Un pavoroso sentimiento de pérdida lo atacó impiadoso al recuperar idos momentos de placer, que inmisericordes, le espolearon el alma con la dicha irrecuperable, extinguida.
Como le era costumbre, paseaba a menudo frente al recinto que alguna vez albergó un club al que acudía a jugar, y que ya no estaba más, porque en su lugar se había construido un flamante edificio.
Recordó el placer que había brotado de su cuerpo con cada perla de sudor que había derrochado a raudales, y el despertar abrupto de íntimas fibras dormidas, lo devolvió a su sensación de pérdida.
Sonrió compasivo al comparar su flexibilidad de entonces con la actual rigidez de su cuerpo, y su pesar aumentó al rememorar a los amigos que habían formado parte de ese selecto grupo, y al pensar en cómo la vida los había dispersado, de nuevo lo aquejó la pérdida.
La evocación del placer de aquel tiempo glorioso encumbraba su espíritu y la evidente imposibilidad de rescatar esos momentos de alegría, asentaba el implacable efecto de su pérdida.
Al alejarse del lugar, sus meditaciones lo llevaron a divagar entre el placer y la pérdida, y advirtió en su melancolía, que la senda del tiempo quedaba siempre regada por ineludibles recuerdos amables. Cada día había traído algo distinto al anterior, y nunca se habían repetido con exactitud. ¡Ni los buenos días ni los malos momentos! Los hubo peores o mejores, pero nunca idénticos.
Aunque su lógica de hombre lo invocaba a lamentar la pérdida de las etapas dulces de su vida, no le pareció justo amargarse con tales recuerdos sin agradecer que la vida, endulzada por esas vivencias, se había servido de ellos para mitigar sus padecimientos, aquellos de los que un buen hombre nunca es capaz de eximirse.
Sin rebelarse contra él, más bien aceptándolo con resignación, percibió el deterioro del templo en que se había cobijado su cuerpo durante su vida, y que se consumía en su detestable e inevitable proceso de degradación, y sin temor, se evidenció su impresión de la pérdida.
Extraños murmullos surgieron entonces, atraídos por una brisa fresca que se acentuó hasta volverse viento, del que fluían inconfundible susurros, pero no se amedrentó, por el contrario, sintió que un dulce placer invadía su paz cuando una voz paternal, de ronco acento, lo invadió con rudeza.
-¿Quién eres respondió a su saludo?
-¡Ya lo averiguarás! – Replicó la voz misteriosa.
Y antes de persistir en el diálogo, se extendió sobre el hombre un pesado silencio. La recta línea de la calle se perdió al fondo de una caverna oscura y colgajos de nubes que ensombrecieron el cielo luminoso, bajaron hasta envolver la voz, que se hizo difusa, perdiéndose en inescrutables abismos.
Al día siguiente, con la velocidad de las malas noticias, se enteraron sus amigos de que por falta de irrigación sanguínea, el hombre sufrió una lesión en el cerebro, algo como un derrame, y mientras los doctores anunciaban a la familia de su muerte cerebral, y esta se debatía acongojada, entre la dolorosa decisión de desconectarlo o mantenerlo con vida en ese estado, junto a la pesadumbre que los invadió, estas fueron algunas de las impresiones de sus compañeros.
-Oremos por la sanación de nuestro camarada.
-Recordemos su valioso paso por la vida.
-Todavía no ha muerto.
-Recemos por el milagro de su recuperación.
-Dejémosle que descanse.
La misma voz que oyó antes de caer doblegado, se presentó a sacarlo del insondable mundo de transición en que dormía, cercado por desconocidos personajes de blanco, que a su alrededor, discutían y alardeaban, sin que él pudiera descubrir de lo que se trataba.
-¿Estás preparado? – Se desenmascaró directo el personaje - que no era otro que la muerte - en el preciso instante en que un sordo ruido ahogó la respuesta del enfermo, y desconcertada, sin atreverse a insistir, la muerte decidió dialogar.
-Has pensado con nostalgia en tus momentos felices pero te has olvidado de las tribulaciones que sufriste –Atacó ella.
-¿Para qué fustigarme con tales recuerdos? – Se defendió él.
-¿No sientes curiosidad por conocer el sentido que tuvieron tus dolores, o curiosidad por develar el misterio que acompañó su razón?
-Sí, claro que la tengo – Respondió con premura, atisbando el esmero con que se desplazaban los personajes de blanco, mientras la muerte asentía complacida.
-¿Te has comprometido con la tecnología y sientes que aún puedes innovar en las nuevas formas que irrumpirán en la conducta de los hombres?
-Sí, ¡Claro que sí! Cuando te cruzaste conmigo en la calle, venía justamente pensando en un nuevo proyecto, muy distante de aquellos a los que destiné mi vida – Fue su respuesta esta vez, que la muerte recibió con un mohín de desprecio, decepcionada, mientras las miradas de los personajes de blanco se concentraban en torno a su cuerpo con descubierta inquietud.
-¿Te arrepientes de algo que hiciste y no debiste hacer? O… ¿De algo que no hiciste y debiste hacer?
-Por omisión pequé menos que por acción – Respondió certero el hombre, y ante la mirada desafiante de la muerte, continuó.
-Siempre intente servirme de las actividades que realicé, y nunca al revés, porque busqué mi armonía, esencial principio para servir de mejor manera a mis hermanos – Y la muerte suspiró satisfecha.
-Esta no es hora de arrepentirse, ni siquiera acerca de las pocas veces en que obré de mala fe – Y la muerte susurró sorprendida.
-Algunos claman ante tu cercanía, y se lamentan por no haberlo hecho mejor, como si exigieran, sin mucha dignidad, otra oportunidad. – Y la muerte entusiasta, añadió que el hombre es falible.
-Reconozco de inmediato – Se ufanó la muerte, cuando alguien falta a la verdad, y como solo obedezco a un mandato, disfruto siendo bien acogida, y acepto que a lo que más le temo, sin ser infalible, es a ser injusta.
-Tampoco soy de aquellos – Continuó fascinado de entenderse a solas con la muerte al advertir la retirada de los personajes de blanco - que suponen que con tu visita sobrevendrá algo extraordinario. Carezco de esa certeza. Soy de quienes piensan que nada está garantizado, y que tal vez haya algo espectacular, o solo suceda un devastador silencio. ¡No lo sé! – Agregó ante la muerte, que poco acostumbrada al diálogo, atendía conmovida.
-Lo que sí sé – Continuó el hombre, es que eres el último eslabón de la cadena - larga o corta - de la vida, y que sin ti, esta no se ha completado. En mi vida, he obrado con la seguridad de que si se actúa bien, se cumple con el propósito para el que fuimos creados, y te percibo como el impostergable paso que todos debemos dar un día, y pagaré con gusto el precio que devele mi curiosidad – Terminó el hombre con acento confiado.
-Has respondido con franqueza y sabiduría, estás preparado y mereces que te revele el secreto, intentaré ser ecuánime y justa, añadió la muerte, y le comunicó su decisión.