Persistía - una semana después – una velada contrariedad con el duende por haber éste repudiado el diálogo de sordos que sostenían, y los amigos, optaron por tratarlo con intolerante indolencia.
Al ver el desencajado aspecto de Fernando, entendió Pedro que padecía un achaque, y al despertarlo, se extendió por su expresión la vulnerabilidad que se extiende en un cuerpo separado bruscamente de los misterios del sueño, y desprovisto de su orgullo, se posó en su semblante la desdichada sonrisa que aportaba tanto dolor a su amigo.
Desde su lecho, Fernando le dirigió una mirada que se incrustó en el corazón de Pedro. La mirada triste y penetrante encerraba en su amargura mucho de ironía y hacía dudar sobre el sentido de la vida.
Entendió Pedro el terrible abandono y profundo aislamiento en que estaba sumido Fernando y le pareció que su tristeza provenía de su dificultad por cambiar su destino y contenía la pérdida que sometía su orgullo, despertaba compasión y lo despojaba de lo único que conservaba: su dignidad ante el sufrimiento.
Observaron ambos afanarse a la mujer jardineando en el minúsculo invernadero. Con delicadeza, sus gruesas manos vertían en maceteros la tierra de hojas que extraía de un saco y mientras ella se entretenía con las plantas, los amigos se extasiaban con la frugal escena.
-El desamparo me ha traído una feroz inseguridad – conjeturó Fernando y ella ha venido a salvarme en esta aterradora espera. El simple acto de salir me incomoda y la calle ha llegado a asustarme. ¡No sé lo que haría sin ella! Siempre requerí de una presencia femenina.
- A mí no me pasa eso, desde que enviudé, la soledad ha sido un deleite y me costaría convivir hoy con una mujer, aunque, en tu amiga noto algo fascinante – murmuró Pedro, observando los delicados movimientos de la voluptuosa mujer.
- Vivo entre animosos y dolientes días, y cruzo en cada uno, desde la holganza del paraíso hasta la realidad del pavoroso infierno. Me hundo en la nostalgia al recordar la inquietante ansiedad que precedía el estreno de una obra y me interno en la experiencia de vivir con una actriz la felicidad de un amor desprolijo. ¡Con libertino espíritu! – y su estrepitosa risa se diluyó en un triste lamento.
- Jamás pude soñar semejante vida, pero escucharte hablar – le confesó Pedro - despierta mi curiosidad.
Tímidamente, el duende salió de su relego y encendió el televisor. Irrumpió entonces en la pantalla una fiesta clandestina de esas que continuamente desafiaban la pandemia y el cuarto se envolvió en el espíritu apasionante y frívolo de la música.
Palpitó embravecido el corazón de ambos amigos y recuperaron añejas remembranzas. El afiebrado baile de deliciosas formas juveniles cubiertas con minúsculos atavíos y el desenfrenado juego de sus sensuales caderas, con hebras de erotismo, agitó sus anquilosados huesos.
Pedro inició una danza y Fernando – como el tullido sanado por Jesús en el día del reposo - se levantó de su lecho y acompañó danzando a su amigo, hasta que, en extasiado agotamiento, se desplomó, para asimilar en silencio el frenético goce del rito del baile.
- Los hombres no se han hecho para pensar – meditó Pedro convulsionado, ¡Se han hecho para vivir!
- Igual que el agua que, al descender por una quebrada, labra un surco por el sendero de mayor pendiente, el hombre rehúsa pensar porque ha sido creado para vivir; y si se afana solo en el pensamiento, como el agua que cae desde una cascada, acabará en el despeñadero – repuso Fernando.
- ¡Es verdad! – aceptó Pedro. La arrogancia de intentar la perfección al profundizar en el pensamiento socava la humildad.
Quedó pensando Pedro que la sabiduría de su amigo nacía en la soledad de ese cuarto y que curiosamente, ahí también surgía su desprecio contra el mundo, que se originaba en su desprecio a sí mismo.
La mosca – dijo el duende, halló en el exterior la libertad que un hombre no encuentra en la calle, pues aunque camine encadenado, la hallará solo si se despoja de sus secretos y permanece fiel a sus principios. El sabio, es el que muestra prudencia en sus actos, el erudito en cambio, es quien posee sólidos conocimientos en múltiples disciplinas.
-La felicidad – reflexionó Fernando, eterna aspiración del hombre, no está en la habilidad para ganar dinero o acumular riqueza; ni en leer o escribir más libros; ni en levantar estructuras o en conquistar más tierras; ni siquiera en dedicar la vida, como único afán, al de ampliar las teorías que proveen esperanza al hombre ¡Eso es erudición! La sabiduría, base de la felicidad, consiste en descubrir el rol que, en la vida, por una misteriosa condición se nos ha asignado y nunca debemos perder ese rumbo esencial.
-¿A quién, que no tuviste oportunidad, te habría gustado representar en la actuación? – lo interrumpió de pronto el duende.
-¡Qué buena pregunta! - respondió Fernando agradecido y pareció a Pedro que había cierta complicidad entre ellos - Albert Einstein es el hombre que hubiera querido representar porque tuvo la osadía de pensar distinto e imponer, con la teoría de la relatividad general, insospechados cambios al reinado científico de dos siglos anclado a las ideas de Newton, cuyo concepto de gravedad funcionaba bien en los fenómenos terrestres pero no a escala planetaria. A su fascinante intelecto, añadió la importancia de seguir siendo un hombre y de cometer los errores que los hombres solemos cometer y tal vez sea eso lo que me acerca a él.
- Esa pudo ser tu elección como actor – replicó Pedro, pero en la vida, creo que habrías preferido ser un labriego, porque al fin de cuentas, la insipidez es la que sustenta finalmente el recorrido de la humanidad.
- Nunca dejarse llevar por la arrogancia de querer vencer a Dios, porque es invencible, ya que no se puede vencer aquello que no existe – aseguró el duende soltando una estridente carcajada.
- Dios es algo que definimos en términos personales; y de esa forma; y con esa libertad, divaga en nuestra alma – dijo Pedro, mientras aquejado por la fiebre, Fernando rumoraba.
- Me felicitaron, me alabaron, y yo les creí. Miré hacia el interior de mi alma y advertí un pozo, unté los labios en él y flotó en mi boca el amargo sabor de la hiel. Sé que envidias mi cercanía con la muerte pues vivimos oscuros días en que quizás es mejor no estar, y has llegado a sospechar que el suicidio puede ser algo conveniente – y se durmió, con una extraña mueca en el rostro.
Al marcharse, doblaba la esquina cuando recordó Pedro que le había pagado solo cuatro sesiones, y que al no despedirse, volvería la semana entrante, por lo que se devolvió para tratar el asunto. Misteriosamente, observó que la mujer vestía diferente y que parecía mayor, avejentada, pero lo que le erizó el cabello, al saludarlo, fue lo que escuchó demudado:
- Es la primera visita desde la muerte de Fernando – confesó con melancolía, y sin dejarlo reponerse de su perplejidad lo hizo pasar y distanciados, ocuparon ambos el amplio sillón de la salita.
-¡¿Cómo y cuándo ocurrió?! – inquirió al fin Pedro, devastado.
- Hace treinta días se arrojó al Metro – replicó abatida, y él, acercándose, solo atinó a encerrar sus manos entre las suyas; y resignados, ambos aceptaron sus destino.