Andrés Aylwin es uno de los pocos prohombres que aún quedaban de aquella Democracia Cristiana de los años 60, en que la fe en Cristo, Hijo de Dios, y la profunda espiritualidad de que gozaban, inspiraba cada una de sus acciones en la vida cuotidiana, en la familia, los amigos, el trabajo y, naturalmente, en la política.
La impronta en todos ellos fue la fraternidad, a toda prueba, bajo cualquier circunstancia, esto es, el mandato evangélico de considerar y tratar a todos, más allá de cualquier diferencia, con un hondo sentido de hermandad. En que la dignidad de la persona está por sobre el valor de toda clase de bienes materiales, al margen de los precios, del dinero y del mercado. En que el bien común posee primacía sobre cualquier interés personal, grupal o corporativo.
En algunos, como Eduardo Frei Montalba, Radomiro Tomic o Patricio Aylwin dicha impronta se tradujo en una entrega sin límites por el bien de la nación, en un desafío permanente, asumido con autenticidad y coraje contra los materialismos de ambos extremos del arco político de entonces. En otros, la impronta los llevó a acciones más personales, como Bernardo Leighton, Jaime Castillo o Tomás Reyes, que cultivaron en cada acto un testimonio de fraternidad hacia quienes los rodearon.
Es el caso de Andrés Aylwin, un enamorado del ser humano, de pobres, medianos o ricos, de cualquiera a quien hubiese necesitado que se le tendiese una mano, tanto en su labor como parlamentario, visitando villas miserables, en la alegría de su hermoso y austero hogar, su amada esposa, sus hijos, sus nietos, su entera familia, sus amigos y su querida democracia cristiana.
Es la razón qué al sucumbir la institucionalidad, visionara lo que vendría y lo anunciara proféticamente junto a otros 12 militantes de su partido, y desde el mismo día del derrumbe se entregara en cuerpo y alma por salvaguardar los derechos humanos, independientemente de la ideología de quienes eran víctimas de sus violaciones. Nunca cesó en esa causa, más allá de los temores, amenazas e injusticias de que fue objeto. Su odisea fue en silencio, lejos de aspavientos, al margen de los medios, sin la mínima pretensión de alguna retribución personal, sólo sustentada en esa espiritualidad cristiana que hizo de él un ejemplo de prohombre.
Es la explicación del sentimiento general de unidad, fraternidad y reconocimiento que generó su fallecimiento. Es difícil sino imposible explicar el clima de conexión humana producido entre todos quienes, desde distintas esferas, pudimos participar en sus funerales. Fue cómo retroceder en la historia, cuando no obstante los agudos antagonismos había lealtad entre contrincantes y confianza y credibilidad en los del mismo bando. Cómo si esas lealtades, confianzas y credibilidades que en las últimas décadas fueron extinguiéndose, hubiesen resurgido repentina y milagrosamente en torno al féretro de Andrés Aylwin.
Si ese clima de fraternidad, unidad, confianzas y credibilidades pudiese perdurar, o al menos volver a sensibilizar la conciencia de muchos, especialmente de las clases dirigentes, podríamos realmente afirmar que la muerte puede devenir en victoria, que entregarse durante una vida por la vida de los otros es factor esencial de conversión, que la impronta de Andrés Aylwin permanecerá indeleble a través del porvenir.
Porque tuve el privilegio de colaborar con Andrés Aylwin en las causas de derechos humanos desde los primeros días del golpe militar, y compartir días y experiencias aciagas, y el honor de ser profesor de su hijo mayor Andrés, en un curso de derecho con notables jóvenes que compartían sus ideales y que hoy son personalidades en las diferentes áreas del acontecer social y, por otra parte, colega de trabajo de su hijo Pedro, ambos tan fraternos como sus padres, y amigo personal de muchos miembros de la familia Aylwin, he sentido más que un deber un impulso de conciencia escribir estas reflexiones.
Lo he hecho como antiguo militante de la DC, hasta hace un tiempo atrás, no desde una ingenuidad idealista, sino qué desde la fundada esperanza de que el ejemplo de Andrés Aylwin logre iluminar muchos corazones, especialmente de aquellos que, noblemente, buscan revitalizar una democracia cristiana nuevamente al servicio de Chile y de las necesidades de su pueblo. La nación urgentemente lo requiere.
Santiago, Agosto 22, 2018.