Oh I'm just counting

Deberes. Por Jorge Orellana Lavanderos, escritor y maratonista

Al ver salir a su padre desde la Inspectoría del Patio Verde, deslumbrado aun por las instalaciones de su nuevo colegio santiaguino, un desconocido sentimiento de angustia lo sacudió con fiereza.
 
Consciente – por su amplia experiencia – del inconfundible malestar del muchacho, el calvo inspector se paró frente a él y le leyó la cartilla. -No me interesa recibir holgazanes ni desordenados en mi Patio – irrumpió amenazante. - ¡Llega usted al mejor colegio y deberá cumplir con rigor y disciplina sus deberes! ¡¿Entendido?! – Rugió - y la ira transfirió audacia a la confusión del novato, que se defendió.-¿Y cuáles serán mis derechos? – sintiendo que al avanzar en la frase su voz se debilitaba hasta volverse un hilo casi inaudible. -¿Derechos? – Pareció burlarse con socarrona y sosegada incredulidad el otro ¡¿De qué está hablando?! – Subió peligrosamente el tono y el joven, arrepentido, comenzó a sudar. Hay cientos de muchachos afuera – insistió, que felices vendrían aquí, y usted - miserable ignorante ¿Reclama por sus derechos antes de empezar, justo cuando se le ha otorgado el privilegio de acceder a este sagrado templo de conocimiento? – Remató ufano.
 
Advirtiendo la sumisión y facha provinciana del joven, el inspector se apiadó, dulcificó el tono y le dijo algo que nunca olvidaría: “Solo se exige un derecho cuando se cumple con el deber que lo origina” ¡Respete y será respetado! Esfuércese por hacerlo bien y ganará muchos derechos.
 
Con el tiempo - me confidenció hace unos días - que había llegado a confiar en el calvo, al que en ese momento odió, lo vio envejecer recitando su descortés saludo de bienvenida, y con los años, comprendió el contenido del mensaje que hasta llegó a recordar con ternura.
 
Pero… Esa forma de educación daña a un alumno sensible – lo desafío.
-Mis profesores fueron maestros y un maestro cuida a sus discípulos como a sus hijos – contestó, lo que implica exigir a cada uno - según sus capacidades - el cumplimiento de deberes que permita a todos aspirar a más derechos – y se alejó incómodo, supuse, por haber tenido que explicar lo obvio, dejándome un sabor insulso.
 
Agitado por un sueño extraño despierto a las cinco, y el frío matinal remece mi fragilidad. Me acurruco sobrecogido y como en mi lejano cuarto de niño observo hacia el oriente, aun oscuro ¡En plena lucidez contemplaré la magia del amanecer!- me consuelo, aun asustado, y siento que aunque han pasado muchos años, y se ha ido buena parte de mi vida, la imagen del sol saliendo sobre los montes nevados en primavera persiste, y aquello me sume en un pozo de amarga tristeza. Las luces de la calle remontan las laderas de los cerros cuando el luminoso resplandor del sol me devuelve la esperanza, un festival de colores se extiende ante mi vista, surgen nítidos los irregulares perfiles de las montañas que parecen empujar la ciudad hacia el mar, y teñidos tintes que enrojecen el horizonte clarean hasta internarse con azul levedad en las nubes que - como el mar - aún se debate en incierta oscuridad.
 
¡Me levanto! El incesante ruido de las bandurrias me recibe en mi trote hacia el borde marino, dos de ellas que parecen aislarse del grupo, se elevan y vuelan batiendo las alas, en el mar, alentando mi esfuerzo, dos gaviotas se mecen como si levitaran sobre el mar que se mueve inquieto y yo, siento que en comunión con mis ancestros, alcanzo la inacabada paz del mar, y en la bahía solitaria cavilo sobre el sueño que me despertó agitado:
Observaba aterrado como una turba de encapuchados atacaba las oficinas de un Banco y quebrando los cristales se introducían en el recinto ante la mirada de los funcionarios que intentaban una irracional defensa. En el escándalo del ataque, atisbé que un robusto individuo se acercó a una delicada chica, que impávida, no se había ocultado – En vez de defender a los ricos deberías venir conmigo – la increpó. - ¡Jamás iría con un cobarde que esconde su rostro! – contestó la joven con insolente altivez y el sujeto avanzó con lentitud hacia ella, mientras los asaltantes arrasaban con las instalaciones y golpeaban a los defensores, que confusos, huían, o caían al suelo. Súbitamente, se inició un incendio y los vándalos aprovecharon el caos para llevarse todo lo de valor, destrozar computadores y muebles, y destruir los tabiques de vidrio del interior, que se llena de humo.
 
El mocetón, vacilante, detiene su camino frente a la joven que lo observa desafiante, iracundo, alza la mano que deja caer con fuerza sobre su rostro. ¡Se desploma! El fuego se extiende con rapidez, crece la temperatura, se desata el descontrol, asaltantes y funcionarios huyen despavoridos tratando de evadir la caldera en que se convierte el recinto. Inconsciente, la chica, al igual que otras personas, permanece atrapada, y su agresor sale al exterior en el preciso instante en que un bombero que ha sido testigo del hecho descarga sobre él, el golpe de un hacha que lleva en sus manos para combatir el incendio. ¡Caos total!
 
El incendio se consuma y en el pavimento exangüe, como un muñeco desarticulado, yace el cuerpo del asaltante. Me angustia la suerte de la chica pero celebro el certero golpe que el bombero, instintivamente, ha descargado sobre el insurgente. ¡Aparece lo peor de mí! Concluyo estupefacto. ¡La crisis ha despertado en mí algo perverso! Había controlado por largo tiempo lo retorcido que subyace en algún lugar de mi corazón y que inspirado por el abuso presenciado se ha desencadenado hasta legitimar la instintiva reacción de aplicación de justicia por la mano de un hombre hacia otro.
 
Hace algunos días, precisamente el 12 de noviembre, un amigo me envió una imagen que muestra en esta misma ciudad una manifestación que alcanzó treinta cuadras de personas, y comenta: Hermoso!!!, Trotando por estas mismas calles encuentro la respuesta para ese comentario que desató en mí sospechosos recelos. ¡No, no puede ser hermoso! Simplemente querido amigo, porque esa gente no se congregó a celebrar, lo hizo para protestar, llevada a ese extremo por una forma de injusticia, y eso más que hermoso es indignante y te aseguro amigo, que tendrá consecuencias devastadoras, aun difíciles de predecir.
 
Vuelvo al espantoso sueño, de pronto, un hombre mayor que con timidez se ha acercado al lugar del incendio, se agacha frente al cuerpo y con temor e incertidumbre descubre el rostro y junto con envejecer en ese instante lanza un desgarrador alarido que se escucha en el alma de muchos padres: ¡Hijo! – ¿Por qué no pude controlar tus impulsos? Musita a su lado con voz llorosa ¿Por qué no pude estar cuando me necesitabas? Y se sigue flagelando con recriminaciones. Se abraza el bombero, verdugo de su hijo, que permanece estático, condolido de su dolor, que el viejo acepta sin conocer la verdad.
 
Entre el caos del vandalismo se instala el caos moral ante la ley del talión - ¿Cómo no actúan las autoridades para evitar que esto ocurra? Reclama llorando el bombero aferrado al viejo. ¿Cuánto más esperarán las autoridades para actuar? – Insiste, cuando quiebra la noche un angustioso grito femenino. - ¡Hija! Llora desconsolada una mujer desgreñada que grita enloquecida, mientras pasa frente al cadáver del agresor de su hija, siguiendo el cuerpo calcinado de la chica que cubierto por una manta es conducido hasta una ambulancia que lo llevará al Instituto Médico Legal.
 
He observado lo ocurrido y debería dar cuenta a la policía, pero…, vendría un señor que defiende los derechos humanos, y que sin ahondar en los insondables misterios del corazón humano, que de seguro, flexibilizarían la rigidez de sus decisiones, resolverá con la estrictez de sus postulados. ¿Debo consignar la verdad de los hechos? ¿Condenar al bombero, llenar de inquietud el corazón del viejo y revelar una verdad que tal vez mitigue en algo el lacerante dolor de la madre? Mientras me debato en la duda, veo que el bombero, consciente de que no podrá cargar con la culpa por el resto de su vida, revela la verdad al viejo, y éste, perplejo, no se suelta de su abrazo, y yo sobrecogido, despierto del macabro sueño.
 
El sol ha salido con fuerza y en el mar se dibujan unos rizos blancos que denotan la fuerza del viento que viene del sur. ¡Habrá un día hermoso! La naturaleza así lo ha dispuesto. La contemplación de la belleza natural me lleva nuevamente al debate.
 
No, seguramente no hubiera interferido, pues, las fuerzas de la naturaleza, en las que la esencia humana viaja inmersa, pueden regularse a veces por sí solas, sin la intervención de terceros, en cuanto al padre, creo que perdonó al bombero, pues consentía en su falta ante el deber de formar a su hijo, y porque supo del dolor que éste causó a otra familia, pero sobre todo, porque creo que siguió siendo un hombre de bien, algo que hubiera perdido si hubiera elegido vivir con el peso del rencor.