El día que Paola entrevistó al hombre que mató a su marido se escondió una navaja suiza dentro de las bragas. Tenía planeado acuchillarlo, pero no sabía cómo ni en qué momento hacerlo, la venganza no sólo nubla el alma, sino también el pensamiento.
Ernesto Velandia era el líder del grupo terrorista más temido del país, el ELN (Ejército de Liberación Nacional). Bajo su mando el grupo paramilitar llevaba en su cuenta más de siete mil muertes de civiles y dos mil de uniformados. Se les acusaba de poner bombas en los metros, disparar sin escrúpulo en las plazas públicas y aeropuertos, organizar motines en las cárceles y atentar en contra de la vida del presidente. Ernesto se excusaba diciendo que todo era por un bien mayor, un ideal, pero él bien sabía que lo que realmente amaba era la sensación que le recorría el cuerpo por el riesgo constante de ser asesinado en uno de sus ataques. Se sentía un genio, un revolucionario de época. Estaba tan convencido de su inmortalidad que aceptó, por primera vez en todos sus años de terrorista, dar una entrevista al diario “El Amanecer”, el más leído del país.
En el diario había una sola periodista con la trayectoria suficiente para realizar la entrevista, Paola Avilés, una de las tantas viudas desconocidas que había dejado el ELN. Su esposo, Mauro Franquina, había estado en el lugar y en el momento inadecuado, eso le había costado la vida. Su muerte pasó desapercibida entre las más de cien que hubo ese día. Su nombre no apareció en ningún telediario, no se le hizo ningún monumento, y con suerte se le organizó un funeral, al cual solo asistió su esposa y un par de amigos. A la sociedad le habían quitado un hombre, pero a Paola le habían quitado la esperanza y eso no lo podía perdonar.
Llegó al lugar de la entrevista con el block de preguntas en las manos. Era una casa amarilla, muy vieja y pequeña, no tenía ventanas al igual que todas las casas de esa cuadra, sólo una gran puerta de madera marrón con los bordes carcomidos por las polillas. La tocó tres veces, como se le había indicado previamente. Un mocetón de frente amplia, nariz gruesa y ojos lejanos le abrió la puerta. Sin decirle nada, la encaminó por un largo pasillo hacia un salón grande y oscuro. “Espere aquí, el jefe llegará en unos minutos.” le dijo señalándole una de las dos sillas de madera que estaban en el medio del salón y se alejó por el pasillo hasta salir de la casa.
Paola se sentó en la silla sintiendo que una mirada la tocaba, pero no sabía de dónde venía. Al escuchar unos pasos haciendo crujir el piso se le tensó hasta la respiración. Estaba dura como un cadáver cuando sintió que unos dedos largos le acariciaban los hombros por la espalda. La sensación le causó un espasmo y se giró temblando hacia su acompañante.
Seguramente nunca esperó ver aquello que vio. No era el cicatrizado callejero que imaginaba. Era un hombre común, alto y moreno, de espalda ancha, ojos negro verdosos, nariz respingada y labios gruesos cubiertos por un frondoso bigote blanco. En su rostro estaban mezclados perfectamente el africano, el indígena y el español. Era de esos mestizos con temple de buena gente como Mauro. Paola deseó no haberlo visto nunca, ahora le costaría mucho más hacer aquello que debía. Ernesto se sentó engreído en la otra silla, mientras ella aún no se recuperaba de la primera impresión.
A lo largo de la entrevista intentó hacer las preguntas con seriedad, pero el parecido con su esposo le causó un inesperado calor en la entrepierna que no sentía hacía mucho tiempo. Su difunto marido había sido el único hombre con el que había intimado en toda su vida y ahora era como si lo tuviera frente a ella, qué más podría pensar que en aquello que no debía pensar. Hasta la forma de hablar de Ernesto le excitaba. Cada respuesta suya le acrecentaba irremediablemente el deseo. Fueron tantas las ganas que sentía debajo de la falda, que al llegar a la última pregunta ya no pudo disimularlas.
-¿Qué piensa sobre las muertes de inocentes por causa de sus ataques?
Ernesto se acercó a ella, le tomó las manos con fuerza, la miró a los ojos con picardía y le dijo con una seguridad única:
- Al parecer usted no ha leído nunca que todos los hechos que le ocurren a un hombre en su vida han sido prefijados por él. Eso quiere decir, que todos aquellos que han muerto en uno de mis ataques siempre supieron de alguna forma que su vida terminaría así e hicieron todo lo posible para que eso pasara. Eso me convertiría a mí en un cumplidor de los deseos del destino… Y por lo que veo, usted también tiene un deseo conmigo y déjeme decirle que estoy completamente dispuesto a cumplirlo.
Paola enrojeció, había sido descubierta. En ese momento olvidó todo, la lascivia le había cubierto el cuerpo y comandaba sus acciones. Estaba rendida ante cualquier movimiento que él hiciera y Ernesto lo había sabido con solo mirarla. Se abalanzó hacia su cuerpo y se fundieron juntos. Ella se entregó a él colérica de pasión, mientras le desabotonaba despacio los botones de la blusa. Se agachó frente a ella y comenzó subir las manos por sus piernas mientras le besaba las pantorrillas. Acarició sus muslos y con delicadeza le sacó las bragas. Se escuchó algo que caía.
-La muerte, como el amor, nos llegan de improviso.-le dijo Ernesto poniéndole la navaja en el cuello.