Al llegar a una esquina en que se encuentran los muros de un edificio, surge sorpresiva, la escena de la calle encubierta…, una vez, en tiempos muy crispados, me encontré con una turba que marchaba reclamando por una causa que no era la mía, y prudente, preferí integrarme a los manifestantes; otra vez, extrañando la algarabía que intuía, surgieron ante mí, en el centro de Tokio, treinta mil corredores orientales que, en silenciosa meditación, esperaban la largada del maratón…
Esa mañana de febrero, estacionamos en un subterráneo para ir a una reunión al Banco, íbamos con tiempo y martillaban con insistencia en mi cerebro las sugerencias de Orzan, un personaje que se desplaza misterioso por mi cuerpo y que, conocedor de mis tribulaciones, me las enrostra con profana honestidad. Atrapado por un texto de Séneca, me recordaba algunas citas que habíamos revisado juntos.
-Hasta tal punto es brevísimo el tiempo presente que algunos incluso han llegado a negar su existencia. –susurró con cruel algazara, mientras mi acompañante con la palma de la mano activaba la clave de seguridad de salida al exterior, y nos inundó un sol soberbio.
-El tiempo siempre está en marcha, corre y se precipita y antes de llegar, ya ha dejado de ser. –murmuró Orzan mientras cruzábamos la calle y mi acompañante, observando la señalética, comentó: Nadie la conoce como Alonso De Ovalle, que es su nombre correcto.
-Vives como si la vida durara para siempre- dijiste un día: “A los sesenta me retiraré a descansar” y más tarde, “A los sesenta y cinco renunciaré a toda responsabilidad”. Entretanto, frente a los muros ocres del edificio de las Fuerzas Armadas, mi acompañante me hizo notar que habíamos pasado por ese lugar muchas veces sin advertir que bajo la superficie se emplaza el museo que acoge la Cripta del General Bernardo O’Higgins y, cómo íbamos con tiempo, entramos.
- ¿No es muy tarde iniciar la vida cuando ya hay que dejarla? -irrumpió Orzan con agudeza, y yo no lo atendí, porque en ese instante habíamos alcanzado la esquina de Zenteno y Alameda y, al ampliar el horizonte de mi vista hacia el oriente, se reveló surrealista, entre ficción y realismo mágico, como una escena extraída de un antiguo documental, la silueta del presidente caminando hacia mí, libre del enjambre empalagoso de la ciudadanía; giró hacia el norte coincidiendo con nuestro rumbo, yendo en dirección al Palacio de Gobierno.
-Señor presidente –lo abordé espoleado por Orzan, ante la incredulidad de mi acompañante; llevaba paso laxo y a su lado, a prudente distancia, caminaba su escolta; su acogida me entusiasmó.
- Vamos al Banco, y aunque no voté por usted, me gustaría regalarle este libro de la pandemia –le comenté, y mi franqueza no pareció importarle, pues cogió con curiosidad “El Aprendiz” (sorteamos la vida aprendiendo o tratando de aprender; enseñando o tratando de enseñar)
-Pero esta imagen –respondió observando la portada y saludando con un beso a mi acompañante- corresponde a la peste anterior.
-Efectivamente, representa un detalle de “El triunfo de la muerte” de Brueghel, pintado en el medioevo.
-¡Este eres tú! -reaccionó, y me di cuenta que había reconocido mi rostro en la contraportada del libro ¿Lo escribiste tú?
-Sí, claro –respondí turbado.
-Ponle alguna “cosita”- reclamó en tono festivo, y añadió, reclamando con expresión amable, una explicación sobre mis actividades ¿Cómo es eso? ¿El banco? ¿Un libro?
-Habitan en mí las ideas de Narciso y los sueños de Goldmundo, debate eterno entre las fuerzas de la razón y la emoción que oprimen desde siempre mi corazón –le respondí mientras cruzábamos la Alameda, y su escolta y mi acompañante, se esforzaban por seguirnos.
-De la novela de Hesse -replicó satisfecho y brilló en sus ojos una mezcla de comprensión y complicidad.
¡Lo leeré! –agregó levantando el libro a modo de despedida y rematando el encuentro con un: ¡Que les vaya bien en el Banco!
¿No es el día más grande para un hombre, aquel en que se despoja de todas sus grandezas? –repicó en mi cerebro el comentario de Orzan, mientras ingresábamos a la galería que conducía a las oficinas del Banco y él, seguía dialogando con transeúntes frente a La Moneda.
Luego del fugaz encuentro palpitó reveladora la impresión que me dejó ¿Es que puede la juventud, conseguirlo todo? ¿Cuán lejos esta de mí el vibrante corcoveo que, a su edad, no me permitía renunciar al más osado desafío?
El azar, en la estival mañana, había regalado a un viejo, unos minutos plenos con el joven presidente que, sin aspavientos, estableció un diálogo republicano, distendido, dedicándole su atención sin la carga horrorosa de la incomodidad de la urgencia, porque, ¿Si no hubiera ido relajado, pudo registrar los detalles de que en el diálogo, hizo gala?
-Su juventud le permite oponerse con optimismo a toda fuerza humana, porque no existe una tan poderosa que el mismo hombre no pueda superar. Pero…, tal como Narciso representa la racionalidad que detiene los ímpetus de un hombre encausando sus ideas, éste, también necesita del impulso que agitan las fantasías de Goldmundo ¡El complemento! cada espíritu requiere de ambas fuerzas que los años allanan y es el sabio quien sabe dosificarlas en la proporción adecuada -argumentó, y fastidioso añadió ¿No fue esta una oportunidad propicia para citarle lo que encuentras bueno y malo de su gobierno?
Intenté omitir su observación, pero… mientras mi acompañante aludía a la reunión y por las restricciones de pandemia, esperábamos que bajaran a buscarnos, los golpeteos a los martillazos de Orzan seguían repicando en mi cerebro.
En efecto, creo que un grave error de su administración estuvo en tomar partido en el plebiscito, si, como me lo demostró en el fugaz encuentro, atiende sin distingo, a cualquier ciudadano, con igual criterio de estadista debió situarse en la posición que acoge a todo ciudadano; por definición de Democracia, es el presidente de todos.
En cuanto a su mayor acierto, fue el de elegir entre las dos almas que anidan en el gobierno, el de la concertación, haciendo un sacrificio personal en beneficio del país.
Su mayor desafío es ponderar sus anhelos y su sensatez en las reformas que planteará al país, y lograr, que en su generosidad, los poderosos den hasta que duela, porque eso servirá a sus propios intereses, y salvará al país de otro estallido.
-Hay que recorrer caminos largos para evitar riesgosas travesías –Aseguró Orzan y confiados, entramos los tres a la reunión.
A la salida, el sol caía implacable, la Moneda lucía su nobleza, y adentro, un joven presidente luchaba por encauzar la República, y yo, que un rato antes, atraído por el poder, me había dejado llevar por el impulso de regalarle “El Aprendiz”, soñé que el azar me dedicó ese encuentro pues, sosegados mis corcoveos juveniles quise transmitirle mi impresión de la quietud que yace en el páramo del remanso, tan lejano a su edad.
Nunca dejamos de aprender, somos legos en todo y estamos lejos de la sabiduría. La escritura del conocimiento subyace en el alma, y se genera en la enseñanza del aprendizaje.
-Lo terrible de las incertezas –arremetió Orzan, es que nunca sabrás si la decisión que tomaste fue la correcta.
Una brisa mitigó el calor reinante y la voz de Orzan me recordó este verso:
¿Cómo he podido llegar a puerto con las velas rotas?
¿No lo sabes?
El mismo viento que rompió tus naves es el que hace volar a las gaviotas.