Oh I'm just counting

El milagro inmóvil del Perú. Por Ricardo Rincón González, Abogado

Hay países donde la política se desmorona y con ella la economía. Y hay otros, como el Perú, donde la política se desploma una y otra vez… pero la economía sigue caminando con sorprendente firmeza. En un continente acostumbrado a que las crisis institucionales deriven en colapsos financieros, el caso peruano se ha convertido en un fenómeno sui géneris: una nación que vive en crisis política crónica, pero con una de las monedas más estables del hemisferio occidental.

E Congreso peruano destituyó a la expresidenta Dina Boluarte y juramentó al nuevo presidente José Jerí, el séptimo presidente en apenas nueve años. Lo que hace una década habría sido considerado excepcional, hoy parece parte de la normalidad política peruana.

Ningún mandatario termina su mandato.

Las alianzas duran semanas, los partidos carecen de identidad y la desafección ciudadana es casi total. El poder en Lima se ha convertido en un espacio transitorio, una especie de pasarela institucional donde nadie gobierna realmente, pero todos asumen el costo de hacerlo.

Y, sin embargo, la economía no se inmuta.

El sol peruano sigue siendo la moneda más estable de América Latina. La inflación permanece bajo control. Las reservas internacionales bordean los 75.000 millones de dólares. El riesgo país apenas se mueve, y la disciplina fiscal se mantiene casi intacta. El mercado interno no se derrumba, y los inversionistas —acostumbrados a las tormentas políticas— han aprendido a distinguir entre ruido institucional y fundamentos económicos.

¿Cómo se explica esta paradoja?

Primero, porque el Perú diseñó hace tres décadas un modelo macroeconómico blindado frente al poder político. El Banco Central de Reserva del Perú (BCRP) goza de independencia real, no solo formal. Sus presidentes trascienden los gobiernos y son respetados tanto por derechas como por izquierdas. En un entorno donde el Congreso cambia presidentes cada año, el Banco Central no cambia de rumbo. Y eso, en la práctica, se ha convertido en la auténtica columna vertebral del Estado.

Segundo, porque la economía peruana está profundamente institucionalizada en sus mecanismos técnicos, más que en sus instituciones políticas. Mientras los partidos desaparecen, las reglas fiscales, la autonomía del ente emisor, el manejo prudente de la deuda y la apertura comercial permanecen como pilares silenciosos de estabilidad. Es, en cierto modo, un modelo tecnocrático de supervivencia: un país que no confía en sus políticos, pero sí en sus economistas.

Tercero, porque la sociedad peruana, tras años de vaivenes, aprendió a desacoplar la economía del drama político. Las empresas, los inversionistas y los ciudadanos operan bajo una especie de “resiliencia aprendida”. Saben que el gobierno puede cambiar, pero el marco económico no. En cierto modo, el Perú vive en una democracia institucional suspendida, donde el motor económico funciona con piloto automático mientras el sistema político busca, sin éxito, un conductor.

La gran dicotomía peruana es, por tanto, su propia fortaleza y su mayor debilidad.

Esa estabilidad económica es admirable, pero también peligrosa si se prolonga el vacío político. Porque ningún modelo macroeconómico es eterno; tarde o temprano, el deterioro institucional y la pérdida de confianza democrática terminan filtrándose. El crecimiento sin legitimidad puede sostener cifras, pero no cohesión social.

Y entonces surge la pregunta inevitable:

¿Puede el Perú resistir eternamente esta fórmula?

Porque ya vive una crisis de seguridad, con expansión del crimen organizado, deterioro de la autoridad y desconfianza ciudadana. Y cuando la inseguridad avanza y la legitimidad se erosiona, tarde o temprano la economía y las instituciones comienzan también a resentirse.

El Perú es hoy un laboratorio de resistencia sistémica: un país donde la política colapsa, pero la economía resiste; donde los presidentes caen, pero la moneda no; donde el poder se disuelve, pero el orden fiscal se mantiene. Un milagro inmóvil, sostenido más por la prudencia de sus técnicos que por la solidez de su democracia.

Y quizás allí radica la verdadera paradoja: el Perú ha logrado lo que muchos soñaron —una economía inmune al populismo—, pero al precio de vivir sin estabilidad política, ni confianza, ni esperanza institucional.