Oh I'm just counting

Confieso. Por Jorge Orellana Lavanderos, escritor y maratonista

Es difícil recordar a mis trabajadores sin que acuda a mí una sonrisa o una lágrima. Siempre que dialogaba con ellos, me internaba en un apasionante laberinto de extrañezas…
-¡Confiesa! – Lo insté vehemente, advirtiendo un temblor en su mentón. Sus ojos mansos como los de una oveja que observa sumisa el cuchillo que la degollará, clamaban por clemencia, y su pelo liso que caía desordenado sobre su frente cincelaba en su rostro el carácter infantil que lo dominaba, y ante su devastada figura, desfilaron imágenes que hablaban de la complicidad que nos había unido.
 
-¡Dime la verdad! – Repetí implacable, y advertí que entregado, bajaba la vista, y con las manos asidas entre las piernas se acomodaba inquieto en el asiento. Quiso hablar, pero fue solo un intento, porque le salió un balbuceo, aclaró la garganta y rendido, se sumió en su mansedumbre. En mí, el dolor había superado con largueza a la rabia, y en mi corazón agitado palpitaba la terrible lucha que enfrenta la conciencia del juez.
Una vez, en cada semana, visitaba la obra que dirigía en un lugar campestre, y cumplidas las labores, antes de volver a la ciudad, almorzábamos en una “picada” del lugar, y si no me falla la memoria, a él le complacía el asado de cerdo y yo persistía en mi fidelidad a la cazuela de ave, y en el placentero rito alimentario, abordábamos diferentes materias que robustecían nuestro aprecio y nuestra amistad, y así, cediendo a sus aspiraciones de afianzar su liderazgo, asentí en otorgarle nuevos desafíos.
 
Con estos objetos inanimados – decía orgulloso, indicándome los ladrillos, el fierro, las bolsas de cemento, las planchas de yeso, las cubiertas, las puertas y los artefactos sanitarios – construiremos casas que habitarán otros hombres; que encenderán fuego para calentarse y para cocinar sus alimentos; que dormirán en ellas y procrearán sus hijos ¡Vivirán aquí! Y con ello darán sentido a mi vida – Y yo reía a gusto.
Me contó de su hija, que tenía la edad de la mía y que conocí un día cuando me vitorearon juntos, a mi paso en una competencia de trote por la autopista, y cuando me alejé - al volver la vista atrás - distinguí que sus figuras empequeñecidas por la distancia, persistían en su aliento a mi trote, y el rescate de ese cuadro frugal me inundó ahora de compasión.
 
Creció entre nosotros un sentimiento que excedía la relación laboral y me ilusioné con la esperanza de que el discípulo superaría las cumbres de mi vuelo, hasta que un día, un colaborador indirecto se acercó a mí para delatarlo, acusándolo de robo, y al ofrecerme pruebas irrefutables del hecho, me hundió en el abatimiento.
-¡Confiesa! – Tu suerte está decidida – Lo emplacé impiadoso - Aunque fue un monto menor y tu acto seguramente obedeció a un impulso insensato, por tu calidad de jefe del equipo puedo perdonarte, pero no puedo evitar despedirte, y tú sabes el dolor que me causas, pero si no reconoces tu falta, perpetuarás en mí dudas sobre la certeza de mi resolución.
 
Y me pareció que si hubiera podido, habría retrocedido en los hechos, y evaluando mi petición, se distrajo lamentando la pérdida de los sueños que inspiraron nuestros almuerzos, y percibió que la felicidad tenía la medida del hombre, que habita en su corazón y que subyace en espera de una mano que la alcance.
Inalterable y con certeza ineludible, el reloj posado en la muralla, con ritmo infalible, caminaba hacia un destino irrevocable.
Y aceptó su culpa. ¡Confesó! Y como en toda despedida de seres que se han tenido cariño, la tristeza se apoderó de ambos, y nos deseamos suerte, y hasta nos dimos un abrazo, y aunque nunca más supe de él, ¿Quién sabe? Un día nuestras vidas vuelvan a cruzarse.
 
El brebaje en que se licuó la verdad y el noble reconocimiento de su culpa disolvió las borras del rencor.
Al marcharse, un duende misterioso que reside en mi memoria, irrumpió para visitarme con un recuerdo que vivimos, juntos en la tienda de mi padre, hace ya muchos años…
Temprano una mañana, habíamos recién abierto, cuando se presentó en la tienda una señora con la intención de cambiar una prenda que había comprado unos días antes, Genaro, el vendedor, aún no había llegado. El cambio, motivó una diferencia que la señora debía cancelar, y para determinar su monto ella presentó la boleta de su compra, y mi padre, al compararla con su copia en el talonario, descubrió que estaba adulterada, reflejando un valor menor que el real, y que fue el que rindió Genaro a mi padre, para guardarse la diferencia.
 
A su llegada, Genaro saludó con su alegría acostumbrada, vestía – y aun pasados sesenta años puedo recordarlo con nitidez – un chaquetón oro viejo que le cubría media pierna, y su cabello de negro ensortijado intenso, iba como solía llevarlo, peinado a la gomina.
Mi padre lo encaró de inmediato, y el hombre, que en un inicio desconoció su falta, con la abrumadora prueba aceptó el hecho, y ante la amenaza de ir a la cárcel, imploró lloroso, despojado del decoro, y ante mi incredulidad infantil se prosternó ante mi padre que lo observó conmovido y… en apariencia, no hubo consecuencias, porque Genaro, que con su elevada estatura y gallardo andar, merecía mi admiración y respeto, se marchó disminuido en su porte y en su dignidad, arrastrando la decencia que yo le había conocido, y dejándome a cambio la cruda enseñanza de que el orgullo, casi siempre despreciable, puede imponer la sentencia de que el cuerpo, en sus necesidades, siempre debe someterse al alma.
 
¿Puede el hastío de la honestidad, o la invocación a la falta de justicia, justificar el hurto o una acción prohibida? ¿Buscó Genaro en su acto la alabanza sin pensar que solo obtendría deshonra?
En mi niñez, tanto como el Pecado de Pensamiento – algo que nunca pude encauzar, pues siempre viajó libre de amarras - la Confesión me parecía un acto humillante, y una vez en que me opuse a ella - a la salida de la Misa - mi abuela me increpó con agresividad, y soporté la burla de mis amigos riendo, porque así, suele extinguirse la risa del resto. La lección me dejó la inquietante pregunta del límite entre la humildad y el orgullo, permanente debate que ha estremecido mi sangre.
 
En verdad, dos seres con probidades y lacras, concurren y vierten genes que el azar distribuye en proporción caprichosa, diferenciándonos la posesión de habilidades y vicios, pero siendo en esencia imperfectos, y el desconocimiento de defectos propone un hombre ideal, un arquetipo, al que la confesión puede sin embargo, impeler su condición de hombre.
Confesar nuestra intención - si tenemos el coraje de hacerlo - posee la virtud de apaciguar nuestra soberbia, y nos presenta con humildad, sin maquillaje, como lucimos al despertar, con la honestidad de ofrecernos tal cual somos, y parece un acertado camino hacia la felicidad.
 
Confesar una acción prohibida permite conocer la verdad, y expurgar una culpa, y es una forma de redención que sacude las cadenas que nos atan, y resulta indispensable para ser en verdad libres. De otra forma corremos el riesgo de padecer la esclavitud de Raskólnikov, el personaje de Dostoievski que solo al confesar su crimen logra su liberación.