Oh I'm just counting

Senderos. Por Jorge Orellana Lavanderos, escritor y maratonista

La soledad desarrolla el sentido del oído - mientras espero a mi editor en el lobby del hotel sumido en el exquisito ocio de la espera – escucho, sin querer oír y sin ver los rostros de quienes hablan, una conversación ajena que despierta mi curiosidad.
 
-A su muerte – dice una voz masculina, ella padeció la culpa de haberle sido infiel y ese dolor creo que la persiguió para siempre.
-¿Sabías que ella siempre rechazó a la hija gay que él traía de un matrimonio anterior y a la que nunca integró a los hijos que tuvieron juntos? - Responde una cálida voz femenina.
 
- ¡No tenía idea! – Comenta asombrado el hombre.
- Y esa tal vez, y no la que supones, puede haber sido la verdadera razón de la culpa que ella arrastró hasta su muerte, tan posterior a la de él. 
Solemos equivocar nuestros juicios sobre los seres humanos, porque no nos es posible conocer con absoluta certeza el pensamiento y los secretos de los otros - reflexiono, constatando que el atraso de mi agente literario me ha permitido cavilar, a través de esta experiencia, sobre una arista de nuestra extraña conducta, de la que no sabré más, sin embargo, porque el editor - desde la entrada - me hace señas para que me acerque. Salgo y paso al lado de la pareja, sin mirarla, para no perder el misterio que se evadiría con la revelación de sus rostros.
 
Nos encontramos y nos vamos en su auto. Desde el hotel Hilton Corferias, viajaremos hacia el norte de Bogotá. El día anterior, con desparpajo, y dado que la relación nos ha llevado a un grado de amistad, cuando me pregunta que haré en mi último día en la ciudad, le digo que almorzaré en su casa. Como es natural, la sorpresa se dibujó en su faz, y el sentido de ella pudo tener distinto origen; consternación ante el compromiso para atenderme junto a su joven mujer y hacerlo de buena forma; o la halagüeña sorpresa de mi interés por conocerlo mejor en su entorno íntimo. Ambas razones supongo que confluyen a su corazón, lo que desconozco, es la proporción en que lo hace cada cual, y es lo que precisamente define el grado del aprieto en que he podido ponerlo, sin embargo, determino, la noble y desinteresada intención que me asiste justifica mi acto. Solo quiero alentar la dulzura de mi recuerdo por ellos. ¡Anhelo conocer su rincón íntimo!
 
He querido volver una vez más a esta ciudad porque anida en su gente un espíritu de amabilidad que en nuestro país se ha ido difuminando, como el humo de las locomotoras que dejaron de correr hacia nuestro sur.
Correré la MMB (Media Maratón de Bogotá); no se corre aquí la maratón completa pues la ciudad se sitúa a 2.600 metros sobre el nivel el mar. Además, presentaremos - en el recinto Expo Maratón, en los tres días previos a la carrera - mi libro “Crónicas de Trote”, editado en Colombia.
El conductor del hotel, amigo desde una anterior ocasión, se prodiga para movilizarnos al Parque Simón Bolivar, lugar de inicio y llegada de la carrera. Amanece nublado, gano confianza en que haré una buena carrera, pero el aliento dura poco, y al llegar a los dos tercios de competencia, en el kilómetro 14, decaigo, me atenaza el rigor de la altura. He sido imprudente al ir más de prisa que mi ritmo. Las piernas se vuelven pesadas, rígidas y duras, como las de un muñeco de madera. La respiración se dificulta y al aspirar no lleno mis pulmones. Se instala un agudo dolor en mi espalda que controlo solo al bajar mi velocidad. Llego incluso a tener que caminar. Con algo de frustración y mucho de impotente resignación acepto que el avance del tiempo en el cronómetro consigna el implacable avance de mi propio tiempo en la vida. Proyecté dos horas y media. Hice 2:33:50. Me interno por un rato en el silencioso y solitario mundo del fracaso y vuelvo… 
 
Desde las alturas del hotel, observo que casas pintadas de intensos colores se encaraman por uno de los cerros que coronan el oriente y le pido a Luis que me conduzca hasta allá. Deambulamos por barrios heterogéneos en que vive gente de clase media y baja. ¡Similar a una favela menos peligrosa! Más adelante, protegidos por imponentes rejas, descubrimos elegantes edificios rodeados por el esplendor de soberbios jardines. En exiguas distancias, aunque separados por inexpugnables barreras, cohabitan diversas clases sociales. Percibo al menos una cercanía física que también alguna vez hubo en Chile, pero que se ha perdido, porque el sistema, con la anuencia de la autoridad, incapaz de revertirlo, permitió que se llegara hoy a la deleznable condición en que un niño desconoce la precariedad en que vive otro niño. ¡Estigmatizar el barrio deshumaniza al hombre!   
 
En mi soledad de la tarde, concurro al bar para comer y beber algo sencillo, no quiero salir del hotel. Locuaz, Derbie – como indica la placa en su pecho que lo identifica - al otro lado de la barra, inicia un interrogatorio que no me incomoda. ¿De dónde es? ¿Cuántos días pasará con nosotros? ¿A qué ha venido?
Le cuento que vine a correr y a presentar un libro, entonces lanza una destemplada risotada, y antes de que se disipe mi sorpresa, agrega. Desde que me presentaron a Homero en el colegio nunca más volví a coger un libro, pero tengo curiosidad por leer un libro. ¡¿Nunca has leído un libro?! – apelo con espanto. No, nunca – responde con su cándido acento femenino. ¿Qué es la literatura? – Inquiere Derbie, que con orgullosa convicción me aclara que su nombre es alemán y de mujer. Los libros Derbie, son el tesoro del mundo y leerlos con devoción es tan noble ejercicio como el entrenamiento de un atleta. Los clásicos almacenan en el tiempo, los más valiosos pensamientos del hombre. Las bibliotecas son almacenes del conocimiento adquiridos en la historia de la humanidad.
 
Que bien duermo, dormir es tan grato como comer, pues constituye una mezcla deliciosa de secreto, fábula y milagro. Mientras viajo con mi agente en su auto, conversamos a la hora de mayor tráfico en la ciudad. He tenido un sueño que no voy a compartir – pienso, pero él si lo hace, hay un sueño que se ha vuelto recurrente - dice, siempre sueño con una casa, con distintas formas, lo que a veces me agobia, ¡Siempre surge en la noche la casa que anhelo poseer!
 
Nos detenemos en la imprenta, y luego nos dirigimos hacia su casa. Nuestras vidas han transcurrido en direcciones opuestas – pienso, analizando mi propia vida y comparándola con la de él, que se inició en la escritura muy temprano, inmerso en una vida aventurera que lo llevó a efectuar diversas labores en distintos países y ahora - el amor que esclaviza a quien tiene la suerte de vivirlo - lo insta a sentar cabeza, y al desarrollo de una empresa que le permita obtener logros que le parecen necesarios para consolidar su familia. ¡Tan azaroso y lleno de misteriosa incertidumbre que puede ser el recorrido de un hombre en su vida!
 
Llegamos, en la casa refulge la ilusión que brilla inconfundible en la novel pareja y nos recibe la oleada intensa y provinciana del aroma del almuerzo. Un bagre al centro del esmerado plato descansa sobre el arroz húmedo, rodeado de yucas y papas. Con delicada presentación al lado de cada uno de los tres platos ha dispuesto una porción de palta, un vaso de jugo y un pote con piña trozada. Con delicadeza y conocimiento de mi costumbre, ha agregado en mi puesto una botella de coca – cola. Sin interrupciones, conversamos disfrutando del almuerzo.
 
Al lado de la vivienda, existe un humedal que visitamos más tarde, dando un largo paseo. Se extiende entre el río y la casa un bosque poblado de árboles muy viejos y el follaje de arbustos oculta el río y se intensifica al acercarse a éste. El bosque es un refugio invaluable, cada vez que mi amigo sienta vacío o desesperanza, podrá acudir a él, oirá su murmullo, escuchará el canto de las aves o el rumor de los misteriosos animalitos que lo habitan, sentirá la risa de los niños, y aquello quizás no resuelva su situación pero no la empeorará, y tal vez, hasta llegue a iluminarlo.    
 
¡Amanece! Mi última mañana en Bogotá, observo desde la altura en que me encuentro como se han formado en el cielo dos gruesas franjas doradas que envuelven una sutil línea de plata, jaspeada de visos coloridos, mientras en la calle, pequeños, los hombres han iniciado sus preliminares movimientos y los autos se desplazan raudos al interior de la ciudad color ladrillo. Y yo… No quiero quedarme, pero tampoco quiero irme, permanezco anclado al lecho, como si estuviera huyendo de algo indefinido…