La foto – elegida con astucia por el periódico - después de un rato de observación, me remonta, curiosamente, a placenteros episodios de mi niñez…, y me sitúa en un sábado cualquiera…, acercándonos a la mitad de la década del 60. Se ha instaurado en Chile el sábado inglés y la jornada en la tienda de mi padre se extiende ese día solo hasta las 13 horas, y como es costumbre, después de almuerzo acudiremos al cine en familia. Temprano, reviso en el periódico la programación del único cine - hubo otro pero colapso después del Gran Terremoto y nunca se recuperó - que ofrece para deleite mío y de mis hermanos una función triple.
En la película del centro se exhibirá “Shane, el desconocido”, con Alan Ladd en el rol protagónico, actor poco conocido que, por su talante inexpresivo, su rostro infantil, y sus trasgresiones en función de un noble objetivo, se ha vuelto mi favorito, por lo que me ilusiono con el espectáculo, y variadas briznas de felicidad revolotean en mi cuerpo alentando mi ansiedad.
Puntuales, bajamos desde mi casa al centro, en lo que para mi corta edad, representaba entonces una larga cuesta, como solemos hacerlo, visitamos con las entradas compradas la pequeña confitería que en el foyer del cine, atiende la señora Campistó, madre de unos antiguos vecinos nuestros; y abastecidos para la larga jornada, accedemos al cine que tenía tres niveles; el nivel inferior se extendía hasta el escenario y a él concurría la gente más acomodada de la ciudad, ubicándose detrás del inicio de la platea alta, dispuesta en el nivel siguiente, y en donde se acomodaban quienes no alcanzaban asientos en la anterior.
Por último, en el nivel superior, estaba la galería, con acceso diferenciado por detrás del teatro, que acogía, por un valor menor, y dando cuenta de la distribución social de la ciudad, al público de menor condición económica. Motivado por el diseño de la sala, los que quedaban en la platea baja delante de la línea de la platea alta, o en aquel nivel, delante de la línea de inicio de la galería, se exponían a recibir algún proyectil lanzado desde las terrazas de arriba cuando se interrumpía la función, o simplemente, cuando ella no satisfacía las expectativas de algún primitivo espectador.
Aquel día sin embargo, nadie arrojó nada, porque Shane, el desconocido pistolero, que reformado anhela una vida tranquila, altera sus intenciones para defender a una comunidad de pioneros…, y su acto despierta gratitud en mi comunidad y en mí mismo, porque nos asiste la seguridad de que si se produce una injusticia, él la corregirá, y aquello nos traspasa la confianza de que no estamos sometidos a la lenta acción de la justicia, alguien que se constituye en ángel, vela atento por nosotros. Hollywood lo representa con estampa gallarda, en estereotipo de la justicia vinculado a la bella Lustitia, la diosa Romana de ojos vendados, porque se nos ha impuesto desde siempre la asociación entre la bondad y la belleza física.
Nuestro encantador héroe, al que llamábamos “jovencito” - distinto al Sheriff, porque este se apega a la ley aunque finalmente se someta a la voluntad del justiciero - y cuya aparición se celebraba con aplausos desde la galería, tiene delicadeza con lo débiles, expresa fineza con las damas, pero es implacable ante el abuso. No busca camorra, pero jamás elude el conflicto y posee el arrojo necesario para ir hasta las últimas consecuencias en defensa de valores frente a los que jamás transará.
En una ocasión, recién llegado al colegio santiaguino, usé ante un grupo de compañeros una palabra erradicada del lenguaje capitalino, provocando, las instantáneas burlas de los otros acentuadas por mi inconfundible y cantarín acento sureño. El líder del curso, alguien de nulo conflicto, se alzó desafiante rugiendo – ¡Esa es la palabra correcta! Y agregó – Tropa de ignorantes. Nadie lo contradijo, las burlas cesaron en el acto, y el chino se ganó mi incondicional gratitud, por el hecho de haber acudido como un ángel de la guarda cuando yo estaba derrotado y disminuido ante las burlas del resto.
La foto a la que aludo, muestra la faz del Ministro, con mirada severa y desafiante bajo un sombrero de alas levantadas, que acentúa su actitud provocadora y desata mi simpatía por el personaje al advertir con absoluta certidumbre, que tras la postura de aparente intransigencia, se oculta la coherencia y carácter frente al único objetivo que lo impulsa: ¡Protección integral de la comunidad!
Se arriesga el ministro con su actitud hostil, pues se expone a que sus errores sean amplificados y sus logros se atribuyan nada más que a la obligación que el cargo le demanda. Y esa es la actitud que debería regir al mundo político: ¡Ser juzgado solo por los hechos! Excluyendo la simpatía que pasa a ser una formalidad. El riesgo es que el exitoso siempre tendrá la adulación del mediocre, y el éxito, siempre generará la envidia del resto.
Me pregunto: ¿A qué se debe que por sobre la crítica pequeña de quienes ven en el ministro a un enconado detractor, la inapelable voz popular le otorgue un amplio respaldo? ¿Qué permite que el ministro pueda elevarse a la condición de un Sheriff?
¡Es la esperanza de que acierte! ¡De que no se equivoque! El temor a que sus errores puedan traducirse en muertes, y que sus aciertos salven vidas, pues como la pandemia trae azar, su error podría significar nuestra muerte o la de alguien muy cercano, y nuestra cultura nos ha enseñado a desconfiar de la muerte y a desconocer que ella forma parte de la vida, y que, sin tentarla, hay que defenderse de ella cuando su ataque es artero. Pero… ¡Sin resolver el misterio de la muerte la vida está incompleta!
Y por favor, no invoquemos a Dios, dejémosle tranquilo, no intentemos apelar a su indulgencia, aceptemos sus acertados designios. ¡Ayudémosle! Porque Dios es el Jefe, y como todo jefe, ansía que le aportemos soluciones, dejando a Él las tareas que nos resultan de carácter inexplicable.
-¡Cómo me gustaría tener 35 años! – Expresa espontáneo mi amigo a través del celular, y me ocurre que pienso de inmediato en la novela “Todos los hombres son mortales”, y en las consecuencias de la implicancia de volver a esa edad, y de solo pensarlo, se desata ante mí un abrumador agobio, tal vez, de similar peso al que aprisionaba el corazón del protagonista de la historia de Simone de Beauvoir, que sin envejecer, veía con pavor como los que lo rodeaban iban desapareciendo.
He tenido – concluyo mientras sigo conduciendo agradecido - una vida plena, en la que mis dolores - de los que no ha estado exenta - se han debido a una misteriosa razón que - salvo en un caso que espero develar con la muerte - he llegado a entender. ¿Qué sería de mis hijos al volver a tener 35 años? Serían menores, pero no estarían mis nietos. No, la vida ha tenido su curso y en tales términos, y con ese compromiso, supongo que acepté vivirla. La fugacidad de cada una de las etapas que he vivido me permite añorarlas con fruición y nostalgia, imbuido al interior de la placentera melancolía que me aqueja al evocarlas, pero por nada volvería el tiempo hacia atrás. Persiste en mí un intenso deseo de seguir descubriendo las etapas que la vida me tiene reservada.
He llegado al punto en que se hace necesario compartir un secreto: La mayor aspiración de mi escritura es conmover a un lector desconocido y escribo para trascender, lo que da cuenta de mi exacerbado ego, que lleva implícito – puedo atisbarlo - el anhelo oculto de convertirme en “jovencito”, y emulándolo, aceptar la trasgresión de ciertas odiosas normas, respetando esta simple sentencia: nadie ha de ser juzgado por la consecuencia que su acción provocó, se lo debe juzgar por el sentido que inspiró esa acción.