Oh I'm just counting

Arrogancia. Jorge Orellana Lavanderos maratonista y escritor

Alcancé hasta un sanatorio ubicado en la cúspide de un cerro que me ambientó de inmediato en la Montaña Mágica de Thomas Mann. Por lóbregos pasillos me interné hasta llegar a una enorme habitación que me recordó el amplio dormitorio que habité en mi época de alumno interno.
 
En el recinto había varias camas, dispuestas bien distantes unas de otras, como si se hubiera querido aislarlas para evitar contagios, y al interior de una de ellas percibí que se agitaba un par de formas que permanecían ocultas. ¡Descubrí la sábana! Apareció un rostro conocido, que con tímida voz - y rogándome con la mirada - me pedía que no revelara la presencia de su acompañante: Es mi amor imposible – susurró apesadumbrado, con hálito profundo y melancólico. En ese instante advertí que por las ventanas de la sala - encaramándose desde el exterior - se perfilaban extraños personajes cuyos cuerpos tostados y resecos brillaban ante el sol implacable, y que irrumpían hasta el interior de la sala profiriendo, a modo de crujidos, quejumbrosos lamentos, cuando su piel de barro se partía en enormes y aterradoras grietas.
 
¡Despierto! – Sudo asustado y me repongo del sueño cuando la penumbra gris del amanecer me indica que el alba está por venir… ¡Cada noche un hombre muere y prodigiosamente, resucita con el amanecer!
 
Me restriego los ojos para quitarme la pesadumbre del sueño y de mi visita al centro de la ciudad durante la tarde anterior, que seguramente indujo el sueño: El anárquico tráfico en calles sin semáforos; muros rayados sin misericordia con alevosos insultos; iglesias protegidas con toscas planchas de zinc, clausuradas para impedir su destrucción y el necesario espacio de contemplación que ahí debiera reinar…; locales y oficinas con sus ventanas tapiadas y la austera protección de la fachada de albañilería de la universidad; el parque y la plaza, asolados por la marcha de la hueste insatisfecha, incontenida; el ultraje a la gallarda estampa del General y su cabalgadura; el acceso impedido con barreras a la autopista, y el parque japonés, cual campo de refugiados, atestado de carpas emergentes cuya insalubridad parece no preocupar a nadie. ¿En qué hemos de convertir el centro? ¿Hasta dónde alcanza la complicidad del mundo político? ¿Cuál es la estrategia de la autoridad y el límite de la tolerancia ciudadana?
 
Vuelvo desde el centro de la ciudad desconsolado ante el extraño espíritu destructivo que habita al interior del hombre. ¡Amanece! Y la languidez se extiende abominable por mi alma. ¡Debo resucitar! ¡Debo recuperarme! Voy a la palabra clave ¡Endorfina!
 
Tal es el secreto que me reclama el cuerpo, y el misterio consiste en el silencioso trabajo que realizan activos microorganismos, trasladando los deshechos que mis células acumulan, para vaciarlos en recipientes en los que incinerados, se utilizan como fuente de energía para mi metabolismo, como parte del proceso milagroso del cuerpo. ¡Eso es lo que mi cuerpo me está reclamando!
 
Lo escucho. Salgo al trote matinal y corro en silencio hasta cruzarme con el río. Avergonzado, percibo su mirada de reproche por la conducta deleznable de los hombres. Lo encuentro triste, disminuido, empobrecido, pues las cumbres, despojadas del manto blanco de la nieve, no lo nutren. Iracundo, por la rabia acumulada, me interno hacia el cerro y a medida que subo por la fuerte pendiente mi rabia decae. Crece la gradiente, aumenta el esfuerzo, mi vulnerabilidad apela a mi piedad, viene la resignación, cede la furia, ¡Sufro! ¡Siempre la furia acaba en dolor!
 
Observo las casas dispuestas sobre el cerro y me duele que las laderas cercenadas se hayan convertido en explanadas solo para permitir la construcción de ampulosas viviendas que lo mancillan, con total desprecio a la naturaleza.
Desciendo flaneando, encauzado hacia otros rumbos ¿Cómo se alcanza la esquiva igualdad, que elegimos como la fuente responsable de todas nuestras diferencias?...
 
Deambulo en mi recuerdo hacia mi primera experiencia laboral… Como ingeniero administrador, a fin de mes debía enviar una planilla a la oficina central en que determinaba el valor a pago a cada trabajador de mi obra. Para simplificar, en esa oportunidad nivelé los salarios, entonces recibí a modo de reprimenda, la primera enseñanza de mi jefe: ¡Fuiste desprolijo e injusto! A partir de un valor mínimo, para remunerarlos en forma adecuada debes esforzarte en conocer el trabajo de cada uno, y diferenciar su salario de acuerdo a sus capacidades, compromisos, méritos y esfuerzos. Siempre debes poder justificar ante cualquiera, el sueldo que has pagado a alguien, incluyendo a aquel que se sintió afectado. Cuando logres aquello dormirás tranquilo y además, estarás preparado para el siguiente cargo. Las cosas no se imponen, se conversan, verás que en general la razón prevalece cuando se dialoga sin descuidar los detalles.
 
En otra ocasión, durante una crisis económica del país, obtuve otra valiosa lección: Cerrábamos el presupuesto en que nos presentaríamos a una licitación, y obligados por la necesidad imperiosa de lograr el trabajo, debimos “estrujar” al máximo el valor de nuestra oferta. Acordaron los dos jefes con que me encontraba rebajar los sueldos de todos los jornales, y así se hizo, alcanzando un valor mucho más competitivo. Al llegar a los sueldos nuestros, se produjo un conflicto, a uno de ellos le pareció que no incidía en el resultado de la oferta la disminución de nuestros sueldos; el otro en cambio, señaló que lo justo era incluirnos en la rebaja. La discusión subió de tono, y al no llegar a acuerdo entre ellos, me utilizaron para dirimir la situación, que para mí, aunque irrelevante en el monto de la oferta, no debía excluirnos, porque era un detalle significativo. Seguí con ese jefe por varios años, al otro en cambio, le perdí la pista.  
 
¡He perdido mi arrogancia intelectual! – Me confesó hace unos días un amigo, destellando un tedioso agobio. Antes tenía respuesta para las dificultades, y sabía que luchando con bríos convencería a la audiencia que me pusieran al frente. ¡Impondría mi criterio! Si defendía lo correcto. ¡Tenía convicción! Me angustia ahora una extraña sensación de pérdida, argumentos que se arremolinan confundidos en mi cabeza, sin que pueda determinar, si es la edad quien participa en mi deprimente estado de ánimo, o se trata de mi incapacidad para entender lo que ocurre. Me siento disminuido – reclama mi amigo - y yo coincido, pues también me siento desplazado, como si la opinión de mi generación (viejos de mierda) hubiera dejado de valer, y nuestras opiniones hubieran perdido interés hasta para nosotros mismos.
 
Tal vez fallamos en los detalles – pienso fatigado. Es una utopía suponer que todos somos iguales ¡Nunca lo seremos! Pero no lo es en cambio pensar que todos podemos llegar a ser iguales en oportunidad. Eso, sin embargo, exige un proyecto transversal de educación que incorpore al niño desde su más tierna edad, y aquello, que debiera ser la reforma inspiradora del cambio profundo requerido en el largo plazo, es lo que no advierto en la discusión actual. ¡Y es lo que me abruma!
 
Me distrae en mi camino, la imagen de una hermosa chica que corre con ritmo gracioso, se pierde de prisa, pero deja a su paso una estela de aliento optimista. ¡Ella, junto a otros, superará cualquier crisis! Es la certeza que me asiste, aunque también me deja la nostalgia de que nunca volveré a verla. Rauda, pasó y dejó un mensaje…, para perderse luego en su personal y misterioso destino.