Oh I'm just counting

Verguenza. Por Jorge Orellana Lavanderos, escritor y maratonista

Al despertar de una amarga pesadilla, el sol presente desde hace rato, me inunda cegador, y de inmediato, mi cerebro reacciona envolviendo todo en sombras y oscureciendo el resplandor del iluminado día. Asustado, miro hacia ambos lados, y luego, con igual suerte, hacia arriba y hacia atrás, y descubro que todo se ha ensombrecido, y que enlutado, atrapado al interior de un cubo negro, enceguezco, imposibilitado de ver la luz que envuelve al cubo.
Afuera, los últimos vestigios del verano en retirada persisten voluntariosos, pero mi cerebro, que ha percibido la peste en el horizonte y se ha encerrado en la tristeza del invierno, me los oculta, y un espíritu nocivo se propaga como el pensamiento, a la velocidad de la luz, mientras que la peste - que como la palabra viaja solo a la velocidad del sonido - a la fecha es solo un anuncio. Curiosamente, la ciudad se llena de infectados que no han sufrido ningún tipo de contagio, salvo aquel que se ha instalado al interior de sus cabezas.
 
Transcurren días de oscuridad en que no distingo el sol, solo percibo un viento tenue que remece con delicadeza las ramas de los árboles, que como las manos de un espantapájaros, se abren para dejar caer hojas verdes, que con los días se van haciendo cobrizas y doradas, hasta teñirse con manchitas de color rojo o marrón.
Aunque los días corren, el tiempo parece detenido, y como una estrella que en apariencia inmóvil, erra fugaz, así también los días viajan veloces, inmersos al interior de infaustos cubos al que nos emplaza el cerebro, y pasan semanas que registramos como observadores impávidos, recogidos como el caracol al interior de su concha, temiendo a Dios, dominados por la melancolía profunda de acabados días mejores.
 
Ni siquiera la lluvia, que contradice al cerebro agorero que divulgaba sequía y carencia de agua, sacude la venda nublosa dispuesta ante nosotros, que nos niega la vista de la cordillera que refulge al sol y que la lluvia ha dejado, mientras el viento sigue botando hojas cargadas de oscuros tintes, pues las semanas se internan en la estación impía, y los días acortan, y las sombras de la noche traen, cada día más temprano, su agobiador tormento.
Crece la angustia: ¡Los hospitales no darán abasto! ¡Habrá que elegir quién vive! Y… ¡A quien se asigna la última cama! El pesimismo domina el diálogo y la desazón se asienta en el cerebro. Irrumpe la angustia del hambre, y el desasosiego del encierro se apodera de los que lo cumplen y de los que no lo cumplen. ¡No asoma el refinado haz de luz que, a través de una miserable rendija, penetre el cubo y alcance mi cerebro!
 
Llegamos al solsticio de invierno quejándonos de la lluvia que se intensifica, y cuando alguien dice que los días se extienden, nadie lo atiende, porque vamos enfrascados en estadísticas que hablan de contagios y muerte, y sobre todo porque mantenemos nuestro afán de criticarnos unos a otros, tal vez porque es la única opción que nos ofrece nuestro cerebro hermético, que se niega a abrirse para permitir la entrada a raudales de luz.
 
Pero…,El solsticio pasa y queda una buena noticia, los contagios empiezan a declinar, y se interna en cada uno de nosotros un luminoso rayo de esperanza, y aunque desconfiados optamos por la prudencia, cuando se desvanece el miedo y la luz brota horadando atávicas suspicacias, en nuestro cerebro, que incluso ante los mayores temores nunca extravió su hostilidad, se perpetúa la lucha por el poder, y ante la vista de una luz de esperanza que se expande al final del túnel que aún recorremos, se desata en nuestros líderes - antes de liberarnos del claustro – toda la fuerza de un belicoso carácter que viajando a través de un misterioso recorrido se instaló en nuestros genes y se desparramó desde ahí, hacia nuestro cerebro.
 
Y aquel desenfreno egoísta, ajeno a la unidad - única forma de llevar adelante un proceso colectivo de progreso – nos hunde en un receso más devastador que la peste.
En contra a la mayoría, me ocurre que mi espíritu se alienta con la envidia y el pesimismo, y decae con la lisonja y el optimismo.
Indiferente de aquello, un colibrí no cesa de venir a saludarme, lo hace a través de instantáneas ráfagas, bate las alas, suspendido, ante una flor adherida a mi ventana, y se desplaza luego con vivaces movimientos.
-Me impresiona la cantidad de veces que puedes batir las alas y la velocidad con que te mueves – Le digo, y me encanta que vengas a saludarme porque la leyenda dice que tu visita anuncia que el alma de un ser amado está bien. Si te quedas quieto un instante podría registrar tu imagen - Agrego.
-Me da vergüenza – Replica abochornado y antes de evadirse fugaz, sin darme tiempo para reaccionar, añade - alentar angustia en materias incontrolables es una presión siniestra que el cerebro posa en el alma de los hombres, y que a las aves no nos ocurre. Y me quedo pensando…, Y por una extraña razón mascullo vergüenza ante el escenario del país…
Vergüenza… de que la voz de cualquier expresión del pensamiento se acalle con amenazas, porque aquello, si no se detiene con avasalladora vehemencia se transformará en una práctica que nos arrastrará a un pernicioso clima de odio, que escalará y se extenderá con la destreza con que se extiende el fuego sobre una pradera reseca.
Vergüenza… de que exista la tentación de saltarse la Constitución que se ha comprometido respetar, con la abismante miopía de sentar un precedente que igual a un boomerang se devolverá contra la democracia, que parece perder encanto en algunos frente a la posibilidad de regímenes totalitarios.
Vergüenza… de que viviendo en un país dotado por la mano de Dios con bienes e inagotables recursos naturales que afloran de las profundidades del mar, del fondo de la tierra y de sus impenetrables bosques sureños, desatendamos la sabiduría para explotarlos racionalmente y perpetuar su beneficio.
Vergüenza… de que se alcen voces que anuncian el regreso de la violencia como método de negociación, porque la destrucción y el desorden ejecutado por fuerzas vandálicas, y propiciado por intereses mezquinos, solo traerá miseria que afectará al más desvalido.
Vergüenza… de la inexistencia de un líder capaz de oponerse al populismo y dirigirse a la ciudadanía con honestidad para advertirle sobre la conducta y su rol productivo y solidario que en una sociedad ecuánime le corresponde a cada cual ¿Será que en su afán mezquino por mantener sus formas de poder, la clase política, ante el menor asomo, inhibe cualquier posible liderazgo?
Vergüenza… de que no exista un real proyecto de educación, único mecanismo capaz de permitirnos alcanzar el desarrollo, y superar en el tiempo, la mancha execrable de la desigualdad
Vergüenza… de no haber acogido nunca la voz del Rector de la Universidad de Salamanca, hombre raro, de inquietante cabeza de búho, ajeno a los círculos literarios, provinciano por esencia y cuya imagen provocaba una impresión de extrañeza, y que en referencia a nuestro Escudo Nacional expuso un día: Solo por la Razón nunca por la Fuerza…
Regresa el colibrí y se posa displicente por detrás del cristal, consintiendo, me parece, que guarde un recuerdo de él, por lo que apresuro mi propósito, y antes de alejarse, desliza un postrer comentario.
La pandemia pasará, pero los males que alberga el cerebro perdurarán, si no se cuenta con el temple para derrotarlo ¡Tal es el camino de esperanza!