En columna anterior advertimos que cuando la mediocridad inspira a un gobierno, sus políticas terminan siendo un espejo de sus carencias. Hoy debemos ir más allá: lo que observamos no es mera mediocridad en la gobernanza, sino una política educativa deliberadamente ideológica. Se ha instalado un proyecto que, bajo la promesa de gratuidad y “derechos a todo evento”, busca moldear la sociedad a través de la dependencia del Estado, aun cuando ello signifique quebrar las bases de la autonomía educativa y desfinanciar a cientos de proyectos que sostienen la diversidad de la enseñanza en Chile.
El ejemplo más reciente es brutal. La Superintendencia de Educación dictaminó que la matrícula de un alumno debe renovarse, aunque los apoderados no paguen la colegiatura. La decisión, amparada en el “derecho a la educación sin discriminación”, no distingue ni considera la viabilidad de los establecimientos. En la práctica, significa que miles de familias pueden dejar de cumplir con su obligación de pago, mientras los colegios —particulares subvencionados con copago— quedan atados de manos.
Los números hablan por sí solos: en 2024 existían 702 colegios particulares subvencionados con copago, que concentran alrededor de 480 mil alumnos. Si sumamos la educación diferencial y de adultos, la cifra se eleva a 711 establecimientos, con casi 550.000 estudiantes. Todos ellos hoy están expuestos a un vacío financiero que amenaza su continuidad. No es teoría: un liceo católico del norte del país, con mil estudiantes, acumula ya una deuda de $120 millones en colegiaturas impagas. Su sostenedor, con 16 años de experiencia, reconoce que no hay incentivos para pagar y que el dictamen reciente puede ser el golpe final.
Lo más grave a nuestro juicio es que esto no es un error, ni una torpeza administrativa: es una decisión coherente con la intención de reducir las autonomías de los proyectos educativos para aumentar el control del Estado. En primaria, en secundaria y en la educación superior, el libre desarrollo de proyectos formativos está siendo erosionado en nombre de un igualitarismo mal entendido, que no libera a las familias, sino que las subordina.
El cebo de la gratuidad ha demostrado ser un imán de votos, aunque a costa de la calidad, de la responsabilidad y de la sostenibilidad del sistema. La trampa es evidente: se proclama un derecho, pero sin financiamiento suficiente ni reglas claras, y se condena a la precariedad a las comunidades que hacen viable la educación. El resultado es una sociedad más dependiente y más manipulable, donde el Estado concentra la influencia y las familias pierden capacidad de decisión.
Chile necesita más educación, mejor educación y mayor autonomía para innovar y la diversificación de proyectos educativos es fundamental para lo anterior. No obstante ello el gobierno ha optado por un camino que confunde derecho con gratuidad ilimitada, justicia con subsidio indiscriminado, inclusión con debilitamiento de quienes sostienen el sistema. No es solo mediocridad, es ideología también. Y como toda ideología que desprecia la realidad, si no hacemos nada, si sucumbimos al discurso fácil, si carecemos de convicción, si despreciamos la lógica y la capacidad de análisis y cuestionamiento, permitiremos que se siga degradando nuestro país al poner en jaque el sistema educativo en su conjunto.