Oh I'm just counting

Risas: Por Jorge Orellana Lavanderos, escritor y maratonista

Al recorrer el jardín con apartada mirada, se instala en él la melancolía de un mundo en apariencia perdido, observa a la mariposa que en delirantes vuelos besa las flores, y con nostalgia, se aferra al recuerdo del nieto de vivaces movimientos, similares al adorable insecto. Se acomoda en el borde de una jardinera de hormigón y se sienta apiadado de sí mismo para experimentar con júbilo la desaprensiva sensación de no poseer, como en los mejores días de la infancia, cuando gozaba la pertenencia de pequeñas cosas que no poseía pues solo tenía, y que sabía pronto perdería.
¡La pertenencia sin posesión! Tenía… Amaneceres de plata…, Ocasos dorados…, Y el inmaculado azul del cielo; Tenía la ventana de su cuarto de madera, desde donde observaba el mar sin llegar a saciarse jamás, y preguntar curioso al viento ¿Quién habita esas lejanas islas?; Tenía un patio que en primavera se teñía de flores inundado de aromas; Y…Tenía la certeza de Dios, pues desconocía aun el corazón del hombre.


Para acudir al jardín, el viejo ha interrumpido la rutina que se ha impuesto para no dejarse vencer por el encierro. Le impresionó una vez, la fortaleza mental de Solzhenitsyn, cuando disidente del régimen fue condenado a pasar casi un década en el Gulag, donde para superar el agobio de vivir en una celda mínima, mantenía una rutina de ejercicios y su creatividad intacta para narrar las vivencias que luego plasmaría en “Archipiélago de Gulag”. Amparado en su ejemplo, ha interrumpido su rutina y mansamente, como el rebaño cede en el atardecer al encierro del redil, el viejo se ha entregado resignado al misterio del claustro.


Su casa es vecina a una plaza que no puede ver, porque los arboles han crecido y los muros que la circundan se han poblado de enredaderas y arbustos, aislándola de las miradas, pero no de los ruidos, por lo que la risa y el canto inocente de un invisible grupo de niños que juega más allá del terreno se impone, con ardores de esperanza, sobre el silencio que reina en el barrio.

El mismo verso cantaremos
Al mismo paso bailarás
Como una espiga ondularemos
Como una espiga, y nada más…
Sus voces cantarinas, caen como las aguas de una cascada que refrescan las paredes de la roca, y aportan sosiego al abatimiento del viejo: Un día antes, quiso saludar a un amigo y escogió el teléfono - menos impersonal que un chat – y se sorprendió cuando con tono sereno, escoltado de una sutil risa ambigua, su amigo contestó - Estoy internado cerca de tu casa, y agregó de inmediato – Nadie puede visitarme, y antes de que el viejo saliera de su asombro, el hombre alardeó – Así es mejor, pero como me siento bien, me aburro soberanamente.


La enfermedad que afecta al mundo, artera, lo ha sorprendido, y sus consecuencias poseen un signo imprevisible. Pasa un día, y la tranquilidad que el hombre le había transmitido al despedirse, se disipa con el atardecer, y al amanecer, arrebujada por un inquietante sentimiento, crece en ansiedad con el paso de las horas. Lo ha vuelto a llamar y sin recibir respuesta sus pensamientos han viajado desbocados. Cada cierto rato, revisa el chat con impaciencia, pero el mensaje no ha llegado al teléfono de su amigo. ¡La incertidumbre se añade a la espera!…


Inocentes, y ausentes del drama que aflige al mundo, persisten las risas de las niñas que juegan a ser reinas, y que alientan desde la plaza el alicaído espíritu de los viejos y los hombres, como trinos de aves silvestres que agitan las ramas del bosque. ¡Deleitan los oídos! Cantando y recitando versos de la Reina Madre, que asolan la certidumbre

Las montañas se deshacen
El ganado se ha perdido
El sol regresa a su fragua
Todo el mundo se va huido.

Como duele el dolor cuando nos hiere de cerca, medita el viejo imbuido del egoísmo inherente al ser humano, mientras desfilan ante él, fugaces imágenes de la época de gloria de la amistad que mantienen y que guarda desde épocas remotas en la alacena de su memoria, y que en ocasiones, un duende abacero le devuelve entre placenteras oleadas de melancolía.


Los unió un deporte propio a sus temperamentos que solían practicar a menudo, y su amistad se extendió hasta sus familias. Junto a sus mujeres viajaron un día a un país húmedo, donde vieron que los árboles crecían en forma prodigiosa y fueron cada uno de los cuatro, intrínsecamente felices y cada uno de ellos atesoró momentos dulces que tienen la virtud de acudir para animar la travesía por escabrosos pasadizos.


En su diálogo del día anterior, el hombre comentó su indiferencia ante la enfermedad – y esa actitud atemorizó al viejo, que en premonitorio gesto, temió que su amigo estuviera desafiando al destino, mientras el otro añadía una sentencia lapidaria: ¡Si no trabajo no como! ¡Esa es mi realidad! Y aunque me produce mucho hastío – meditó ¡No puedo sustraerme a ella!


Impotentes ante el acontecer, los hombres se hunden en el abrumador silencio de la tarde mientras en la plaza la vida continúa su endemoniado ritmo.
Una pareja de tórtolas juega en el prado, la hembra parece huir del macho, que impetuoso, la persigue por el pasto hasta posarse sobre ella batiendo las alas, como si quisiera extenderle todas las caricias que los hombres hoy rehúyen. Una irresistible fuerza erótica se apodera de los hombres, que poseídos, permanecen expectantes, entonces, las aves inician el vuelo, pero una de ellas lleva un ala caída, y… tan misteriosamente como se insinuó, el erotismo en los hombres se extingue, dejando huellas de paz.


Sin lograr establecer contacto con su amigo, y atendiendo al coro de niños, el viejo a su corazón preguntaba ¿Qué pensarán los niños de este flagelo? ¿Sufrirán la perdida de caricias? ¿Se perderá el sentimiento de ingenuidad que guía la delicia de sus actos? ¿Morirá la ronda al no poder asirnos de las manos? ¿Se alcanzará Reina Madre, la Epifanía, el día en que los ángeles unan sus alas?

¡Se juntaron en una
Sus alas unidas
Y anudaron el nudo
De la muerte y la vida

Pasan treinta años, un anciano encorvado de ojos brillantes cuenta una historia a un niño y una niña que tiene en cada rodilla. Los acaricia y besa a menudo. Hace muchos años - les dice, hubo una gran peste en que las personas no podían abrazarse ni besarse, ni siquiera acercarse unos a otros y aquello se extendió por un largo tiempo, y entre apacibles días de otoño, cada día el hombre tenía que internarse en oscuras travesías para enfrentar la epopeya de la vida…, pero los niños creen que se trata solo de una más de las historias que el viejo gusta de narrar, como si necesitara ese alimento, lo abrazan con indulgencia, lo besan afectuosos y mirándolo con algo de escepticismo y compasión salen a la calle, dejándolo sumido en el recuerdo del oscuro y remoto episodio.