Oh I'm just counting

Observando. Por Jorge Orellana Lavanderos, escritor y maratonista

Observar el paso de la gente puede ser algo fascinante que nos aparta de toda forma de aburrimiento. Aunque cada rostro refleja la realidad de un hombre, sus rasgos y sus acciones, alientan nuestra imaginación hacia un prodigioso escenario de revelaciones sorprendentes. Brotan improvisadas señales que, aunque se desvanecen con la misma rapidez con que vinieron, sus imágenes, agitan nuestra indolencia y alteran nuestra historia.
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De un auto - en el que viaja una pareja - que para ante el semáforo, baja de prisa un hombre mayor que corre hasta la vereda, se detiene, y desde ahí, lanza una bola de papel hasta un basurero ubicado a una cercana distancia. Al interior del coche la mujer observa - entre divertida y enternecida - la improvisada acción del conductor.
Una brisa de viento altera el viaje del papel que cae al suelo, mientras en el semáforo se ubica un vehículo detrás del suyo.
El hombre, mirando al auto estacionado y al semáforo que se ha puesto en verde, corre, coge el papel y vuelve a su posición anterior, desde donde repite el ejercicio, ahora con éxito, pues la bola de papel se introduce en el basurero, y éste, jubiloso, regresa apresurado al auto.
 
Antes de entrar, mira con gratitud al conductor ubicado tras el suyo, que esperó paciente y que responde con ternura y una comprensiva sonrisa a su saludo, porque ha entendido todo.
La mujer, lo recibe sonriendo y le observa con blanda ironía que solo acertó al segundo intento.
El hombre, alza ambas manos y en infantil gesto de complicidad le guiña un ojo, y arranca la marcha, que continúan abstraídos, en apacible serenidad.
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El editor, pleno de arrogancia, se plantó frente al disminuido escritor que temblaba en espera de su resolución, y sin vacilaciones ni argumentos, le informó que debería reescribir la novela que le había presentado, y luego traérsela sin superar la mitad de las páginas, y rio con desdén.
Atónito y consciente de que la entrevista había terminado, y que la decisión era irrevocable, el escritor se marchó cargando una dolorosa herida en el alma, reflexionando en su angustia, acerca de la devota dedicación y amor que había puesto en cada una de las carillas escritas.
En la calle, perdido y solo, se sintió desesperado y, concluyó que por mucho que se afanara, jamás cumpliría con la exigencia. Aquello no era posible sin deshacerse de algunos de los personajes que habían llegado a ser parte de él, porque al eliminarlos, volverían a reclamarle su deslealtad, y su insostenible explicación, que le resultaba insoportable, agitaría sus sueños.
 
Caminó abatido por un rato, y parecía resignado a su suerte, cuando desde las ramas de un árbol irrumpió una luz misteriosa, algo que sin explicación racional y en una lengua desconocida, tuvo la facultad de comunicarse con su cerebro, y que vino para ofrecerle guiar su mano en la creación de una pintura, y renació su esperanza.
Como algunas obras – le informó la voz emergente desde la portentosa luz, estará dotada de un prodigio que solo resultará si el observador descubre el secreto sentido de la obra, y sin añadir más, desapareció entre los árboles, dejándole una confusa sensación.
 
Ocurrió entonces, que de manera sorpresiva, se apoderó de él un impulso creativo, y recuperado el ánimo, asumió el desafío propuesto, y en el taller de su casa dibujó un pintura de formidables dimensiones que despertó la admiración de todos, en la que representó una réplica de su ciudad y que contenía el peculiar hechizo de que al observarse - siempre de manera individual - una luz que titilaba, indicaba al observador la ubicación en que apiadada, la fortuna favorecía en ese instante a los transeúntes.
 
Tal virtuosismo del cuadro - que se propagó como el fuego en una pradera reseca - desató la curiosidad y el interés de todos por conocerla, por lo que se invitó al escritor - ahora convertido en pintor - a exponerla en el centro artístico de mayor prestigio de la comarca.
Orgulloso de su logro, el artista recurrió a un asistente para trasladar la pintura, y mientras efectuaba un trámite menor, lo dejó en su estudio. En su ausencia, éste la contempló por largo rato, sin entender siquiera la posición desde la que debía observarse, por lo que en su caso, el prodigio no se produjo, y la luz de la fortuna no se encendió ante él.
Cuando estuvieron frente a la cajuela del auto, al pretender introducir en ella el cuadro, por muchos esfuerzos que hicieron, concluyeron en lo inútil del intento. Con suma ocurrencia entonces, el ayudante propuso al pintor cortar el cuadro en dos. De modo - dijo, que adornará dos habitaciones y además será fácil de transportar.
El ayer escritor - que por circunstancias extrañas se había convertido en pintor - siempre culposo por no haber reescrito su novela, se culpó ahora de no haber pensado antes en la solución que el asistente le ofrecía.    
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Observo que una hermosa chica viene hacia mí y nuestras miradas se cruzan. Advierto la belleza y expresividad de sus ojos, pero la mascarilla que los cubre, me impide ver sus labios, y aquello me recuerda algo que capturé del mundo real hace unos días.
Estaba en la peluquería, y vi que frente a una imagen en blanco y negro de los años sesenta, perteneciente a una actriz que lucía unos seductores y hermosos labios naturales, una chica, mirándose al espejo, blasfemaba contra la mascarilla, cuyo uso obligado, ante la pandemia que afecta al mundo, había sido decretado por el gobierno.
-¡Qué injusticia! - Reclamó furiosa, y advertí que sus labios, que sin duda era lo más lindo de su rostro, se asemejaban mucho a los de la actriz con la que se estaba comparando.
 
-¡Qué mala suerte! – Insistió al borde del llanto, cubriéndose hasta la nariz con la mascarilla, y entendí su agitación, porque ciertamente, su imagen sufrió una lamentosa pérdida.    
-¡Me obligan a ocultar lo más lindo de mi cuerpo! –Refunfuñó molesta, y se marchó, pero antes de que cerrara la puerta con un golpe violento que estremeció los cristales, recogí sus últimas palabras, dirigidas al viento:
-¡Me voy a querellar!
Y mientras los suaves dedos de otra chica, se escurrían con el agua caliente por mi cabellera, oí a una voz masculina de acento argentino, comentar desde el sillón en que trabajaba.

-¡Tiene razón la chica! Para tener los labios de Brigitte Bardot pidió un crédito que se lleva la mitad de su sueldo. ¡Tiene toda la razón! El Estado debe hacerse cargo de su deuda.