Oh I'm just counting

Bajo la lluvia. Por Jorge Orellana Lavanderos, escritor y maratonista. Tercera parte

Mi curiosidad por saber lo que escribiría, determinó mi urgencia por volver. Corrí presuroso. Reinaba otro día, con su poderío, el viento había barrido las nubes que, en confusos movimientos, se retiraron vencidas. Refugiadas en el bosque impenetrable, las aves trinaban gozosas alabanzas y prodigiosa, la naturaleza derramaba luz y templanza.

Al llegar, observé que desde su ropa que se secaba, subía un tibio vaho que se perdía hacia el cielo. Su aspecto era de satisfacción por lo que pensé que había terminado con éxito su tarea y atisbé curioso a la libreta, pero la vi colgar rígida de su mano, herméticamente cerrada. Me resigné entonces a esperar su señal y no quise incomodarlo.

- Para escribir una novela - dijo, y por su acento me di cuenta que había recuperado el sosiego, es necesario haber leído muchos libros, de la misma forma en que, para crear un personaje, se requiere conocer a muchas personas. Es difícil para la gente aceptar a un escritor que lleva una vida ordenada, que acude diariamente a la cita con el ejercicio, que madruga y se mete temprano en la cama.

- Es verdad – repliqué. La gente prefiere a un escritor extravagante, ese es el estereotipo que lo representa, aunque a veces sea solo una caricatura.

- La sobriedad y la monotonía son ineludibles en la escritura. Padecemos confusiones que nos cuesta exteriorizar y para enfrentarlas debemos ir a la conciencia, reducto en el que habita todo aquello a lo que vale la pena oponerse. Descubrir y narrar ese proceso íntimo en forma honesta, exige concentración y silencio.

-Amo escribir novelas – continuó, acomodado en el sibilante susurro del viento – y haberlo logrado es algo que agradezco, pero me doy cuenta que sin la intervención de la fortuna jamás lo hubiera logrado.

- Hay personas que sostienen – repliqué, que si se dispone de talento, éste emerge siempre, igual que un cuerpo sumergido flota cuando su peso es menor al del fluido desalojado.

- Te aseguro que no siempre es así – sostuvo. Si el talento está a flor de piel, irrumpirá con facilidad, pero si subyace oculto al fondo del alma, eso será más difícil. Para todo hay un momento y cuando éste pasa la oportunidad se pierde. A veces, la fortuna radica en al azar de coger la oportunidad y no es que haya que sentarse a esperarla, es solo que si se presenta, hay que desplegar toda la capacidad para no dejarla escapar. 

- Eso requiere voluntad para vencer las vacilaciones. En mi caso – le dije, se me hace imprescindible resolver los quehaceres domésticos y solo cuando creo que todo se halla en calma, alcanzo la quietud para sentarme a escribir. Cualquier distracción me perturba.

- Eso determina que careces de genialidad – rio entristecido. Un escritor debe abstraerse y crear un mundo propio y con su imaginación ampliar las fronteras, haciéndolo crecer en forma inextinguible.

- Cuando niño – le contesté, eludiendo su comentario, recuerdo que, en el templo o en el aula, solía desarrollar un mundo propio que crecía como una pompa de jabón, que reventaba al término de la clase o al final de la misa, cuando desconcertado, descubría que se había evadido el mundo que había creado y concluía con pesar que, no había captado nada de la clase o de la misa y un enorme desasosiego se apoderaba de mí, al sentirme inútil, y no recordar la charla del profesor o el sermón del cura.

-Te entiendo perfectamente, porque me ocurría exactamente igual. De a poco me iba desconcentrando y la clase se adentraba en un murmullo lejano; en un ronroneo del que brotaban odaliscas que se entrelazaban en mis brazos que se extendían; en barullos de reyertas filibusteras frente a playas de cristalinas aguas o; en aleteos de legendarios pájaros, sobre los que montado, volaba hasta recónditos lugares en donde pernoctaban mis héroes literarios. Es penoso un sistema educacional que en vez de exaltar la imaginación de un niño tiende a reprimirla.

Su último comentario hizo que guardáramos silencio, escudados por las imperecederas esencias de vida que fluían desde el bosque. Conmovidos, advertimos que el sol se había impuesto y que, con gallardía, gobernaba en la abrumadora foresta. Después de un rato, rompí el silencio.

- Al recurrir a un personaje femenino, el esfuerzo del escritor, concentrado en transmitir sus percepciones, es mayor, pues debe representar con credibilidad las sensaciones del personaje elegido. El escritor otorga vida a un personaje, que si de verdad vive, será capaz de actuar por su cuenta, liberado de la acción de su creador hasta trascenderlo. ¿No ha superado acaso la fama de Tom Sawyer, a la de Mark Twain? Y ¿No fue el muchacho con sus aventuras, quien, más que su propio creador, sumó algo de su fama al río Misisipi?   

- Es verdad – aceptó, tal como en la niñez nos resistíamos a confesar la existencia de amigos imaginarios, los personajes que creamos cuentan con nuestra amistad y nos descubrimos con frecuencia, sufriendo con sus penas y regocijándonos con sus alegrías. Siempre, durante la creación de esas aventuras, nuestro corazón palpita excitado.

- A diferencia del deportista que, en un cierto momento alcanza el límite de su superación, el escritor mantiene un desafío permanente, en que la edad no limita su crecimiento – le comenté.

- Los desafíos deportivos son solo convencionales – dijo, y al igual que los sueños, disminuyen con la vejez. En mi caso, a medida que envejezco, me conformo corriendo iguales distancias, en mayores tiempos y aunque en mi juventud soñaba con contribuir a la felicidad del mundo, ahora, para mantenerme satisfecho, me basta con desarrollar una acción que deposite una sonrisa en el rostro de alguien.

- ¿Será que el envejecimiento nos permite apreciar lo difícil y dura que es la vida, acercándonos al misterio de la muerte?

Esta vez me miró y habló, sin responder a mi pregunta.

-Me aquejó un día una soledad abrumadora. Estaba rodeado de gente, pero sabía que me encontraba irremediablemente solo, incomunicado. El ruido había anulado mis oídos y se adueñó de mí una tristeza insoportable. Fue cuando decidí adoptar un cambio radical. En tu ausencia, escribí un poema, aún sin corregir ¿Sabes lo importante de las correcciones? - me interrogó, y yo, evadiendo la respuesta, con un gesto, lo alenté a seguir.

- Desde hace tiempo adopté el oficio de escribir, para hacerlo no tengo un patrón, lo hago guiado por lo que me dicta el corazón, pero si decido escribir algo, no puedo hacer otra cosa que dedicarme con exclusividad a ello. Una vez que vacío en el papel el esbozo de lo que quiero representar, viene luego el proceso de reescribir; siempre desde el principio; dos o tres veces más. Me ocupo de los detalles, reviso los diálogos y presto atención a la descripción del paisaje y al desarrollo de la historia. Solo me detengo cuando recibo la inconfundible señal de mi satisfacción. En ese proceso, ven la luz defectos hasta antes invisibles y uno podrá auto convencerse de haber escrito un texto perfecto, pero este siempre será perfectible.

- ¿Eso quiere decir que no vas a mostrarme el poema?

- No es eso, lo haré en el momento oportuno. Un escritor anhela presentar su trabajo con igual ambición a la de una flecha buscando su objetivo para depositarlo en el alma de un lector, pero la ansiedad no puede impedir su revisión, porque sin duda, el texto adolece de defectos.

Vuelve mañana y estaré feliz de ofrecértelo.

                                                                    Continuará en la siguiente edición