Nací en Puerto Montt cuando la ciudad, asentada a la orilla de un mar siempre sereno, acababa de cumplir cien años. Mi infancia pasó acompañada por la persistente lluvia sureña y cada vez que esta acudía para interrumpir mi lectura, desde mi habitación observaba hacia el sur la inacabada calma del inextinguible mar, que se extendía entre la caleta situada al frente de la isla, y la puntilla que, en su recodo, se interna hacia la carretera austral.
Crecí con el mar a mi lado, y sus insondables misterios desencadenaron en mi espíritu aventuras que el intervalo breve de la larga vida de un hombre no es capaz de cubrir. Hace un tiempo trotaba por la costanera cuando sorprendió mi vista la presencia de un cetáceo que travieso, merodeaba en la bahía. El mar, acompañó siempre mis horas y muchas veces sentado sobre el enrocado que lo contenía, contemplé el indescifrable enigma que ofrece la salida de un barco o la ilusión que embriaga el arribo de un navío.
Cuando dirigía la vista hacia el oriente, al amanecer, destacaban contra el cielo las cúpulas blancas de la cadena de volcanes, y cuando lo hacía hacia el poniente, a la hora del crepúsculo, advertía conmovido que el sol regaba sobre las quietas aguas del estrecho huellas coloridas que, en su retirada, iba plasmando con sigilo.
Me impresioné muchas veces con la fuerza de los indomables ríos que cruzan, como las venas hinchadas en el dorso de una mano anciana, el estrecho valle dispuesto entre la inexpugnable cordillera y el amplio mar. Y esos lagos… Fascinantes ojos de agua que la naturaleza azarosa dispuso entre los impenetrables bosques milenarios… En una ocasión, visitaba la región en compañía de un amigo, cuando me atrapó la ineludible atracción del lago. Finalizaba la época estival, por lo que adiviné que sus aguas no estaban heladas, me desnudé, e incapaz de sustraerme a su seducción me interné nadando en sus aguas que avanzaban hasta el borde mismo del frondoso bosque.
Extasiado, debí sentir como los protagonistas de Hesse, en que al final de la novela, quien llegaba a la abadía y el que ahora la abandonaba - tal como un día, el otro había llegado – midieron fuerzas, nadando en las frías aguas del lago Constanza, que vio enfrentarse al audaz maestro con el orgulloso discípulo…
Robinson Barría es un escultor que también nació en la zona, precisamente cuando yo tenía ocho años. Lleva el nombre hermoso de un amigo literario de mi infancia y un apellido común en la zona, que se repetía en la lista de alumnos que acudían al Liceo en que estudié. Es un hombre encariñado con la zona que ha ido por el mundo promoviendo con jactancia su región y suscribe ideas nobles, como esta que comparto: “La tierra no le pertenece al hombre, es el hombre quien pertenece a la tierra”.
En su peregrinaje por el mundo, al comentar de su origen, espontánea, la gente tarareaba una canción compuesta por un grupo uruguayo que, sin conocerla, dio fama a la ciudad, y doy fe de aquello pues también lo he experimentado. La canción narra una historia de amor, y escucharla lejos de la ciudad, siempre emociona.
Al regresar a su ciudad, quiso Barría, a través de su arte, testimoniar un homenaje a la ciudad, y presentó a la Municipalidad la maqueta de una escultura con la imagen de dos enamorados sentados frente al mar, y en el año 2001, a través de la Ley de Donaciones Culturales, logró el dinero que requería para construirla.
Unos años después de que se la instaló frente al mar, estando de paso en la ciudad por otros motivos, me reuní con la autoridad de la época, y en un momento de distracción, alejándonos de la materia que tratábamos, el edil, que no es oriundo de la región, quiso conocer mi parecer, respecto de la entonces, recién remodelada Plaza de Armas.
¡No me gusta! – le respondí con antipática franqueza. Y continué con el dolor del despojado - Al retirar los árboles, algo de mis imágenes de infancia se fue con ellos, pero al clausurar la pileta – insistí impiadoso - en la que destacaba el busto del prócer, se evadieron mis sueños inspirados en cada moneda que dejé caer ilusionado por sus aguas azuladas – terminé lapidario.
Pero fui más allá, casi despiadado, solo porque no quería evadir algo que inquietante, me perturbaba, y ante el semblante perplejo del caballero con fama de irascible, agregué – En fin, puedo soportar lo de la plaza, pero lo que me resulta insoportable es la estructura gigante y caricaturesca de los gordos abrazados que han instalado en la costanera.
Tiene razón Barría cuando expresa que la fealdad de los representados puede ser algo inherente al género humano, pero no la tiene al señalar que el magro resultado de su obra obedeció al apuro en terminarla, aquello no justifica lo anterior.
El artículo publicado en la Revista del Sábado, ofrece la oportunidad de enfrentar el debate en cuanto a la continuidad de la Obra en su actual ubicación. Pero… ¿Es la autoridad quien debe decidir el destino de la Obra? ¿Corresponde a la comunidad asumirlo a través de una consulta popular? ¿Son los artistas quienes tienen la palabra?
Para no esculpir la solución con el deleznable tinte de la política partidista, tal vez deban las autoridades recurrir a las universidades de la zona, y estas, amparadas en la sabiduría popular, encontrar el consenso.
La pregunta de fondo es: ¿Se merece Puerto Montt esa escultura?
Desde mi modesta opinión, ella corresponde a la materialización grotesca de una buena idea, por lo que creo que, desechando la escultura, que no cabe en otro sitio y siguiendo la idea original, proveer los recursos necesarios para - con el aporte de numerosos artistas de la zona y el país - proponer diversas opciones de expresiones artísticas que se esparzan por la costanera, revirtiendo la imagen del paseo, pues es inaceptable el aspecto en que hoy se encuentra.
Amo a la cuidad y su entorno y desde el corazón siento que no la hay más bella en el mundo, y escribí un día, en mi libro “Puerto Montt, recuerdos de infancia”, algo que quiero compartir con ustedes:
El poder de los volcanes capaces de hacer temblar la tierra desolando los campos al paso arrollador de la ardiente lava; el atronador descenso de los ríos impetuosos; la abrumadora fuerza del viento; el incontenible diluvio de los cielos regando la tierra salvaje y el vertiginoso crecimiento del bosque…
Parecían haberle arrebatado el vigor a los hombres, que quedaron impávidos, observando el implacable rigor de la naturaleza…
Algunos ciudadanos en Valencia, a orillas del Mediterráneo, cuando ya no utilizaban algunas ropas o muebles, decidieron quemarlos, creando la Festividad de las Fallas. La Fiesta, arraigada en la cultura Valenciana pasó a ser una mezcla de arte, fuego y música.
La escultura de los enamorados no merece sufrir las ingratas consecuencias de ser condenada al paso por interminables dependencias municipales en las que irá acusando una lenta muerte a medida que vaya perdiendo cada una de sus partes. ¡Desmembrándose de a poco! Merece el respeto de una muerte digna, y que la comunidad pueda asistirla en su deceso. Dispuesta sobre una plataforma rodada, en una ceremonia de sepelio, la escultura puede ser transportada al lugar en que, en la noche más negra del año, se la queme, para permitir que su imagen transformada en humo vuele esparcida por el viento hasta recónditos lugares de añoranza.
¡Son los mismos hombres, que deben aceptar la tierra y la naturaleza en que les tocó vivir, quienes, sin temor, deben imponer el carácter que quieren otorgar a su ciudad!