Oh I'm just counting

En medio de una selva oscura. Primera parte. Por Jorge Orellana L. escritor, ingeniero y maratonista

Lectura de foto: La casa luchaba contra los numerosos proyectos inmobiliarios
 
Despavorida, la rata se escabulló por entre la pestilente cloaca y paralizado, el gato solo atinó a contemplarla. La noche irrumpió de súbito y como en un eclipse, repentinamente, la ciudad oscureció.
Desconocía Pedro el avance de la enfermedad de su amigo y había perdido la esperanza de volver a verlo, por lo que le extrañó que esta vez hubiera respondido a su llamado, y más aún, que hubiera aceptado su propuesta de visitarlo.
La tarde veraniega le hizo anhelar la frescura de la lluvia y evocó al santo, al que se la vinculaba, y al que debía el nombre la calle por la que se dirigía, en el tórrido corazón de Santiago, en busca de su amigo Fernando.
 
Al llegar a su destino observó que tenaz, la casa luchaba con los proyectos inmobiliarios que - como en el bosque luego de la lluvia – asomaban como hongos en el barrio. Aislada en el hacinamiento del vecindario, la vivienda lo recibió con un hálito fresco que su cuerpo agradeció.
Sus altas murallas de adobe - cubiertas de un modesto papel mural que, en irreversible deterioro, se despegaba en sus juntas - se hallaban confinadas entre las tablas de madera del cielo y tablas de otra madera del pavimento picado por el prolongado trajín. Sobre el viejo patio interior, se extendían numerosas, las piezas de la morada en que el actor se había asilado y Pedro pensó que nada salvaría al otro, del desamparo en que estaba.
 
Cuando la mano de una voluptuosa y graciosa mujer lo dejó en el cuarto en que descansaba Fernando, éste no alcanzó a sacudirse la modorra, por lo que reaccionó huidizo, y Pedro, se sorprendió de la austeridad del vasto cuarto en que, metido en el lecho, el robusto actor, como proveniente de un naufragio, navegaba en un océano turbio acompañado de un ropero y dos veladores sobre uno de los cuales se equilibraba inestable un flamante televisor, cuya estampa, contrastaba con la sobriedad del resto.
 
Con un gesto de la mano, lo invitó a ocupar la gastada silla que, junto a la cama, coronaba el mobiliario de la pieza, confiriéndole el soplo clerical de un monasterio, y al sentarse, advirtió Pedro impresionado, la presencia en un rincón de un pequeño duende que parecía cobrar vida propia.
-¡Te estaba esperando! - respondió Fernando a su saludo, fortaleciendo la voz y, sin que se remeciera la pétrea coraza que envolvía su corazón blando, sentenció con tenue voz - me queda poco tiempo.
Enmudecido, el escritor se azoró de no encontrar la palabra amable que no rasguñara su impenetrable orgullo y al percibir su aturdimiento, Fernando volvió a su vozarrón, como si se hubiera encaramado otra vez sobre las tablas, de las que ambos intuyeron, ya se había despedido.
 
- No dispone de mucho tiempo, le aconsejo aprovecharlo – remedó al doctor que con indiferencia, le había comunicado la noticia cuando él observaba como, su pierna y su mano, temblaban en leves vibraciones, mientras sus dedos centrales tamborileaban sobre el escritorio, produciendo un ruido molesto que, curiosamente, le sirvió para atenuar el golpe que el médico le había asestado y que recibió impávido, sin dejar que su emoción aflorara por las invisibles fisuras de una mueca.
 
Pedro estaba ahí para conversar con el actor sobre las cosas que, en largos años de amistad, les habían quedado pendientes, pero intuía que, aunque su amigo se jactaba con desafiar a la muerte, no se había despojado de ese natural temor, que, sin serle indiferente, tampoco era su mayor angustia. Lo que lo afligía, provenía de su desesperada situación económica, algo que su presunción jamás le dejaría reconocer y, si aceptó exponer su miseria, fue por no hallar otra forma de pedir la ayuda que le urgía.
 
¡Acepta morir con dignidad! – determinó Pedro, pero jamás reconocerá su terror a que la casera le exija el pago del monto que le adeuda y que no puede cubrir. ¡Esa es la barrera que nos impide hablar sobre lo que vale la pena! Le planteó entonces que sus conversaciones se venderían a una revista y que lo justo era compartir ese lucro.
Se iluminaron con la propuesta los ojos del actor, que en vez de una dádiva humillante, recibiría el pago de un trabajo y se distendieron sus músculos y su angustia se esfumó al acordar que celebrarían reuniones destinadas a la conversación. Cedió el orgullo en Fernando y dio paso a una mirada de gratitud y se convenció el escritor de que resuelto el trivial asunto de la pensión, abordarían los temas que les interesaba.
 
No vine para escribir tu historia – le largó Pedro de sopetón, ante la mirada desafiante del otro. Me interesa narrar, desde mi personal perspectiva, mi percepción de tu historia pues, al inspirarse mi interés en un propósito de carácter literario, necesariamente emergerá de la ficción, que es lo que da su real sustento a la escritura.
-Yo me remitiré a mi parte y tú remítete a la tuya - retumbó la pieza con su visceral respuesta.
- Ni siquiera el interés de alcanzar tu reconocimiento – continuó implacable Pedro, me hará caer en la tentación de cambiar la fuente que inspirará mi pensamiento. No cruzaré la delicada frontera en que, al quitarle su espíritu a una historia, se la despoja de su esencia.
En silencio, se acomodó en el lecho para mirar la única flor que crecía en el reducido patio exterior de la habitación y con gesto de no querer ser interrumpido, se abrió – ante la comprensiva mirada del otro, a compartir algo que le oprimía el corazón:
-A la salida de la consulta en calle Alcántara, dónde el doctor me ratificó lo que yo ya intuía, caminé buscando el acceso más cercano al Metro. La Estación estaba vacía y en el andén iba delante de mí, un hombre joven, de espaldas. Se detuvo, y de soslayo advertí su silueta, pero preocupado en mis asuntos, no registré sus rasgos. Con la llegada del tren, oí el espantoso chirrido de un frenazo y antes de que el tren se detuviera, constaté que solo yo estaba en el andén.
Al ver que de todos lados la gente corría hacia una dirección, concluí que el joven yacía bajo las ruedas. Aterrado, hui de ahí, eludiendo el punto al que convergían las miradas. Afuera, respiré libertad y aturdido, caminé sin comprender la realidad. Me acosó luego una pregunta - ¿Si en vez de pasar indiferente a su lado, le hubiera destinado una mirada de afecto, habría avizorado la tormenta que agitaba su alma? Dejé el sitio cuando la prensa llegaba al lugar.
 
En mi casa, sin recuperarme de la impresión que el episodio me produjo y deseando conocer la suerte del joven, cuya imagen se había engarzado a mi alma, quise informarme a través de los medios, pero no encontré la noticia. Repetí el ejercicio en los días siguientes, añadiendo una prolija revisión de la prensa escrita disponible, pero no di con la crónica.
 
Ha pasado una semana, y en cada una de las siete noches transcurridas, el joven se ha presentado en mis sueños para revelarme experiencias de su vida que, curiosamente, son coincidentes con las mías. A través de esas imágenes, en mis sueños, han circulado cronológicas escenas de mi vida. Anoche, no fue la excepción y volvió a aparecer, acompañado esta vez de una expresión muy triste. Desperté asustado, porque su imagen era la mía, la misma que tú estás viendo ahora.

Continuará en la siguiente edición.