónico de las posiciones de la clase obrera.

 

Sin embargo, esta política encontró la oposición en sectores del  Partido Socialista.  En efecto, en el movimiento popular chileno se enfrentaron dos concepciones diferentes en amplitud, formas y objetivos: la del  Frente Revolucionario, propiciada por un sector del PS, y la Unidad Popular, propiciada por el PC y muy claramente por Salvador Allende que a su regreso de un viaje a Viet Nam donde se encontró con el líder Ho Chi Min, propuso formar un Frente de la Patria o del Pueblo.

 

El Partido Socialista se pronunciaba categóricamente contra la ampliación de la alianza política con el PR y menos aún con sectores avanzados de la DC.  En el Congreso de Chillán, realizado a fines de 1967, el PS señalaba en su resolución: “La incorporación del  Partido Radical al frente político que hasta ahora dirige el FRAP, lejos de fortalecer a la izquierda, la debilita extraordinariamente, engendrando y robusteciendo en ella toda suerte de ilusiones electorales que la experiencia ha demostrado absolutamente inconducentes para desencadenar un proceso revolucionario dirigido por la toma del poder…Estos intentos de incorporar al radicalismo al seno de la izquierda significan asegurar, artificialmente, la supervivencia de un partido caduco, que no expresa social e ideológicamente ninguna fuerza progresista.  Es la descomposición del PR y de la DC, y no su artificial supervivencia, el objetivo que busca la izquierda revolucionaria como uno de los medios más adecuados para ir definiendo el campo político chileno”.  En este congreso se señalaba, además, que “las formas pacíficas electorales de lucha sólo podían ser aceptadas como instrumentos limitados de acción, incorporados al proceso político que nos lleva a la lucha armada”.

 

Lo que esta posición del PS no tenía en cuenta era, por una parte, los cambios de la propia estructura social y de clases que había provocado la crisis económica de los años 60, y a la vez, los procesos de radicalización y de intensa actividad gremial producidos en sectores de capas medias ligados  esencialmente al Estado -base social del PR-, el volcamiento de masas cristianas y católicas a posiciones progresistas, la frustración de los sectores marginales que inicialmente apoyaron a la Democracia Cristiana y la crisis ideológica y cultural dominante que hacía que un sector de la intelectualidad cristiana viera en la constitución de un bloque como la Unidad Popular, pluripartidista y multisocial, como una perspectiva para reformular una nueva cultura de transformación que en el reformismo de Frei se había agotado. 

 

Ello no debilitaba las posiciones de los revolucionarios, como sostenía en aquel momento la posición oficial socialista, sino que precisamente esta agregación era la única posibilidad de que el movimiento popular de izquierda, agrupado mayoritariamente, pudiera enfrentar con posibilidades de victoria las elecciones presidenciales de 1970 y construir un gobierno popular, democrático, revolucionario, pluralista, sólido, capaz de realizar profundas transformaciones en la sociedad chilena.

 

Lo que la dirección del Partido Socialista parecía no incorporar, en esta fase, era que la crisis del reformismo, del modernismo, había comportado una crisis de hegemonía, de ideología dominante, lo que había permitido que la concepción marxista lograra cierta supremacía en la sociedad chilena, frente a la derecha agrupada en un Partido Nacional donde convivían ex nazis, conservadores y liberales  que hacía mucho tiempo habían dejado de tener una propuesta cultural, y que era respaldada por una clase fundamental y por un tercio de la población.

 

A fines de los años sesenta el marxismo renovado, con un carácter político expansivo fruto de la elaboración de connotados marxistas europeos y muy especialmente de Louis Althuser, ejercía una atracción indudable entre diversas capas de la sociedad chilena, y su metodología de análisis social y económico se había entronizado en buena parte de la intelectualidad progresista.  Al respecto, véanse entre otras las obras del radical Alberto Baltra y sobre todo la de Ricardo Lagos acerca de la concentración del poder económico, o los escritos sobre reforma agraria de Jacques Chonchol.  Por ello, el acercamiento al proyecto UP no era de un grupo de advenedizos a quienes los partidos revolucionarios clásicos debían otorgar patente de izquierdistas, sino que se trataba de un proceso cultural profundo, de una revisión de las prácticas políticas que sólo podían ampliar y  enriquecer el movimiento popular e incorporar nuevos elementos de crisis en la sociedad civil dominante, reforzando de este modo la supremacía de la política transformadora.

 

El Partido Comunista estimaba que lo más conveniente era aprovechar el enorme caudal de presencia política, ideológica y cultural, la capacidad de atracción del movimiento popular, para librar la  batalla por la conquista del gobierno en el terreno de las instituciones, sobrepasando sus estrechos marcos con la movilización y la lucha de masas.

 

Era absurdo que un movimiento popular que dirigía la Central Unica de Trabajadores (CUT), encabezaba un poderoso movimiento estudiantil, con importante presencia entre el campesinado y los intelectuales, que con su política renovadora había transformado las universidades, que contaba con amplia  presencia parlamentaria y con ramificaciones en todas las estructuras de la sociedad chilena renunciara a las elecciones para emprender una aventura guerrillera que habría llevado a la debacle al movimiento popular.  Así lo sostenía también Salvador Allende y muchos dirigentes y militantes socialistas que se oponían a la política de la dirección, representada por la corriente más ortodoxa del Partido, y propiciaban la creación de la UP como superación de la sola alianza socialista - comunista.

 

Muchos fueron los escollos que se debieron superar para que finalmente se constituyera, a mediados de 1969, el Comando de la Unidad Popular, integrado por el PS, el PC, el MAPU –proveniente de la DC- , el API y el PR, al que, una vez en el gobierno, se sumó la Izquierda Cristiana (IC), otra fracción de la DC.

 

Toda la visión global del Partido Comunista en ese momento estaba en estrecha relación con el carácter que asumía el proceso y con el vínculo existente entre conquistas democráticas y perspectivas socialistas.  Asimismo, el programa  de la Unidad Popular establecía el respeto a las garantías individuales de todo el pueblo, los derechos políticos de la oposición, la libertad religiosa, los derechos económicos y sociales.

 

Donde el programa del Partido Comunista expresa explícitamente un salto cualitativo respecto de la tradición teórica del marxismo, es en la configuración del socialismo como “Estado de Derecho”: “El gobierno popular y la construcción del socialismo en Chile requerirían un Estado de derecho”.

 

Ello significaba poner el problema de la conquista del poder en el ámbito de la democracia y de la hegemonía, con una notable similitud a cómo entiende Gramsci el problema del poder.  Asimismo, coincide con el axioma de Marx, planteado en el Manifiesto Comunista y frecuentemente  olvidado en medio del dogmatismo de la izquierda de aquellos años, en relación con el problema del Estado:  “El primer paso de la revolución de la clase obrera es elevar el proletariado a la posición de clase gobernante para vencer en la batalla por la democracia”

 

Esta visión estaba en contradicción abierta con la posición predominante en el Partido Socialista, donde al menos el Secretario General, Carlos Altamirano, y el grupo dirigente que lo acompañaba adoptaban una posición de extrema radicalización teórica y política con base en una lectura ortodoxa y rígida del problema del poder.  Altamirano planteaba una alternativa de ruptura total con el Estado y sus instituciones.  Su óptica era la de  considerar, a la manera clásica, el Estado como Estado de clase, y por lo tanto, el planteamiento de la revolución como un asalto al poder o a la instalación de una dictadura revolucionaria, condición indispensable para entregar la democracia al pueblo.  Ello pasaba por descartar la vía electoral, las posibilidades de transformación institucional a través de la acción parlamentaria, e incluso por el cuestionamiento del Parlamento como instancia para hacer avanzar el proceso revolucionario.

 

Con ello, esta parte del grupo dirigente del Partido Socialista no consideraba la complejidad del Estado moderno y de su dirección, y a la vez, una subestimación total del papel de la sociedad civil, de la acción transformadora de la cultura y de la ideología, y en el fondo, del desarrollo que la propia democracia había adquirido en Chile, producto de la confluencia de diversos factores, entre los que era determinante el papel transformador del propio movimiento obrero.

 

Obviamente, esta posición tuvo un peso importante en el debate y en la acción práctica del Gobierno de la Unidad Popular, ya que representaba una opción completamente diferente a la transformación por vía político institucional que encauzó la experiencia chilena, afirmando en cambio una visión rupturista  insurreccional, una concepción clasista estrecha de la alianza limitada a la posibilidad de la ampliación permanente del bloque de poder como condición para ganar y consolidar la victoria.

 

La solución coyuntural que hizo posible la formación de la UP y el apoyo a la candidatura de Allende consistió en fijar como objetivos programáticos la revolución antiimperialista, antioligárquica, agraria y democrática – posición representada por el Partido Comunista, en oposición con el objetivo socialista inmediato propuesto por la dirección del Partido Socialista -, con una fórmula de transformaciones “con vistas al socialismo”, lográndose así un compromiso que desbloqueó el problema de la alianza y de la constitución de la UP, pero que no logró resolver el problema de fondo, subyacente en todo el proceso de los mil días de Allende.

 

Sin embargo, la vía chilena al socialismo no sólo habría sido imposible llevarla a cabo y tan solo formularla teóricamente sin la presencia fundamental de Salvador Allende y del sector  y la cultura socialista que representaba.  Por lo tanto, no se trata de que el Partido Comunista se haya adscrito a la tesis de Allende ni de que éste se haya identificado con la política del Partido Comunista y no con la de su propio partido.  En verdad, la originalidad del proceso chileno reside en que es fruto de dos vertientes de reflexión con orígenes culturales y filosóficos distintos, que concordando en lo fundamental pero manteniendo legítimas diferencias de tipo conceptual, permitieron que el movimiento popular chileno construyera una dialéctica unitaria de varios decenios, generando un proyecto transformador de acuerdo con las especificidades nacionales y el carácter de sus propios actores.

 

El grupo dirigente fundacional del Partido Socialista - incluido el propio Allende - proviene del liberalismo socialista, radical, avanzado, es fruto de una cultura laica, dotada de un fuerte componente humanista que se apropió de una lectura del marxismo en un período posterior a Recabarren y que coincide con la intelectualidad marxista latinoamericana de Ponce, Ingenieros y Mariátegui.  Además, se trata en este caso de una cultura marxista no mediatizada ni  identificada con el estalinismo, lo que permitió con una gran autonomía de elaboración.

 

Hay una continuidad entre el pensamiento y la creación teórica de Eugenio González y de Salvador Allende, quien fue capaz de llevarlos más adelante gracias a su praxis política directamente vinculada al movimiento popular y obrero, a las experiencias revolucionarias internacionales que conoció directamente, al propio vínculo con su partido y con el Partido Comunista y al conocimiento que poseía de la cultura progresista de la historia de Chile, del socialismo liberal y del marxismo en su etapa de elaboración última, que fueron para él las más útiles para fundamentar su  concepción del proyecto chileno.

 

En “La Fundamentación teórica de 1947 del Partido Socialista”, Eugenio González señalaba:  “Como heredero del patrimonio cultural, el socialismo no pretende otra cosa que extender a todos los miembros de la sociedad las ventajas de la seguridad  económica y las posibilidades de libertad creadora que hoy son privativas de minorías privilegiadas.

Los fueros de la conciencia personal en lo que concierne a los sentimientos y a las ideas, así como a su expresión legítima, son tan inalienables para el socialismo como el derecho de los trabajadores a designar libremente a sus representantes en la dirección de las actividades comunes”.

 

Años después, González, en un discurso ante el senado,  expresaba: “no nos parece posible separar el socialismo de la democracia, más aún: sólo utilizando los medios de la democracia puede el socialismo alcanzar sus fines sin que ellos se vean desnaturalizados”.

 

Allende, como se ha dicho, se sitúa en una perspectiva revolucionaria más global, pero parte de esta inspiración  humanista, ética, democrática y pluralista del proyecto socialista.  Así convergen ambos, entonces, tanto en la concepción democrática de la construcción del socialismo por etapas concatenadas que sostiene el Partido Comunista, como con los rasgos específicos que asumió la política del Partido Socialista en cada fase, y que siempre representó a sectores importantes de los trabajadores, que apoyaron una determinada proyección de su política, incluso en su momento de mayor radicalización.

 

Para Allende, la Vía Chilena al Socialismo representaba una segunda vía, un nuevo modelo de socialismo, diferente al que se había construido en la Unión Soviética, en Europa oriental y en Cuba.  Captó más que intuitivamente este paso de la “maniobra a la posición” descrito por Gramsci para la revolución contemporánea, así como el valor adquiere la hegemonía popular, el consenso  y la participación de grandes masas en tanto protagonistas del proceso revolucionario.

 

En el informe al Pleno de 1977, Corvalán señalaba: “Con el compañero Allende tuvimos siempre buenas relaciones basadas en la amistad, la franqueza y el respeto mutuo.  Pero, como es comprensible y natural, no teníamos las mismas concepciones no siempre coincidimos en todo.  Disentimos, por ejemplo, de su criterio de que nuestra vía revolucionaria conformaría un segundo modelo de realización del socialismo que excluiría o haría innecesaria la dictadura del proletariado en un período de transición determinado”

 

Hoy, resulta evidente que la vía chilena se abría paso como un modelo diferente a las formas clásicas de las grandes revoluciones de Rusia y China, así como también se diferenciaba del contenido que adquirió el socialismo en Europa del Este.  Allende, con una coherencia política única respecto de la originalidad del proyecto chileno, nunca concibió la dictadura del proletariado como una forma de conducción del Estado, sino en una nueva forma de transición institucional donde el  proletariado rescataba del viejo Estado liberal todo lo que constituía su extensión democrática, dotando al nuevo Estado de un ejercicio compartido del poder por parte de diversos sectores sociales, partidos políticos, ideologías y culturas, donde lo que el proletariado ejercía era su hegemonía, basada en el apoyo mayoritario y consensual de la población.

 

Hay que decir que el concepto de dictadura del proletariado nunca constituyó un proyecto político en la elaboración del Partido Comunista.  No aparecía ni en su programa ni en sus estatutos, constituyendo más bien una formulación, un paradigma, considerado obligatorio en una visión reductiva y dogmática de Marx, como el resultado inevitable de la lucha de clases, y a la vez como una justificación del vínculo indispensable con los socialismos reales del Este europeo. Si bien Marx habla de la dictadura del proletariado como concepto que se contrapone a su idea de que el estado capitalista representa la dictadura de la burguesía en cualquiera de sus formas y lo hace en su Carta a Weidermayer en 1852 y lo enuncia en el Programa de Gotha, esta no fue una categoría de una doctrina marxista del estado que Marx nunca escribió, sino más bien su absolutización obedece a la rusificación que experimenta el marxismo con la Revolución Rusa y en particular con el estalinismo.

 

Otro aspecto clave de la diferencia entre el Partido Comunista y Allende, y en este caso con todo el PS, consiste en las relaciones internacionales.  Si el estalinismo y la práctica política de la Internacional y del partido guía de los decenios posteriores no logró condicionar la política nacional del PC y éste fue capaz de desplegar sus  originalidades, ello no ocurrió en relación con la política internacional de la Unión Soviética, aún cuando numerosos aspectos estaban en flagrante contradicción con su propuesta nacional y con una coherente defensa de la democracia y de la soberanía y autodeterminación de los pueblos.  De manera inexplicable, el Partido Comunista justificó las invasiones soviéticas a Hungría y Checoslovaquia, consagrando así una visión unilateral de los principios de convivencia  internacionales, y admitiendo con ello que quienes llegan al socialismo tienen una soberanía limitada para resolver sus propios asuntos. 

 

En particular el sofocamiento del proceso de renovación en Checoslovaquia dirigido por el Partido Comunista de ese país y elaborado por su Secretario General Alexander Dubcek, significó debilitar todo el movimiento progresista mundial.  El final del decenio de 1960 era clave:  era derrotado Estados Unidos en Vietnam; surgía el Mayo francés y se extendía la protesta juvenil en toda Europa occidental, logrando derribar gobiernos e incorporar numerosos temas y valores libertarios, hoy patrimonio de los pueblos; crecía la lucha por la paz con una clara connotación antiimperialista; se abría la experiencia de la Unidad Popular en Chile y nuevos procesos en América Latina.  Además, los tanques de Praga recrearon el clima de guerra fría y aislamiento del socialismo, claramente negativo para estos procesos, justificando el derecho de las superpotencias a intervenir militarmente en sus áreas de control e influencia.

 

Tal vez la historia se habría escrito de otra manera si este proceso mundial hubiese contado con una renovación del socialismo en sentido humanista y democrático, ya que ello  habría inspirado una nueva correlación de fuerzas en el mundo,  fortaleciendo procesos que, como el de la Unidad Popular, se verificaban en la zona de influencia de los Estados Unidos y creando mejores condiciones para su desenvolvimiento.

 

Si el gobierno de la Unidad Popular y la política de Allende y de la  izquierda chilena causó un impacto tan fuerte en el mundo se debió esencialmente a que en esta experiencia se veía la posibilidad de la construcción de un nuevo socialismo, basado en el humanismo y en la democracia, por lo tanto, totalmente diferente a la acción movilizadora de los tanques soviéticos en Praga.

 

La adscripción acrítica –sobre todo en el período de Brezhniev - a la política internacional de la Unión Soviética y el PCUS debilitó la capacidad creadora del Partido Comunista en su vínculo con el mundo, confirió una notable unilateralidad a su posición en defensa de los derechos humanos y a las libertades democráticas y lo indujo a justificar procesos injustificables.  Es cierto que en  sectores del grupo dirigente del Partido Comunista estos procesos se vivieron como traumas que se hubiese querido evitar.  El Partido Comunista manifestó su preocupación y malestar por la forma en que se produjo la destitución de Krushev.  En el caso de Checoslovaquia, señaló que no existía plena seguridad de que se hubieran agotado todas las posibilidades para que el partido y el pueblo checoslovaco pudieran conjurar el “peligro”.  Personalidades como Volodia Teitelboim hicieron observaciones críticas de fondo a determinadas violaciones de los derechos humanos y los principios del humanismo socialista; el propio Teitelboim, con mucha antelación, en un discurso ante la Federación Comunista Italiano, en 1972, señaló que el PC no se adscribía a ningún tipo de dictadura sino a la libertad y a la democracia, que son también los principios inspiradores permanentes de su proyecto socialista.

 

Allende vivió el  ideal de su proyecto nacional y el ideal del socialismo en general en el mundo con extrema coherencia.  Allende se pronunció contra la invasión a Hungría y a Checoslovaquia; a favor de Tito cuando se le atacó a él y al modelo yugoslavo; se esforzó por mantener vínculos de amistad con China y Corea, aún sin compartir la política de Mao ni la de Kim Il Sung; fue crítico de la política de la Unión Soviética en materia de libertades humanas; apoyó con energía la Revolución Cubana y las peculiaridades de ésta, aunque sin convertirla en un modelo para Chile (como ocurrió con una parte del grupo dirigente de su partido); mantuvo relaciones estrechas con los líderes de los procesos de liberación de América Latina, Asia, Africa, de los países árabes y con políticos socialdemócratas progresistas y liberales de avanzada de Europa y los Estados Unidos.  Todo ello, en años difíciles, marcados por el dogmatismo.

 

Es mérito de Allende haber dado aliento mundial a la experiencia revolucionaria de la Unidad Popular, lo cual fue también parte integrante de los avances teóricos y políticos del proyecto.

 

Otro aspecto que cruzó las relaciones entre los partidos históricos del movimiento popular chileno fue la discusión en torno al problema de la vanguardia de la clase obrera y del proceso, que ambos partidos se atribuían de manera  absoluta.  En un texto de 1956, el PC señala:  “Las condiciones que reúne el Partido Comunista indican que éste no es una organización de la clase obrera sino la forma superior de organización de la clase obrera sino la forma superior de organización de esta clase, y además, como la única organización que reúne estas cualidades no puede ser reemplazada por ninguna otra en su misión histórica de dirigir al proletariado”.  Por su parte, el PS señalaba: El Partido Socialista, de acuerdo con su doctrina, sus principios marxista leninistas y sus  objetivos políticos, es la organización revolucionaria que expresa y representa los intereses históricos de la clase obrera y las clases explotadas de Chile”.

 

Afirmaciones de este tipo incentivaron el sectarismo en las  relaciones entre ambos partidos, e impidieron comprender en plenitud el valor de la contribución que cada cual hacía, con sus  propias especificidades, a la construcción de un proceso que era pluralista porque estaba dotado de una dirección pluralista.

 

 

En Chile, en buena parte de la historia del siglo XX , para la clase obrera y el pueblo había una manera socialista y una manera comunista de ser de izquierda. No han existido revolucionarios de primera y segunda clase. La verdad no ha sido privilegio absoluto de ninguno de los partidos, sino que ambos hicieron una contribución - seguramente imprescindible - tanto al desarrollo del proceso de la Unidad Popular como a la historia del movimiento popular chileno en general.

 

En medio de este largo debate estuvo presente la difícil creación de la Unidad Popular y el ejercicio del gobierno popular. Como se ha visto, trascendía los marcos en que la historia y el propio desarrollo teórico de los partidos populares se ponían en ese momento.

 

Aunque se impuso la línea de la Unidad Popular, nunca se superaron las divergencias de fondo al respecto del carácter y del ritmo del proceso, lo cual tuvo una gran influencia en la carencia de una dirección única, coherente, del gobierno popular, contribuyendo a su debilitamiento.

 

Ante la derrota del 1973, muchas veces ha surgido la pregunta de si no era posible la unidad con Tomic, dadas las similitudes de ambos programas. En realidad, en 1964, el FRAP propuso a la Democracia Cristiana un acuerdo que fue rechazado por Frei, seguro como estaba de qué recibiría el apoyo de la derecha.

 

En 1970, las condiciones se habían modificado. La hegemonía del movimiento popular la detentaba la UP; la DC venía saliendo de un fracaso, habiéndose comprometido incluso con una política regresiva para frenar las exigencias populares y de amplios sectores que ellos mismos habían contribuido a poner en movimiento. Por todo ello, no existía la posibilidad de alianza, de unión del pueblo (DC+UP) en torno a Tomic, como él mismo y los sectores de izquierda de la DC lo proponían.

PECULIARIDADES Y LIMITES
DE LA “VIA CHILENA AL SOCIALISMO”

 La constitución del gobierno de la Unidad Popular representa la primera experiencia exitosa de la utilización del concepto gramsciano de la “guerra de posición”. Se produjo en un país donde, al menos un sector fundamental de la izquierda- el PC y un importante sector socialista-, nunca se propusieron la utilización de la guerra de maniobra, del asalto frontal al poder sino que, dadas las particularidades que alcanzó el sistema político chileno, las características del ejercicio de la hegemonía por parte de las diversas fracciones dominantes, la compleja y articulada sociedad civil, y sobre todo las propias características del movimiento obrero y popular chileno, se eligió el camino de la gradual acumulación de fuerzas  y la lucha por la ampliación de la democracia y los derechos del pueblo.

A lo anterior se agrega la articulación independiente de la clase obrera y sus aliados más inmediatos en el plano de la objetividad social, del desarrollo de la cultura y la ideología, de los valores populares ligados a la concepción y a la práctica del cercenamiento de la hegemonía y de la sociedad civil dominante, de la construcción de una sociedad civil alternativa en una estrategia de fases ininterrumpidas tendientes a sobrepasar las contradicciones presentes en la estructura y la constitución de un bloque político pluripartidista para un modelo de socialismo pluralista.

En la utilización de la “guerra de posición” gramsciana se encuentra la principal peculiaridad de la experiencia chilena. Por cierto, esta guerra de posición no podía formularse como una revolución de ideológico moral- aun cuando en sus contenidos ello estaba implícito- sino que debía plantearse ligada a las urgentes transformaciones económicas que modificarían la fisonomía de la estructura de la sociedad y crearían los mecanismos de consenso que permitieran la ruptura a nivel de Estado; es decir, el agotamiento de un bloque histórico, la crisis orgánica presente en la sociedad chilena en los años sesenta, el surgimiento de un bloque de poder a través de saltos acumulativos en el plano de la correlación de fuerzas derivadas del debilitamiento de los sectores más conservadores, debilitados en sus mecanismos de control económico del sistema y a quienes se buscaba desplazar del poder desde el interior de una de las esferas de este poder.

Si el proceso de la Via Chilena al Socialismo se abrió paso en esa forma se debió, en primer lugar, al peso que la clase obrera había adquirido en el conjunto de la sociedad, producto de haber sabido interpretar (más allá del 36 por ciento inicial obtenido en Septiembre de 1970) a amplias capas que veían en su política la solución a sus problemas. Y ello, debido a que, por primera vez, fue hegemónica dentro de la alianza, y de alguna manera sus valores y propuestas políticas fueron capaces de superar la sociedad de castas y construir un momento de hegemonía aun antes de la toma del poder. De este factor derivan otros elementos que demuestran la originalidad del proceso chileno.

La sociedad civil y los niveles de expectativas de cambio habían traspasado diversas fronteras de clases y grupos sociales y se han extendido horizontalmente. Las propuestas y la lucha del movimiento obrero, la política de distinguir entre lo progresista y lo conservador dentro del gobierno de Frei, el rescatar en las reformas lo que favoreciera al pueblo, la búsqueda de la lucha común con la Democracia Cristiana, habían hecho imposible la repetición de lo ocurrido en 1964. La oligarquía y los monopolios temían la base popular y el progresismo Demócrata Cristiano y sabían que una experiencia como la de Tomic habría encontrado mayores puntos de encuentro con la izquierda. La reforma agraria, la sindicalización campesina, la promoción popular y el empuje de la izquierda en estas luchas concretas, había radicalizado a los campesinos, al subproletariado y a sectores intelectuales DC, mucho más proclives a un entendimiento con Allende que con Alessandri.

Es decir, la tripolaridad fue fruto de un movimiento generalizado de hegemonía hacia la izquierda, haciendo imposible que la derecha apoyara al sector derechista de la Democracia Cristiana, y aún más imposible el apoyo de la Democracia Cristiana a la derecha tradicional, puesto que ello significaba el quiebre del partido.

La razón de la tripolaridad y de la victoria de la Unidad Popular debe buscarse en el traspaso de la hegemonía al movimiento popular. Allí está el principal papel: en los sectores medios e intelectuales y en el ámbito de esta estrategia específica, la legitimidad democrática del Partido Comunista, del Partido Socialista, de la izquierda en general y del movimiento popular organizado. Ante el conservadurismo extremo de las capas dominantes tradicionales y el transformismo de las expresiones modernizantes intermedias, se convirtieron en uno de los principales garantes de las institucionalidad democrática.

En la lucha contra la interrupción de la institucionalidad representativa provocada por Ibáñez en 1931; en la lucha del Partido Comunista y de amplios sectores democráticos contra la “Ley Maldita” del gobierno de González Videla, donde se conformó un bloque de saneamiento democrático que obligaba a las fuerzas de la burguesía a repactar el Estado de concurrencia; ante el intento golpista contra Frei, donde el Partido Comunista y la Central Única de Trabajadores fueron la voz dominante de la defensa de masas de la institucionalidad democrática; en la reacción ante el asesinato del general Schneider para impedir la asunción de Allende, en todas estas instancias históricas la izquierda, el movimiento organizado de masas, han protegido la democracia de todo intento autoritario por debilitarla, conscientes de que un Estado de este tipo era el mejor terreno para la lucha por el socialismo.

El apoyo de la derecha de 1964 a la Democracia Cristiana ya no era posible en 1970, porque se habría situado explícitamente contra la democracia, habría constituido un intento espurio y sedicioso por impedir la victoria de un proyecto de transformaciones que anhelaba la mayoría del país ya fuera partidario de Allende o de Tomic.

El fraccionamiento de la gran burguesía con el multiclasismo de la Democracia Cristina fue, pues una verdadera “crisis en las alturas” que el movimiento popular contribuyo a generalizar y que utilizó para llegar al gobierno. Estos factores permitieron también, durante la fase de la victoria e instauración del gobierno de la Unidad Popular, que las Fuerzas Armadas se mantuvieran neutrales y no intervinieran, pese a las presiones y provocaciones de que fueron objeto.

De las características descritas del sistema político chileno, de la acumulación de fuerzas y de la presencia en la sociedad civil del movimiento obrero y popular depende también otro factor peculiar del proceso chileno.

El presidente Allende reivindicaba su decisión de construir la nueva sociedad por una vía institucional, señalando: “No está en la destrucción, en el quiebre violento del aparato estatal el camino que la revolución chilena tiene por delante. El camino que el pueblo chileno ha abierto, el mismo a lo largo de varias generaciones de lucha, le llevan en estos momentos a aprovechar las condiciones creadas por nuestra historia para reemplazar el régimen institucional vigente, de base capitalista, por otro distinto que se adecue a la nueva realidad social de Chile. Se trataba de transformar el aparato burocrático, el aparato del Estado como totalidad, la propia Carta Fundamental, en su sentido de clases y también en sus manifestaciones institucionales individualmente consideradas”.

Allende comprendía, seguramente con mayor claridad que otros, que la transformación del aparato estatal y del orden jurídico vigente requería una nueva correlación de fuerzas que sólo podía lograrse si el proceso era capaz de vincular el patrimonio cultural e histórico común a todos los demócratas chilenos con los nuevos valores políticos y morales que el desarrollo del proceso mismo generaría, así como con las modificaciones sociales derivadas de las transformaciones económicas.

Para ello, era necesario articular los nuevos poderes que se disponía, para lograr que el pueblo tomara organizadamente en sus manos algunas de las funciones hasta ese momento centralizadas en el Estado, desburocratizando, extendiendo y realizando, a la vez, un nuevo vínculo entre la sociedad política y la sociedad civil. La democracia directa en las condiciones de Chile, tan diferente a las de Rusia en 1917 y a las de Gramsci en el período del Ordine Nuovo, pasaba por el filtro de la institucionalidad vigente, para infundirle un nuevo carácter y un nuevo contenido, no sólo para influir desde arriba sobre las masas, sino sobre todo para realizar una reforma entre continuidad y ruptura.

Esto es un hecho de gran significación política y teórica, ya que por primera vez un movimiento de cambios profundos reunía en sí mismo, por una parte, la legitimidad  derivada sobre todo en este caso del consenso ante su proyecto de transformación y de su peso histórico no dejando espacio para otro proyecto revolucionario (lo que no ha ocurrido así siempre), y por otra parte, la legitimidad institucional conferida en virtud de las condiciones particulares de su acceso al gobierno pero también de la historia del movimiento obrero y de su papel en la transformación y defensa de los valores democráticos.

Este es un punto de fuerza en la victoria y en el mantenimiento de la experiencia política de la UP, pero al mismo tiempo es una dificultad para lograr un cambio de vía desde el gobierno, ya que ello habría deslegitimizado institucionalmente todo el proyecto. De allí que en estas condiciones específicas el gobierno popular debía, obligatoriamente, equilibrar su legitimidad institucional con su legitimidad revolucionaria, ya que si la primera permitía utilizar la nueva posición adquirida por los revolucionarios para producir las transformaciones de estructura, con todos los efectos que ellas debían generar en el plano político y social, sólo la segunda podía permitir la irreversibilidad del proceso, y por lo tanto, el cumplimiento de la UP y el nacimiento, a nivel del Estado, de una nueva legitimidad institucional que ahora correspondería y se fusionaría con la legitimidad transformadora.

Se trataba de utilizar al máximo el marco jurídico institucional para realizas las reformas propuestas, junto con un activo protagonismo del pueblo. En esta óptica señalaba Jorge Insunza las contradicciones del proceso: “ Es preciso descartar la concepción que supone o parece suponer que la contradicción principal en Chile se da el movimiento popular revolucionario y la estructura  jurídico política con la que hoy trabaja, y apreciar que la contradicción es entre el pueblo de Chile, por una parte, y el imperialismo y las oligarquías monopolistas y terratenientes por la otra.  Contradicción que se desarrolla en el nivel político parcialmente, en el seno de una estructura jurídico política preexistente al ascenso al gobierno del movimiento político, y no pocas veces, contra las trabas que impone esa estructura jurídico política…Hoy día la legalidad, si bien tiene doble carácter juega en Chile principalmente a favor del movimiento popular dado que, como hemos dicho, el sector del poder estatal que hemos conquistado es el que tiene mayores atribuciones.  Usando bien y audazmente ese poder es posible modificar radicalmente la sociedad chilena, a condición de hacer pesar sobre las estructuras estatales donde influyen todavía fuerzas reaccionarias y conservadoras la fuerza del pueblo movilizado” (22)

Esta visión tiene que ver con el carácter de la revolución que emprendió la Unidad Popular que era antiimperialista, antimonopólico y agrario, con la perspectiva de construir las bases materiales y políticas para avanzar hacia el socialismo.  Es decir, el programa no se proponía la inmediata instauración del socialismo, que por lo demás no se podía, como ninguna realización social verdadera, imponer por decreto, al margen de las condiciones objetivas y subjetivas que se presentan en la sociedad, sino a través del desenvolvimiento de las fases que revelaban las contradicciones principales de la sociedad chilena, y cuyo cumplimiento era desde un punto de vista económico, político y social, la condición para una transformación del conjunto del bloque histórico.

Debe tenerse presente que la tripolaridad generada en la sociedad chilena desde fines de los años sesenta permitió a la UP asumir el gobierno con algo más del 36 por ciento, en circunstancias que la DC llegó al 31 por ciento en su último período, y muchas veces se había gobernado con sólo el 30 por ciento.  La diferencia reside en que en ningún gobierno en la historia del país se había planteado una revolución que se proponía abiertamente modificar las estructuras políticas y económicas del país, por lo que para garantizar el éxito del proceso, era obligatorio que toda la política de transformaciones de la Unidad Popular se orientase hacia la articulación de un nuevo y más vasto consenso social.  De allí entonces que la solución de cada fase se considerará un momento agregativo en el plano social, de modificación de la correlación de fuerzas a favor del proceso en su conjunto.

Además, era claro que dentro de la votación de Tomic había grandes sectores populares que apoyaban su programa y por tanto se identificaban con un proceso de cambios, siendo potenciales aliados de la Unidad Popular, en la medida en que esta fuera capaz de mantener abierto un canal con estos sectores democratacristianos.  El apoyo de otros sectores no estaba vinculado a la expectativa transformadora sino al principio del respeto a la voluntad soberana del pueblo para elegir el gobierno que estimara conveniente.  Se trataba en este último caso de un voto democrático pero no renovador.  Un sector apoyó a la Unidad Popular en el Congreso por no existir para ellos otra alternativa.  No hacerlo, habría significado asumir la responsabilidad de una guerra civil, ya que el pueblo de la UP no habría aceptado pasivamente que el Congreso modificara el  resultado de las urnas.

Como señala Volodia Teitelboim, “la victoria de 1970 fue mucho más que una victoria electoral, pero a la vez mucho menos que la conquista del poder real” .  Lo que se conquistó fue una parte del poder político, el Poder Ejecutivo, que en un país con sistema presidencial es una cuota importante de poder pero no es todo el poder, ya que el resto de los poderes del Estado y los grandes medios de comunicación estuvieron en manos de los antiguos sectores dominantes, que seguían así manteniendo  bajo su control una parte de la sociedad política y una influencia ideológica y jurídica notable en la sociedad civil. 

De allí que las tareas transformadoras en las fases establecidas por el programa de la Unidad Popular correspondieran precisamente a la tarea de debilitar, en el plano económico, a los  grupos monopólicos, latifundistas y a la propia presencia del imperialismo, fortaleciendo a la vez la presencia de la nueva alianza de clases subalternas y auxiliares que representaba el Gobierno de Allende.  Un paulatino cambio de la correlación de fuerzas permitía, en el esquema de la Unidad Popular, enfrentar desde dentro la  reestructuración del Estado y modificar la organización jurídica de la sociedad capitalista chilena.

Por ello, la Unidad Popular se propuso en el primer período: a) la eliminación del control de los capitales extranjeros sobre los recursos básicos y estratégicos de la economía nacional; b) la estatización de los medios de producción más significativos y estratégicos en la producción nacional; c) el aumento de la participación de las masas populares en la apropiación del ingreso nacional y la  generación de mejores condiciones de asistencia social a los sectores más desamparados del sistema.

Explícitamente, se trataba de un programa democrático y popular en el corto plazo y socialista, en el sentido que las transformaciones apuntaban no a mantener el sistema capitalista con  un mayor peso del Estado y una ampliación de la democracia, sino, a través de ello, a la modificación del sistema.

En esta fase, pues, la contradicción principal del proceso no se expresaba entre burguesía y proletariado en general, sino entre mayoría del pueblo y la fracción monopólica  e imperialista de la burguesía. 

Salvador Allende fijaba el contenido y las tareas del proceso con estas palabras: “En términos más directos, nuestra tarea es definir y poner en práctica como la vía chilena hacia el socialismo un modelo nuevo de Estado, de economía y de sociedad, centrados en el hombre, en sus necesidades y aspiraciones…No existen experiencias anteriores que podamos usar como modelo, tenemos que desarrollar la teoría y la práctica de nuevas formas  de organización social, política y económica, tanto para la ruptura con el subdesarrollo como para la creación socialista”

Lo cierto es que la conquista e instalación del gobierno popular representaba ya una primera ruptura con el sistema  capitalista, toda vez que el ejercicio del poder Ejecutivo se proponía claramente la desarticulación del sistema y la construcción de uno nuevo: pero a la vez este hecho de ruptura producía un fenómeno que no siempre la Unidad Popular percibió con claridad: el traslado de la contradicción de la esfera de la economía directamente a la superestructura, a nivel del Estado y de la ideología.  Eso significa que, incluso afectando considerablemente los intereses de los grupos económicos dominantes, ello no repercutía con la  misma velocidad en el Estado, por un lado, porque la Unidad Popular sólo poseía el ejercicio de una parte de él, y por otro, porque la clase política burguesa y los intelectuales tradicionales encargados de la gestión de la cosa pública poseían márgenes significativos de independencia y autonomía y continuaban controlando enormes cuotas de poder en sentido regresivo, en sentido de sociedad política, para debilitar la presencia del bloque popular en el gobierno y frenar su acción transformadora.

Por esta misma razón, los factores sociales agregativos que se produjeron al obtener la UP el 50 por ciento en las elecciones municipales de 1971, consolidando su presencia con el 44 por ciento en las parlamentarias de 1973, no adquirieron la velocidad que el proyecto transformador requería, y sobre todo no se pusieron a nivel del Estado porque éste estaba aún copado con las  fracciones burocráticas  de la burguesía. 

La dimensión del proceso y su peculiaridad requerían no sólo una mayoría electoral sino una mayoría política, como señala Teitelboim, al decir: “Más que  una idea aritmética o una noción mecánica, debe responder a un bloque social  representativo de la mayor parte de la población.  Pero además debe tener otra característica:  debe ser una mayoría activa vinculada no sólo a la acción continua, propia de un  movimiento de desarrollo permanente, sino también animada por el concepto de necesidad de  defender dicho proceso”.

Esta mayoría política no podía constituirse sólo en el vínculo directo con las transformaciones económicas, sino que debía constituirse a nivel de la  superestructura, es decir, en medio de  la nueva dialéctica que se generaba entre la sociedad civil y la  sociedad política.

La peculiaridad dominante del proceso chileno a nivel estatal estaba determinada por la dualidad de poderes.  No se trataba de  la dualidad de poderes de octubre de 1917 en Rusia, aun cuando algunos lo pensaban así.  Se trataba de una dualidad que por primera vez en la historia de las revoluciones no era exterior sino interior del Estado.  Es decir, por una parte, la Unidad Popular y las clases por ella representadas poseían el poder Ejecutivo, el gobierno del país, y por otra, la burguesía controlaba el resto del poder estatal, incluida una parte de la esfera coercitiva de la sociedad política.  Ambos elementos de la dualidad eran legítimos desde el punto de vista de la generación institucional, pero uno representaba lo nuevo, la expresión emanada de la nueva soberanía popular, y el  otro lo viejo, lo que resistía a los cambios.  Ninguno de ellos era pasivo.  Ambos buscaban articular la sociedad en la disputa por la dirección hegemónica o por el ejercicio del dominio.

Si la secuencia clásica de la revolución ha sido la conquista del poder y la búsqueda de apoyo y consenso de las masas al proyecto revolucionario aplicado globalmente, en Chile, la peculiaridad del sistema en el que se desenvolvía el proceso había invertido la secuencia de tal manera que en el ejercicio de gobierno y de las transformaciones que con este aparato se podían realizar en la estructura social se buscaba, como se ha visto, generar un consenso y la acumulación de nuevas fuerzas para legitimar y hacer posible el acceso al poder y emprender el conjunto de las  transformaciones necesarias.

Por ello, entonces, la Unidad Popular debía crear un tercer poder que  combinara la batalla desde dentro del Estado y desde fuera de él, a través de la lucha y movilización permanente del movimiento de masas que  adquiría en esta fase una connotación creativa y constructiva y no sólo de agitación: la construcción de la dirección obrera y campesina en la producción, la participación poblacional y de otras capas en la distribución; en definitiva, la  construcción de la participación popular en las esferas de la economía y en la parte de la superestructura y del Estado ya reformados. 

Debía construir un poder popular alternativo que en este caso no podía ser el “anti Estado” clásico de las revoluciones, es decir, que no podía estar al margen y contra toda la institucionalidad, ya que su existencia y legitimidad derivaban de la parte que la soberanía popular había entregado a la conducción de las fuerzas populares, y se requería que este poder popular de base se situara a nivel estatal y contribuyera así a resolver el conflicto planteado al interior del propio Estado, en pro de su total transformación en Estado democrático popular.

El paso del conflicto principal en lo económico al terreno de la superestructura –en la fase en que el gobierno popular ya había construido el área social y había nacionalizado las principales riquezas básicas- se expresa en la necesidad de pasar de la socialización de la economía a la socialización de la política a nivel del Estado.  Para ello, era necesario elaborar una verdadera teoría de la transformación de la superestructura y del Estado en las condiciones específicas del país. 

Se requería crear una correlación de fuerzas específica para la transformación del Estado, que partiera de  supuestos culturales e  ideológicos diferentes de aquellos que inspiraban las transformaciones en la economía ya que éstos eran muy fáciles de detectar, sobre todo en los sectores populares, debido al resultado directo que producían en las condiciones de vida de la población, y que efectivamente pudieran ampliar  el bloque de poder en un ámbito distinto - intelectuales, capas medias del aparato público, Fuerzas Armadas, - esto es, a nivel de la superestructura y a través de las características de sus funciones o del vínculo que habían tenido con la dirección del Estado, tratándose de grupos para los cuales no era suficiente ni primordial el vínculo transformador de la economía. 

Desde el inicio, se requería impregnar a la sociedad civil de una concepción teórica de la transformación de la sociedad política como condición para construir la mayoría política y el acuerdo político necesario en una sociedad estratificada como la chilena.  Se trataba de elaborar una política específica en torno a la transformación del Estado y la dimensión ideológica que ello comportaba en dos actores claves: las capas medias y las Fuerzas Armadas.  Ambas ajenas a la tradición, a la cultura e incluso al proyecto histórico de la izquierda, que había profundizado su visión sobre la correlación de fuerzas en el movimiento popular ligado a la economía, pero que carecía de un proyecto de la transición en la superestructura, que permitiera incorporar con propiedad estos dos factores claves que requerían un análisis y un reconocimiento específico que la izquierda chilena no poseía. 

El otro factor clave, también eminentemente político, era el de la neutralización nacional e internacional de la acción desestabilizadora y agresiva de los Estados  Unidos que requería una política específica para contener su reacción. Ello implicaba un trabajo internacional especialmente con la socialdemocracia que el gobierno de la Unidad Popular nunca realizó y más bien orientó su quehacer hacia el movimiento de los no alineados.

Uno de los sectores a los cuales era necesario involucrar en el proyecto global de transformaciones era el de las capas medias, piedra de toque que podía no sólo reducir la base de masas de una eventual sedición golpista sino también volcar a favor del pueblo, de manera definitiva e irreversible la transformación de la sociedad chilena.

Debe tenerse presente que dentro de la estructura social existente en 1970, las capas medias representaban el 47 por ciento de la población activa del país, pero su reproducción cultural era muchísimo mayor tanto por su ubicación en las funciones del Estado como por la influencia que en el “sentido común” de la población ha tenido el hecho de ser parte integrante de las “clases medias” en tanto aspiración a un papel y status social por parte de los sectores subalternos. 

El extendido desplazamiento que se produce en el capitalismo desarrollado de grandes masas obreras directamente ligadas a la producción, a la esfera del sector terciario de la economía o a la de la producción altamente tecnologizada, ya en la primera generación significa cambios psicológicos y comportamentales, incluyendo una nueva subjetividad, muy profunda, que naturalmente se amplían en la segunda y tercera generación. El papel de atracción de las capas medias entre los sectores populares amplifica la simple representación, de por si elevada, en la estructura social y crea un complejo sistema de intereses diversos que no se pueden reducir a la polarización entre las clases fundamentales o solo al plano de las contradicciones económicas.

Este era un camino que debía recorrerse, sobre todo si se tiene en cuenta que pese a la incorporación del PR, del MAPU y del API, expresiones políticas de las capas medias, la contribución cuantitativa al resultado electoral de 1970 es reducido al considerar que la votación socialista comunista obtuvo con Allende el 38 por ciento en las elecciones de 1964 y fue superior al 30 por ciento entre 1965 y 1969. Ello indica que hay capas medias que históricamente han votado por los partidos de izquierda clásicos, en un electorado que es eminentemente obrero, campesino y perteneciente a otros sectores populares. La DC era, sin duda el gran partido de las capas medias, papel que arrebató sobre todo al partido radical. En el lapso de diez años la DC invirtió la proporción de su votación en relación con el PR: del 18 por ciento que poseía en 1957 contra el 24 por ciento del PR llegó en 1969 al 35.1 por ciento, frente al 13.4 por ciento del PR. Esta situación se agudizó en los años posteriores ya que aun disminuyendo su votación logro triplicar la del PR.

Es decir, la presencia de las capas medias era una aspiración de la UP y no una realidad en la constitución de su bloque a ello se agrega el hecho de que en el curso del proceso se produjo una radicalización de los partidos que tradicionalmente representaban, en el bloque popular a las capas medias. La rigidez de la dirección del PS de la época no permitían a ese partido aumentar su influencia en los sectores medios pese a que su origen estaba fuertemente radiado en estos sectores sociales.

El quiebre del Partido Radical, la división del MAPU y la transformación de ambos sectores en pequeños partidos marxistas dejaron el campo libre al predominio de la Democracia Cristiana, tanto en relación con la ubicación social de las capas medias como en el ámbito ideológico cultural, ya que las masas cristianas no identificadas con un proyecto histórico carecieron de representatividad autónoma al interior de la Unidad Popular - donde, además, la Izquierda Cristiana y los Cristianos por el Socialismo habían radicalizado sus posiciones -, y paulatinamente se fueron incorporando al proyecto opositor democratacristiano.

Todos los partidos de la Unidad Popular buscaron crecer hacia la izquierda y en no pocos casos aquellas fuerzas políticas que podían mantener el dialogo con los sectores intermedios, defender sus intereses y aspiraciones específicos de ubicación dentro del Estado, desdibujaron sus perfiles, desnaturalizaron su lenguaje y se homologaron a una visión proletarizada que impidió romper el cerco social que la derecha fueron construyendo para reducir el efecto multiclasista de la política de la Unidad Popular.

Ello limitó la capacidad interpretativa de los partidos políticos intermedios de la Unidad Popular, generando una ausencia de elaboración y efectos psicológicos que las transformaciones producían entre quienes se pretendía atraer para ampliar la base social del gobierno y el cumplimiento al programa.

La política de la Unidad Popular frente a las capas medias fue parcialmente correcta si se aborda en el terreno de las garantías económicas que el gobierno generó, sobre todo a favor de los pequeños productores y de los beneficios obtenidos por los funcionarios menores del Estado. El profesorado y el sector servicios. Es decir, el programa favorecía ampliamente, en términos objetivos, a los sectores medios de la población afectada también por la presencia de los grupos monopólicos y de la banca privada. Sin embargo, ello no era suficiente para incorporar a las capas medias- con las características y la dimensión que este grupo social adquiría en Chile- a un proceso de transformación radical de la sociedad chilena.

Por cierto, en ello influyeron los excesos de las posturas ultraizquierdistas dentro y fuera de la Unidad Popular que, sobrepasando el programa de Allende y las fases allí acordadas, en la práctica, plantearon una política de enfrentamiento frontal con la burguesía, con los productores, con los propietarios, incluso con los pequeños propietarios agrícolas, lo que contribuyó a que estos sectores cerraran filas con los grupos verdaderamente dominantes y terminaran aislando socialmente las reformas del Presidente Allende y a su propio gobierno.

Era importante definir en términos exactos el alcance de los cambios económicos y de la propiedad asegurando a todos el respeto del programa. Cualquier violación que se produjera ponía en movimiento fenómenos profundamente negativos que repercutían en todos los estratos sociales- y en particular en la pequeña y mediana burguesía- debilitando el proceso al restarle credibilidad a la política gubernamental.

Gramsci era especialmente crítico en relación con la fraseología revolucionaria y el extremismo político, particularmente en el delicado proceso de la transición. Al respecto, señalaba: “Quien basa la propia acción en la mera fraseología ampulosa, en el frenesí de las palabras, en el entusiasmo romántico, es sólo un demagogo, no es un revolucionario. Para la revolución se necesitan hombres con mente sobria hombres que no permitan que falte el pan en las panaderías que se muevan los trenes, que garanticen el abastecimiento de materias primas a las industrias, y que aseguren la libertad e integridad personal ante las agresiones de los delincuentes, que hagan funcionar el complejo de los servicios sociales y no lleven a la desesperación a sectores del pueblo. El entusiasmo verbal y la fraseología desenfrenada hacen reír (o llorar), cuando sólo uno de estos problemas debe ser resuelto, aunque sea en una pequeña aldea de cien habitantes”

Para Gramsci pues era necesario asegurar la gobernabilidad efectiva del país hacer funcionar el Estado y sus servicios, consolidar cada paso del proceso, como condición para asegurar y extender el consenso. La escasa atención a estos problemas clave y la visión rupturista anarquizante, que caracterizó la acción de algunos sectores de la Unidad Popular, disminuía tanto la autoridad política del gobierno como la posibilidad de atraer nuevas fuerzas área el desarrollo de su programa. A estos fenómenos son particularmente sensibles los sectores medios que buscan la estabilidad y la seguridad.

Pero más allá de este conflicto, que de coyuntural se convirtió paulatinamente en orgánico, con las consecuencias que de ello derivan, e impidió a la Unidad Popular llevar adelante su original proyecto de incorporación de las capas medias a través de una reformulación de sus intereses en el cuadro de una economía de transición, la Unidad Popular tuvo un gran vacío de elaboración ideológica y cultural en relación con las capas medias y la excesiva ideologización, la radicalidad del proyecto y los efectos izquierdizantes aislaron al Gobierno.

En primer lugar, no era posible hablar en general de sectores medios dada la enorme diversidad existente entre ellos, lo que significa intereses distintos e incluso a veces contrapuestos. Habian en aquel momento sectores medios, como por ejemplo el amplio sector profesional, que resultaban favorecidos con la estructura monopólica de la economía chilena, en la medida en que percibían una parte de los excedentes económicos. Otros sectores resultaban fatalmente estrangulados por los intereses y por la presencia monopólica.

Ni siquiera desde el punto de vista económico los sectores medios pueden considerarse un sector homogéneo. Sin embargo, hay un elemento que supera sus intereses específicos y que no corresponde a lo económico sino a la ideológico, lo cultural y lo político, por lo que es un problema de tipo superestructural: la seguridad y estabilidad, la movilidad social, el orden, el papel, que el nuevo poder le asegura en la sociedad.

Es evidente que la relación entre la clase obrera y los sectores medios no se organiza solo en virtud de los intereses económicos, cuyas repercusiones pueden además retardarse y ser menos inmediatas que los efectos redistributivos que se producen en los sectores más desposeídos o en aquellos ligados directamente a la producción. Es necesario operar al mismo tiempo en el plano ideológico, del sentido común de los sectores medios, y garantizar sus funciones sociales tradicionales.

Para Gramsci el problema de las alianzas se ubicaba siempre a nivel de la superestructura era necesario reaccionar, en primer lugar, en relación con estos mecanismos superestructurales para lograr consensos en estos sectores. Pero ello no era suficiente. Debía tenerse presente que las capas medias- y en primer lugar los sectores profesionales- representaban la “elite política dirigente”, y que en diversas ubicaciones los sectores medios tenían una participación, generalmente en el contexto de un proyecto de clientelismo político, en los problemas del Estado. Por lo tanto, su situación era distinta a la de las clases subalternas que accedían al ejercicio de los mecanismos del Estado solo a partir del gobierno de la Unidad Popular. Por ello, el proyecto de Estado democrático popular debía formular un lugar ideológico específico, un papel que fuera perceptible y aceptable para las capas medias. No se trataba simplemente de “atraer” a estos sectores sino de pactar con ellos un papel en el nuevo Estado, lo que comportaba por cierto esferas de poder que podían definirse solo si la Unidad Popular hubiese elaborado una concepción más global de la transformación de la superestructura y del vinculo con las clases, que traspasara el elemento economicista predominante en el análisis del problema de clases de la sociedad chilena.

Es decir, la alianza con las capas medias se debía plantear a nivel del bloque histórico para impulsar la nueva dinámica democrática en la perspectiva de un proyecto global de la producción y del Estado, donde las capas medias mantuvieran o adquirieran papeles directivos específicos. Se trataba de un proceso agregativo, entendido como alianza estratégica donde se producía una síntesis entre reformas económicas, políticas y culturales, respetando las identidades propias de cada sector.

En cambio, tanto en la percepción del Partido Comunista como en la del Partido Socialista y de la izquierda históricamente más cercana a las capas medias, se actuó  con un criterio más economicista que político,  sin entender –sobre todo entre quienes sustentaban posiciones más radicalizadas, con una cierta subestimación del papel de los sectores medios- que para incorporarlas al proceso era necesario articular dialécticamente los procesos de reformas, algunas de las cuales ya se habían puesto en marcha en el Gobierno de Frei, con un proceso de transformaciones más profundas que el programa contemplaba. 

El proceso dialéctico –reforma-revolución-continuidad es elemento clave para la ampliación del bloque por los cambios.  El criterio economicista impidió considerar más a fondo la identidad  histórica, compleja y contradictoria, de las capas medias, y visualizar una  presencia en la propia hegemonía del movimiento, aceptando de que este actuara con menos velocidad, dado que la maduración de las capas medias  y su adscripción a un proyecto es más lenta que la de otros sectores sociales.

En otras palabras, no es posible agregar fuerzas a un proyecto de nuevo Estado democrático si éste no aparece explícitamente formulado y si no hay una lucha ideológica que lo legitime en la sociedad civil  y en la conciencia colectiva del país, ganándose así el sentido común de la gente.  En el paso del proyecto económico al problema ideológico se presentó una falta de elaboración teórica en un momento en que el “pragmatismo iluminado” ya no bastaba para generar la recomposición del bloque de poder de la UP a nivel del Estado.

Como lo señalara bien el profesor Sergio Vuskovic, “el problema del acceso al poder ha sido vital, pero no es menor el se su consolidación.  Y quienes bregamos en estos instantes por la vía más compleja, más llena de astucia histórica, la línea de conquistar el poder a través de la lucha  de masas, aún no nos preocupamos lo  suficiente por dar a conocer las condiciones y bases de la sociedad futura, tal como se encuentran determinadas en el programa básico de la Unidad Popular”

Se requería haber pensado más en el proyecto de transición tras el acceso al gobierno, para prever las dificultades, los caminos para resolverlas, y para asegurar a cada sector social, a cada fuerza política que se pretendiera agregar al bloque de la transición, un espacio y un papel propio para la cultura y los intereses que estos representaban.

A esto hay que agregar la oposición que encontró dentro de la Unidad Popular la política del Presidente Allende y del sector socialista que lo acompañaba en el gobierno, del Partido Comunista y de otros sectores, en orden a buscar acuerdos con la Democracia Cristiana, en su calidad de principal expresión política de las capas medias, y el espacio que tuvieron  consignas tales como “golpear a todos los patrones”, “la DC es fascismo”.  Es indudable que desde el seno mismo del gobierno se alimentaba la fuerte oposición de la derecha de la Demócrata Cristiana a cualquier entendimiento con la Unidad Popular, restándose fuerzas que en sectores de la Democracia Cristiana y del mundo católico eran favorables al diálogo político, contribuyéndose de este modo a aislar el movimiento popular, provocando un diseño completamente opuesto al que se requería para avanzar en la transformación del Estado.

Desde el punto de vista político, una de las condiciones claves del proceso era precisamente mantener abierto el interclasismo de la Democracia Cristiana para impedir que las posiciones conservadoras, y más tarde colaboracionistas con el golpe de Estado, anularan la dialéctica interna y con ello la posibilidad real de que se diera a la crisis una salida política y democrática. 

Precisamente del  mantenimiento de la tripolaridad, que había permitido la victoria de la Unidad Popular, dependía también el mantenimiento y la consolidación del gobierno.  Ello habría permitido, en el plano social, neutralizar a una parte de los sectores medios- lo que subvaloraba entre la mayoría de la Unidad Popular- e impedir la formación de dos bloque antagónicos, cuya polarización perjudicaba la estabilidad  del gobierno e impedía la movilidad social que éste requería para lograr al menos acuerdos parciales con estos sectores.

En la ambigüedad , en la falta de coherencia de sectores determinantes de la Unidad Popular con el carácter del proyecto que se impulsaba,  en la falta de conducción unitaria, en los vacíos teóricos para la configuración de una transición y de un Estado distinto al de los socialismo reales que reflejara en el mediano plazo la Via Chilena al Socialismo. Solo Salvador Allende y sus colaboradores más cercanos avanzaron una idea genérica de lo que sería un nuevo estado democrático en una matriz ya no capitalista. Pero en esta enorme insuficiencia de los partidos de la Unidad Popular, en sus diferencias ideológicas sobre el tema, radica también uno de los factores que impidieron configurar una concepción teórica más estratégica de la continuidad del proceso a nivel del Estado. 

La ausencia de una gobernabilidad efectiva se traducía en una pérdida de autoridad política y provocaba de manera permanente un desfase entre la velocidad con que el bloque reaccionario actuaba y cohesionaba adeptos a su alrededor para desestabilizar el gobierno y la extremada lentitud de la Unidad Popular para decidir sus pasos tácticos, debido a  la división interna. 

Ejemplo de ello es el referéndum que Allende pretendía proponer al país para entregar a la soberanía popular el futuro del proceso.  Si se actuaba oportunamente, ello  habría permitido reabrir el diálogo político, modificando la correlación coyuntural de fuerzas, dando así tiempo para reorganizar la acción del gobierno, dificultando el golpe militar.  Así lo entendieron los golpistas, quienes adelantaron la fecha de la asonada militar, precisamente temiendo que la recuperación de la iniciativa política del gobierno la tornara imposible.  Sin embargo, no lo entendió así la dirección de la Unidad Popular.  La oposición de la dirección socialista y de otros partidos a la iniciativa del Presidente Allende impidió utilizar este último recurso democrático para mantener abierto el proceso político, congregar mayores fuerzas, volver a ganar un gobierno popular en 1976 o producir una alternancia democrática en el poder.

En este cuadro se ubica el problema de las Fuerzas Armadas y del elemento militar, factor decisivo para garantizar la  irreversibilidad del proceso.  Era frecuente que en el análisis de las  Fuerzas Armadas de Chile se expresan dos ideas extremas y superficiales de las que se extraían conclusiones políticas erróneas.  Una presentaba a las Fuerzas Armadas como similares a los ejércitos golpistas de otros países latinoamericanos, o se las definía como un ejército que prescindía de la política, siendo por tanto apolítico.  Como lo señala Alan Joxe en su estudio sobre las Fuerzas Armadas chilenas, la escasa intervención política directa de las Fuerzas Armadas obedece al desarrollo progresivo del “Estado forma”, es decir, de un sistema político capaz de asegurar, simultáneamente, los intereses fundamentales de la estructura social a los que  respondían las Fuerzas Armadas, y a la vez capaz de  garantizar una ubicación económica y política de la burocracia estatal y de las capas medias a las que en esencia éstas pertenecían por su origen y por su función social. 

No caben dudas de que las Fuerzas Armadas chilenas,  como  toda la sociedad política, han respondido a los niveles de hegemonía que las diversas fracciones dominantes han expresado y a la capacidad de readecuación del Estado negociador que la burguesía chilena ha desarrollado en el marco de un sistema de democracia representativa estable, del que forman parte la clase obrera y los partidos populares. 

Para comprender el comportamiento de las Fuerzas Armadas,  no basta con indagar acerca del origen social de los militares que, como se sabe, son pueblo a nivel de tropa y capas medias  y pequeña burguesía a nivel de la oficialidad.  Como en general  sucede con la intelectualidad, la casta militar debe definirse más por su función que por su origen social; es decir, por el papel y la ubicación que tiene dentro del Estado, y más precisamente de la sociedad política, en directa conexión con las clases dominantes. Si se desea completar un estudio sociológico moderno, a ellos hay que agregar los factores que dicen relación con su disciplina interna, con su estructura jerarquice y autoritaria, son su vinculo con el uso de la violencia como práctica normal (porque en el fondo los ejércitos se preparan para la guerra), con su carácter de totalidad, en el sentido de que las fuerzas armadas señalan tipos de relaciones sociales entre sus miembros, distintos en los existentes en la sociedad civil.

Las Fuerzas Armadas chilenas constituyeron un verdadero enigma para la izquierda. Antes del golpe de Estado, prácticamente no existen estudios sobre ellas y la orientación política de la izquierda se baso en rescatar, por una parte, la profesionalidad como valor formativo positivo, y por la otra, el respeto de los uniformados a la Constitución, como sinónimo de respeto a la soberanía popular.

Sin embargo el propio profesionalismo que se esgrimió era un elemento segregativo, corporativo, que tiende a separar a las Fuerzas Armadas de la sociedad civil, a aislarla como un elemento esencialmente belicista a restringir su formación en una concepción ideológica esencialmente antidemocrática, unilateral, acrítica, sin contenidos histórico humanistas, presentes en cambio en el sistema educacional chileno.

Pero el mito colectivo de las Fuerzas Armadas profesionales e independientes de la vida política era antiguo y estaba arraigado en la idiosincrasia de los chilenos y en la propia izquierda. El coronel Marmaduque Grove, uno de los fundadores del PS y líder de la revuelta militar que instauró la breve República Socialista de 1933, enunciaba el problema de la presencia de las Fuerza Armadas, tal como lo haría el Presidente Allende 40 años más tarde: “Las Fuerzas Armadas, dedicadas a sus faenas profesionales ajenas a las luchas políticas, serán el gran baluarte donde se estrellen los combates de la reacción, si es que se pretende atentar contra la seguridad del régimen socialista, y permitirán así a la Junta de Gobierno llevar a feliz término el plan integral de transformaciones bosquejado”. (30)

Esto, que se veía como sinónimo de apego a las Fuerzas Armadas, a la institucionalidad se revertía contra las posibilidades del movimiento popular de hacer su política dentro de los cuarteles, de lograr la “laicización” de los militares, conocer sus reivindicaciones y plantear sus derechos, incluidos los del ejercicio de la plena ciudadanía, y en definitiva significaba dejar a las Fuerzas Armadas bajo el control de la formación de los Estados Unidos, donde se elabora todo el cuerpo ideológico doctrinario que uniforma a los ejércitos de América Latina, en una política reaccionaria y pro imperialista, de la que las Fuerzas Armadas chilenas no eran  una excepción.

En la política de la de todos los que habían concebido y pensado la revolución a través de un proceso de acumulación de fuerzas de alianzas, de organización y desarrollo de la cultura, era obligatorio plantearse el problema de las Fuerzas Armadas como un componente indispensable de la estrategia. Esta constituye una de las mayores debilidades de la vía chilena al socialismo, dado que, si se situaba a las Fuerzas Armadas en la sociedad política, se habría creado una hegemonía especifica destinada a reforzar las tendencias constitucionalistas que se habrían formado, a extender los valores democráticos dentro de ellas y a crear una interpretación progresista de los acontecimientos históricos clave en la identidad militar.

Permitir que las Fuerzas Armadas se desarrollaran separadamente de la civilidad y en un clima de desconfianza respecto del mundo político y en particular la izquierda significó también negar a los propios integrantes de las Fuerzas Armadas el derecho a ser considerados “ciudadanos en uniformes”, es decir, a participar en las grandes decisiones del país como parte integrante de una sociedad- civil, militar, eclesiástica- que reconoce a cada cual sus derechos inalienables en tanto persona y que concibe la presencia de las instituciones armadas como parte del tejido histórico y democrático que ha configurado los perfiles de la vida nacional.

La vía chilena a una nueva sociedad, suponía romper la separación entre ideología militar y cultura de la transformación, ofrecer a los militares  nuevas perspectivas de desarrollo profesional para acentuar su papel de intelectuales capacitados para decidir acerca de los aspectos de la ciencia militar y también sobre los grandes temas del desarrollo nacional, identificando defensa de la soberanía nacional no solo con el resguardo de las fronteras sino justamente con un proyecto que los integrara a las actividades productivas, técnicas, de investigación y de educación. De ese modo, se habría trabajado para que una nueva cultura democrática involucrara a las Fuerzas Armadas de manera que su papel no solo se limitara a la esfera burocrática, sino que se extendiera al ámbito de la sociedad civil.

Jorge Arrate señalaba, en un escrito ya de hace algunos años, justamente que la separación entre civilidad de izquierda y militares es tan antigua y arraigada que tenemos definiciones, lecturas y comprensiones completamente diferentes de conceptos semejantes.  Si a partir de la Independencia en la cultura militar la historia se aprecia alrededor de las batallas gloriosas de las instituciones armadas y sus conquistas gestoras de la nacionalidad, para la izquierda la historia se observa a través de la lucha de clases y de las conquistas del movimiento obrero,  muchas veces en enfrentamiento con las Fuerzas Armadas, cuando éstas han sido utilizadas para reprimir por parte de los gobiernos oligárquicos. 

Aunque ésta es una limitante en la  formación de la cultura de las Fuerzas Armadas, lo es en mayor grado en la cultura de la izquierda y su intelectualidad orgánica, la que hasta ahora ha sido incapaz de hacer una síntesis profunda, crítica y objetiva entre historia militar e historia popular,  no pudiendo reivindicar en plenitud las coincidencias entre ambas. 

Jorge Arrate ha destacado que los militares ven el concepto de nacionalismo identificado con identidad patria y de fronteras, mientras la  izquierda lo concibe y desarrolla en una perspectiva antiimperialista, de lucha  contra la dependencia económica y cultural.  Para las Fuerzas Armadas, el concepto de seguridad nacional, desarrollado por el  imperialismo de los Estados Unidos, es netamente defensivo en el plano del reforzamiento militar y los enemigos, en términos globales, son los enemigos de los Estados Unidos.  Además, la lucha contra el enemigo interno no es más que la prolongación de la lucha a nivel mundial contra el comunismo.  En cambio, para el movimiento popular la seguridad nacional está directamente ligada a la soberanía popular y a su libre ejercicio y respeto.

La definición del programa de la Unidad Popular relativa a su propuesta a las Fuerzas Armadas señalaba en relación con la defensa nacional: “El Estado popular se preocupará de posibilitar la contribución de las Fuerzas Armadas al desarrollo económico del país, sin perjuicio de su labor esencial de defensa de la soberanía”

Se requería una política ideológico-cultural específica para las Fuerzas Armadas por parte del movimiento revolucionario que entregara a los uniformados principios, valores, reivindicaciones, alternativas a la de la sociedad política de la cual dependían como institución.  Era necesario abrir con inteligencia y paciencia el debate político en el seno de las Fuerzas Armadas, de manera que las fuerzas populares y sus partidos no aparecieran como elementos ajenos, extraños, como los enemigos internos a quienes combatir.  Era preciso difundir un proyecto  transformador que incluyera a las Fuerzas Armadas, que explicara  que la extensión de la democracia en la sociedad chilena no podía reconocer comportamientos estancos. 

Haber aceptado por décadas la idea de la prescindencia política de las instituciones armadas significó aceptar no sólo la hegemonía y el dominio total de la burguesía –ejercido en el ámbito de la sociedad civil y de la sociedad política- sino también su iniciativa como único interlocutor institucional de los uniformados.  Se intentó una política de cuidadosos contactos con personalidades  significativas de las Fuerzas Armadas, lo que fue positivo en las coyunturas  específicas, pero insuficiente en relación con la puesta en marcha de una estrategia revolucionaria.  Se requería una concepción de la transformación democrática de las Fuerzas Armadas y una lucha de masas que de manera gradual fuera legitimándola en el seno de éstas y del propio Estado.

Todo ello indica que el vacío histórico del Partido Comunista y de la izquierda en relación con el problema militar no es un problema técnico operativo, o de formación de una fuerza militar propia como lo  enunciaron, con posterioridad, los sectores militaristas de la dirección del Partido Comunista siguiendo una visión planteada por algunos teóricos del antiguo PCUS y por los líderes cubanos, sino sobre todo un problema teórico político, un vacío de proyecto acerca de la transformación del Estado que no podía resolverse en los términos clásicos dadas las  peculiaridades del proceso iniciado en Chile, sino que debía acompañar toda la concepción de la acumulación de fuerzas, tanto en el plano político y social como en el militar.

Durante los años de gobierno de la Unidad Popular, el gobierno y los partidos populares llevaron adelante una política de neutralización de las Fuerzas Armadas que se mostró válida durante todo el período en que la UP tuvo la iniciativa política en sus manos y en que su programa modificaba la correlación de fuerzas a favor de las transformaciones, pero reveló toda su inconsistencia cuando el cuadro político se  polarizó, cuando la reacción fue capaz de eliminar la tripolaridad política y social que había acompañado el triunfo de la Unidad Popular, donde se ubicaban también las Fuerzas Armadas, y sobre todo, cuando la mayor parte de las capas medias se asoció a la estrategia del derrocamiento del gobierno.  En estas condiciones, no fue difícil para la reacción, ya unida en torno a un plan sedicioso, comprometer al conjunto de las Fuerzas Armadas, en la medida en que el sector progresista y constitucionalista había sido aislado y en la práctica excluido del Ejército.

Era necesario desarrollar una teoría del constitucionalismo cuya modalidad dependiera de los diversos grados de consenso que se generaran en el país.  Para ello, se debían distinguir como momentos distintos la correlación civil y militar en defensa de la Constitución, que no necesariamente debía coincidir con el progresismo y las transformaciones. 

Esta era la visión de Allende, de allí su esfuerzo por consolidar el proceso con base en el respeto a la Constitución y al prestigio de las instituciones, entendiendo que era éste el máximo punto de consenso entre su gobierno, al menos un sector de las Fuerzas Armadas y el proyecto en curso.  Y éste era también el punto de vista del Partido Comunista de la época y del equipo socialista del gobierno, que hicieron todo lo posible por encauzar el desarrollo de la revolución en el marco de la institucionalidad  la Constitución, para generar a través de la movilización de masas la correlación de fuerzas que permitiera modificarla consensualmente.

En un informe ante el PC, Orlando Millas señalaba: “Reafirmamos nuestra irrestricta adhesión a la libertad y a la independencia de Chile.  Ningún escollo logrará apartarnos del camino de asegurar un desarrollo democrático y la realización por los medios legales –con el apoyo y la movilización de masas y modificando las leyes de acuerdo con la Constitución- de los cambios profundos que implican las transformaciones de la sociedad” .  

Tras la llamada “Asamblea del Pueblo”  de Concepción promovida por el MIR , la Comisión Política del Partido Comunista precisó que “la legalidad  prevaleciente es un freno, un obstáculo para el desarrollo del proceso revolucionario, pero no un obstáculo insalvable, porque hasta ahora se ha demostrados que se pueden hacer cosas en los marcos de la legalidad, y que lo que se puede hacer no depende tanto de las leyes como de la lucha, de la organización, de la movilización de masas, de la correlación de fuerzas en un momento determinado.  Por otro lado, pensamos que no hay ninguna posibilidad hoy en el momento presente, de modificar esta legalidad, esta institucionalidad, por ningún camino: ni a través del camino legal ni a través  de un camino extralegal”

La movilización social de masas, el diálogo político, debían permitir la creación de las condiciones para cambiar la legalidad en el ámbito  de la transformación del carácter de las  instituciones.  Pero estaba claro que los desbordes izquierdistas que  vulneraban el programa de la Unidad Popular y su ritmo perjudicaban la estabilidad del gobierno y  contribuían a aislarlo, debilitaban la alianza con sectores constitucionalistas civiles y militares, y en definitiva creaban un clima de ingobernabilidad, propicios a los desbordes sediciosos de quienes precisamente impulsaban un clima de caos y de intranquilidad como parte de un programa definido para derrocar el gobierno institucional.

Las Fuerzas Armadas eran parte de un Estado no  transformado, y se movían en la dualidad de poderes coexistentes en el  Estado.  El Poder Ejecutivo no aprovechó diversas coyunturas –después de las elecciones de 1971, en el Tanquetazo de junio de 1973, donde la ofensiva sediciosa se reveló en toda su  magnitud- para haber producido, a través de la consulta popular, momentos de legitimización en relación con la transformación del Estado y de las propias Fuerzas Armadas. 

Era posible que del propio gobierno se actuara con mayor audacia, tanto en la promoción de oficiales democráticos como en el descabezamiento de los sectores claramente reaccionarios  hostiles al proceso.  En este punto, el gobierno constitucional y legítimo de la Unidad Popular debía tratar de asegurarse al menos a un sector de las Fuerzas Armadas para llevar adelante el proceso y detener, con el concurso de este sector y la presencia de las masas, el intento golpista.

Sólo en ese cuadro, dadas las características de la vía chilena, era posible plantearse además el problema de la legítima autodefensa de masas del gobierno y de la revolución chilena.  No se trataba de producir un cambio de línea, que seguramente habría significado renunciar al proyecto de la Unidad Popular y profundizar el aislamiento político que sufría el gobierno.  Por lo demás, es difícilmente sostenible la tesis del enfrentamiento militar  dentro de las Fuerzas Armadas dado que se había impuesto en ellas, y en el contexto de verticalidad de mando, el  proyecto golpista.  Se trataba de utilizar, en un sentido progresista, las reservas constitucionalistas, patrióticas, existentes en las  Fuerzas Armadas, difundirlas con mayor claridad en su interior, entender que, como la UP no controlaba todo el Estado y existía una dualidad de poderes en su seno, esta misma dualidad se trasladaba en una u otra forma a todos los instituto de la sociedad política, por lo que también las Fuerzas Armadas recibían el impacto de este  fenómeno. 

Es decir, trabajar en la coyuntura por la defensa del  gobierno con los sectores leales,  creando una dialéctica interna y renunciando a mantener compactas a las Fuerzas Armadas, ya que en esta fase de aislamiento político del gobierno popular, la unidad de las instituciones armadas sólo podía producirse a través de un golpe.

En otras palabras, faltó el proyecto global de transformación del Estado, que lograra generar una nueva correlación de fuerzas sociales y políticas; faltó comprender el enfrentamiento en las instituciones armadas como parte de una lucha ideológica y cultural a la que el movimiento democrático revolucionario no podía renunciar, y que por el contrario debía considerar como un asunto clave de su estrategia; faltó una política mínima de inteligencia militar que permitiera  conocer lo que realmente ocurría en las Fuerzas Armadas.

En ausencia de todo esto, tampoco hubo la capacidad para organizar un proyecto de defensa del gobierno popular que, uniendo lo rescatable de las Fuerzas Armadas a la movilización popular, pudiera haber desbaratado el golpe, o al menos si éste se producía, permitir que el pueblo lo enfrentar con posibilidades de victoria.

Como a la postre  ha quedado en evidencia, otra insuficiencia sustancial del proyecto de la UP fue la incapacidad para crear una correlación de fuerzas específica contra la política de los Estados Unidos  que ya antes del ascenso al poder de Allende financió y promovió directamente el terrorismo,  el aislamiento económico del país, la campaña desestabilizadora de los medios de comunicación de la oposición, y por último, preparó y coordinó el golpe militar.  Todo esto era absolutamente previsible. 

El Gobierno de la UP fue coherente en su política antiimperialista por el fin de la dependencia económica y política  de los Estados Unidos y de las multinacionales, poniendo en jaque todo el esquema de dominación imperialista.  Sin embargo, sólo en relación con la ley de nacionalización del cobre logró crear la unidad nacional a favor de los intereses de Chile.  Por una parte, era necesario crear nuevas instancias unitarias exclusivamente contra la política de agresión estadounidense, vinculándolas, más que a la suerte del  proceso revolucionario en su conjunto, al problema central de la defensa de la democracia.  Por otra parte, el desconocimiento de los partidos de la Unidad Popular de la situación mundial y de los actores que de distintas formas participaban en ella encerraron al Gobierno  en la búsqueda de solidaridad de los países socialistas y de los no alineados, sin aprovechar la enorme simpatía con que el proceso democrático al socialismo tenía en todo el mundo. 

Esto sólo se comprendió después del golpe de Estado.  Dado el  carácter constitucional y democrático del programa, era factible crear a nivel internacional una correlación de fuerzas mucho más amplia contra la política de los Estados Unidos y recurrir antes a la solidaridad mundial de los  gobiernos democráticos de Europa y de América Latina, a la movilización de masas para debilitar y aislar la acción desestabilizadora del imperialismo. 

Esto no ocurrió debido al desconocimiento y a la inexperiencia, a la carencia de vínculos expeditos con los grandes líderes internacionales, por el privilegio a las relaciones con la Unión Soviética y los países socialistas que en ese momento miraban el mundo con una lógica de bloques contrapuestos.  A nivel internacional, los Estados Unidos lograron poner el tema de Chile y su política como parte del enfrentamiento Este y Oeste, y no hubo una  respuesta adecuada ni de parte de la izquierda chilena ni de los partidos comunistas, socialistas y socialdemócratas, e incluso democratacristianos de Europa, que miraban con simpatía el proceso pero no desplegaron una acción concreta de apoyo.

Con la dirección del imperialismo, la gran burguesía chilena logró unir a las capas medias y a las Fuerzas Armadas, y utilizó la lucha parlamentaria, el combate callejero, la insurrección civil y el golpismo para derrocar el Gobierno de Salvador Allende.

La derrota de septiembre del 73 fue, antes que nada, una derrota política, y a partir de ello, una derrota militar.  Es una derrota provocada por el aislamiento de los sectores sociales que respaldaban el proceso, que no fueron capaces de elaborar en la generación y en el momento de la aplicación de la política del gobierno de la Unidad Popular, los mecanismos ideológicos, políticos, culturales y militares de la transición que habrían permitido sumar nuevas fuerzas y construir un bloque más amplio para garantizar el éxito de su original proyecto de transformación de la sociedad chilena.

La derrota de 1973 no ha invalidado el enorme valor de la experiencia  que encabezó Salvador Allende y los valores de humanismo, democracia y justicia que él, más que nadie, encarnó.  Por el contrario, en muchos aspectos la “Vía Chilena al Socialismo” se adelantó a la historia, que hoy confirma la indisolubilidad del vínculo entre democracia y la lucha por valores igualitarios y de inclusión social y el predominio de la política y de la  ampliación de la sociedad civil, como condiciones para la transformación del Estado y de la sociedad. 

En este contexto, el proceso chileno volvió a plantearse en el ámbito de lo que Gramsci definía como “guerra de posición”, que en esta época hace efectivamente de la democracia, sin apellidos, con sus valores y principios ya universalizados, la gran fuerza motriz de la transformación, que deberá encontrar en la articulación de un nuevo y más extendido sujeto político, ético y cultural su principal sostén y su principal defensa frente a los intentos por destruir la democracia e impedir los cambios que la mayoría del país, en cada fase, determine soberanamente. 

Cierto, el proyecto del Gobierno de la Unidad Popular y el propio bloque político que la inspiró, son irrepetibles.  El  mundo y la sociedad chilena han cambiado radicalmente en 40 años. En la globalización, en la sociedad compleja y líquida de hoy, en la sociedad de las comunicaciones digitales, de la automatización y de la inteligecia artificial, que plantea altos grados de desafección por una política que tiene menos densidad ideológica que en el pasado, la estrategia del cambio es multidimensional y aún cuando , al menos hoy, no reconoce un nuevo modelo de sociedad aunque si un modelo de desarrollo distinto al del neoliberalismo dominante en el cual hay que construir la defensa medioambiental del planeta, la erradicación de la pobreza mundial, una conducción democrática a nivel planetario, es decir causas sociales y laterales, como las llamaría Foucault, y que son objetivos civilizatorios trascendentes.   Sin embargo, la necesidad de las transformaciones estructurales vuelven a plantearse a nivel país ligadas, estrechamente, a la ampliación más horizontal de la democracia, a la necesidad de la inclusión social, de género, de nuevas libertades individuales que consagran el respeto a la diversidad y a la autonomía de las personas y donde la mantención de un bloque de centroizquierda que incluye a la izquierda y a la Democracia Cristiana resulta fundamental para asegurar la mayoría social y política que cambios profundos requieren.

Salvador Allende queda en nuestra memoria y en la de los demócratas de todo el mundo no solo por su heroísmo republicano, sino también por su aporte en la construcción de una sociedad más justa, más humana y libertaria.