Oh I'm just counting

El informante de la esquina rosada (cuento). Por Jorge Orellana Lavanderos

El inspector Avellaneda se agitó inquieto, su olfato de viejo policía le indicó que su turno no llegaría al final. Husmeó el peligro. Sus manos sudaron y ojeó el reloj que anunciaba el pronto término de su jornada.
Tamborileó con los dedos sobre la cubierta del escritorio, y mientras esperaba tenso, paseó la vista por las fotografías que le arrojaron gastadas imágenes de su vida.
Su ansiedad decayó al irrumpir desde el muro, el semblante torvo de su madre, y un puñal lo atravesó con el recuerdo del día en que acuñó su carácter. Era solo un niño, cuando desde el paraíso, tanteó las mazmorras del infierno que, ella había reservado para ambos.
En un momento – recordó el inspector Avellaneda con los ojos húmedos, ella lo vendó, se alejó y lo incitó a buscarlo.
Inquietante, el murmullo de las hojas enrareció el cerro con oscuros presagios y una bocanada de aire fresco se internó hasta sus pulmones.
Caminó en bajada y asustado, se quitó la venda que su madre le había puesto para practicar el inocente juego de la “gallinita ciega”.
Aterrado, descubrió que si daba un paso más caería a las tumultuosas aguas de un canal de riego. Corrió despavorido, huyendo del destino que la madre había elegido para ambos.
Se encontraron luego, para llorar juntos, y ella le mostró una carta que, había dirigido al Juez. Aunque parecía arrepentida, la desconfianza se había apoderado de él. Pasó un largo rato sin que hablaran, solo pudieron mirarse entre sollozos. Quiso perdonarla…
El regreso del paseo al cerro, por el barrio sur, con casas de un piso y fachada continua, fue triste. Santiago de fines de los años treinta, era una ciudad triste, y ese día domingo se había roto para él un vínculo que había creído indestructible. Infinitas preguntas aquejaron su infantil cerebro. Se quedó en silencio. El acontecer… las respondería con rudeza.
De manera fortuita, como cada cambio importante en su vida, dejó un día los estudios para enrolarse en la Policía, y por su mérito, alcanzó el cargo de Jefe de la Unidad.
Fornido y de estatura media, sin vicios ni rarezas, el ambiente lo obligó a forjar un carácter severo, cautivante. Conservador, no eludía ir de frente y aceptaba las consecuencias de sus actos. Amaba su trabajo pues lo alejaba de la vida de un burgués, que calificaba sin riesgo ni heroísmo.
             Se jactaba de haberle arrebatado en su juventud, una mina al Cabro Carrera, avezado delincuente con el cual, mantuvo en el tiempo una leal amistad. Detestaba lo convencional y odiaba lo administrativo, y aunque cumplía con la disciplina, solía rebelarse cuando una regla excedía sus arraigadas concepciones.
A punto de cerrar el día, el ronco quejido del teléfono lo sobresaltó, solo para confirmar las sospechas de que esa tarde se alteraría su rumbo. Desde el otro lado, un informante, le comunicaba de un homicidio ocurrido en una población cercana.
Unos días antes, Samuel, un zapatero que habitaba en esa población, había organizado un almuerzo con sus vecinos, negándose a invitar a Magaña, inicuo personaje de procedencia delictual que despreciaba, pues además, despertaba sus enfermizos celos hacia su mujer.
La fiesta estaba en su apogeo cuando Magaña - famoso por ir siempre armado - se presentó en el lugar, instalando vacilaciones. Nadie se atrevió a rechazarlo, y luego de un rato, integrado el ocasional visitante, el festejo volvió a distenderse.
Mientras en su despacho - de mediados de los sesenta - Avellaneda se sumía en recuerdos de los años treinta, un informante, comunicaba a Samuel, el zapatero, que su mujer estaba en el baño, añadiendo con morbosidad, que se hallaba desnuda, lo que desató su ira y la tragedia.
Samuel acudió con el fusil cargado, y vio que su mujer yacía sobre las frías palmetas del piso. A su lado, Magaña retozaba satisfecho.
 - ¿Qué creías infeliz? ¿Qué aceptaría tu desprecio? – declararían los testigos que fueron las palabras con que Magaña increpó a Samuel.
La respuesta a la agresión verbal fue una detonación sorda que impactó en el pecho del agresor, que en esa ocasión, no estaba armado, produciéndose un silencio trágico.
En el tiempo que tomó Avellaneda en llegar al lugar; los pobladores pactaron declarar que la acción, respuesta a una violación, había sido en defensa propia. Al oírlos, Avellaneda entendió que se había tratado de un ajusticiamiento respaldado por la comunidad.
Observó a la mujer ultrajada, a su acongojado marido y deliberó: El padre irá preso, si informo del homicidio y la madre, expuesta al abandono, se prostituirá para salvar a los hijos.
El destino de la familia está en mis manos, para ellos, he pasado a ser Dios – concluyó atribulado.
¡Nadie se movía! Todos esperaban atentos su resolución. Las manos y la frente de Avellaneda sudaban. Arengó a los suyos, les pidió lealtad y les exigió discreción. Se evadieron policías y pobladores.
Al día siguiente se descubrió el cuerpo de un hombre asesinado. Nadie lo comentó, se cerró el caso, y en la población la vida siguió su curso.
Leves conflictos de conciencia se superaron de prisa por el inspector, convencido de haber hecho lo correcto.
La cárcel del marido habría sido la perdición de ella y de los hijos, pero la insistente gratitud de la mujer con Avellaneda, su belleza polinésica y su seductora voluptuosidad, no le permitieron olvidarla.
Buscando información para cerrar el caso, justifica sus visitas que se hacen frecuentes, irrenunciables.
Samuel entretanto martilla los zapatos del barrio.
¡Crees que tu obra ha sido perfecta! – reclama confundido Avellaneda en la iglesia, pero no obtiene consuelo. ¡Fallaste en los detalles! – insiste antes de dejar el templo, pero no obtiene respuesta.
Se interna en inextinguibles laberintos, obtiene paz y determina que, al hombre solo lo salva el pecado.
Con fiera destreza, Samuel cose el cuero con la lezna.
Aquilatado el riesgo, vuelve el equilibrio.
De ronda en el lugar una mañana, Avellaneda decide poner fin al asunto. Conduce con lentitud por el pasaje discreto, y no advierte los ojos curiosos que lo siguen desde una ventana vecina.
Cruza un colegio y lo alegran los cantos infantiles. Rescata la efímera felicidad que han compartido y piensa que su recuerdo será un aliciente en su perenne lucha por resistir.
Para evitar sospechas, detiene el coche a una distancia prudente y baja acomodando el arma de servicio que, en el trayecto, se ha desajustado.
Golpea con los nudillos y abre la mujer del zapatero que observa indecisa. Avellaneda en cambio, entra con paso seguro, y la puerta se cierra, sin que jamás se sepa de qué hablaron.
Alertado, unos minutos antes, por el mismo muchacho con vocación de informante, Samuel entró descontrolado.  
Desde la esquina rosada, lugar en que espontáneo, dicen, nació un rosal con la sangre regada por una mujer asesinada – otea el informante.   
Las palomas que vagabundean en el prado elevan el vuelo asustadas, cuando, conmovidos, los vecinos escuchan una; sola una detonación.
Con una mueca feroz, en la esquina del rosal que ha crecido, el informante murmura entre dientes: Magaña nunca tuvo que usar la fuerza pa’ visitarla, y a mí, nunca me quiso dejar entrar.