Oh I'm just counting

Verdad. Por Jorge Orellana Lavanderos, escritor y maratonista

 En la tibieza del atardecer un suave manto sereno se desliza tenue sobre el jardín, más allá, las sombras del cerro se pierden imprecisas en el reino de la incipiente oscuridad de la noche. Confundido, el zorzal se mueve inquieto sobre una rama, pero no permanece ahí mucho tiempo, se escurre y deambula por distintos árboles en busca de algo indefinido cuyo misterio no soy capaz de precisar pero que me parece tiene mucha similitud con el ejercicio que los hombres han iniciado en mi ciudad, el inacabado proceso de búsqueda de la verdad, inextinguible, porque cada uno se cree poseedor de ella… Y en la apacible tarde, mientras troto frente al escuálido río, teñido de rojo por el lento desangramiento que nos consume - me repito la pregunta que Poncio Pilatos, el procurador romano, hizo a Cristo, sin recibir respuesta: ¡¿Qué es la verdad?!
 
La moral de cada cual establece verdades relativas, y cada uno sustenta su propia verdad frente a un asunto, pero la verdad ética, aquella que guía la ruta del hombre, es una sola, aunque intentemos disfrazarla de acuerdo a nuestra conveniencia o convicción.
 
En delicado plato de porcelana se nos ofrece la mentira, y con fina vajilla de plata la deglutamos con fruición, observando impávidos: Como el éxito en un negocio nos hace transar respecto de la verdad ética; La forma en que los medios de comunicación, a su antojo, despojados de la ética, tergiversan la verdad de una noticia; A la periodista, que ladina, elige cada pregunta en forma capciosa para forzar la respuesta de su entrevistado como si lo sometiera a un interrogatorio; La manera en que deliberadamente las naciones incumplen sus acuerdos y los políticos ofrecen algo que jamás consumarán; Al diputado gazmoño, que antepone a su antiguo humanismo su resentimiento contra el dictador, al que curiosamente mantiene vivo con dicho gesto; A los gobiernos que manipulan la verdad en los datos que entregan a la población; A la publicidad que crea necesidades falsas en el comprador, y a nuestras opiniones, que apasionadas, fluyen desbocadas distorsionando la verdad, en fin…, Desde pequeños, se nos enseña a vivir en una sociedad en que engañar es una destreza, y que, perdida toda concepción de la sobria austeridad que alguna vez nos distinguió, nos ayuda a ascender en el escalafón social dando paso a menudo a algunas de nuestras más innobles aspiraciones.  
 
Acabo de regresar de Bogotá. Arribé a la alegre ciudad en la víspera del día en que estaba anunciada una gran protesta nacional. El viaje, en que la contingencia motivada por las manifestaciones me impidió cumplir con el propósito de presentar un libro, me sirvió para comprobar que el dolor de allá es igual al de acá, de similar raíz, más ingenuo acaso, con menores gestos de agresividad, y por eso, tal vez me cuesta descubrir en los rostros de los manifestantes las expresiones de odio que aquí he visto, y aquello me sume en un amargo abatimiento.
 
Temprano, el día de la protesta, desoyendo el mensaje de mi cuerpo, troto en la cinta hasta quedar agotado, y más tarde, cuando la prudencia y la dificultad de desplazamiento obligan a suspender las actividades, recuerdo que estoy vivo, y que imposibilitado de realizar cualquier otra función, tengo la absoluta libertad para caminar. ¡No tengo otra cosa que hacer! Sin compromiso ni tarea que abordar, puedo vagar solitario por la ciudad como en mi dulce época de estudiante… ¡Perderme en el contenido humano y profundo de una calle, para observar cada rostro, interpretar cada gesto y responder a cada mirada, solo para jugar a descubrir el misterio que anida en el corazón de un hombre.    
 
En la quieta pero amenazante mañana Bogotana, elijo - desde mi hotel en Corferias - la calle La Esperanza, tal vez para infundirme ese valor. Camino hacia el Parque Simón Bolivar invadido por el sentimiento de tristeza que me trasmite el cielo cargado de nubes que me atrapan, encerrándome en su interior. Me detiene una mujer cubierta por unas pilchas insuficientes, de cuyo regazo cuelga un niño que amamanta.
A unos metros, tendidos sobre el césped, descansa el hombre, algunos niños y un par de viejos. La familia me transmite un extraño sentimiento de humanidad y dialogo con ella, mientras el resto asume una aparente indiferencia y el niño, extasiado, extrae leche de la fuente materna y manotea acariciando el generoso y firme pecho. – Somos Venezolanos y hemos llegado hace poco, pero aquí no nos quieren – reclama.  ¡Ayúdanos! – clama. Para extraer mi billetera le paso el celular que me estorba y que mantengo en la mano porque me sirve de guía, la calle está vacía, oscurecida por la inminente presencia de la lluvia. –Este no me sirve de nada – señala con picardía. – Tampoco te lo dejaría – le replico, porque no sabría que hacer sin él.
 
Reímos. Retiro un billete instalando el brillo en sus ojos, se lo doy, me abraza levemente y descarga una mirada de gratitud que se cruza con la mía, por un breve lapso de tiempo, férreo, se descarga sobre nuestra común fragilidad un piadoso sentido de humanidad, pero implacables, arremeten nuestras realidades, separándonos de inmediato. Me marcho, con la imagen del niño colgando del ampuloso pecho, imbuido en la incerteza de mi errancia, dejándoles un billete que cubrirá el gasto del día, y la devastadora incertidumbre que traerá el día siguiente.
 
Continúo mi camino que el encuentro altera para siempre, atravieso por la plaza Virgilio Barco, por una estructura de metal cruzo la avenida El Dorado, y desde ahí contemplo por un rato la ciudad, sus cerros, sus edificios y los autos que pasan por debajo. Furiosas, las nubes se arremolinan anunciando la lluvia, cojo un taxi que no sabe ir hasta mi hotel, entonces, activo el celular y la conocida voz femenina nos guía mientras la lluvia generosa golpea el cristal del coche lavando el pecado de la ciudad.
 
Despierto en Santiago, entra el primer rayo de luz instalando ternura en el rostro dormido, espero, me visto y enfrento el luminoso día, indiferentes, restallan las flores en la amarga primavera y en mi trote, voy pensando en la cándida reflexión de un personaje de “Manhattan Transfer”: ¿Llegará el día en que dejemos de creer en el dinero y en la propiedad? No habrá entonces bombas ni barricada – continúa cavilando…, pero aquello no es más que una ilusión del personaje o del autor.
 
Una diputada comunista – comparto con ustedes, dijo que la pensión básica debe ser al menos igual al sueldo mínimo y agregó que nadie debe quedar sin atención de salud, y yo, sin ser comunista, estoy de acuerdo con ella, tal vez discrepemos de la forma en que debamos lograrlo, pero si tenemos la común disposición de hacerlo seguramente lo lograremos. Además, dijo Bolsonaro que quienes atacan el espacio público son terroristas, y también estoy de acuerdo con esa aseveración, porque el vandalismo que hemos presenciado ha creado terror en las personas, luego, con independencia de lo que determine la justicia, la conclusión es obvia.
 
¿Qué es lo que me permite estar de acuerdo con dos personas ideológicamente tan distantes?  Me pregunto mientras atisbo entre los árboles del parque y los racimos floridos del arbusto, la inefable presencia del cerro Manquehue, y concluyo: La ausencia del dogmatismo que nos lleva a rechazar a un adversario ideológico antes de escucharlo, solo por pertenecer a otro grupo. Esa forma de discriminar corroe nuestras relaciones y genera un odio que enferma y que despierta la compasión del sabio por la naturaleza humana. ¡Cada cual se oye solo a sí mismo! ¡Qué inoficioso se ha vuelto el diálogo!
 
En la dulce armonía matinal, me agobian imperecederas cuestiones: ¿Cederán los vándalos en sus acciones? ¿Alcanzará la generosidad hasta los poderosos para llevarlos a compartir su riqueza? ¿Cuánto más resistirá el país el agobio asfixiante que, como el asedio de los hunos, cae sobre la tribu indefensa? ¿Cuánto mal hace el que ataca a alguien y cuanto el que ignora el daño que ese ocasiona? ¿Es legítimo defender el derecho de alguien que vulnera un derecho de otro? ¿La indolencia frente al mal que aqueja a otro se transforma en terror solo al descubrir que ese mal nos tocará?
 
Es inaceptable la angustia generada en la comunidad por algunos grupos, e irrenunciable el repudio enérgico ante esos actos, de toda la comunidad civilizada, acompañado de la acción del Estado que deberá recurrir a los militares cuando carabineros se vea sobrepasado. ¡Sin complejos ni prejuicios! Y aun sabiendo que en tales casos habrá excesos, y que si los hay, deberán tratarse en la justicia, sin culpar ni responsabilizar por anticipado a nadie ¡Como lo exige la norma del derecho!  
  
La indiferencia de un hombre por la suerte de otro nace en la falta de amor, y representa una ignominia que al superarse confiere redención, algo que solo el hombre en el reino animal es capaz de lograr, y aquel, es el aliento que nutre de esperanza nuestro nuevo amanecer.