Oh I'm just counting

Digámoslo en vida. Por Julio Bravo Kirsinger. Profesor

Toda clase de virtudes reales o imaginarias suelen atribuirse al pariente, amigo, o connotada persona pública que parte de este mundo. En los discursos de despedida abundan los buenos recuerdos, los actos de generosidad y altruismo como también los logros alcanzados en vida por el desafortunado o afortunado a quien se le acaba el tiempo para concretizar proyectos.
 
Célebres panegíricos encontraremos por miles a través de la historia si hurgamos un poco en ello siendo quizás uno de los más significativos en la antigüedad el de Pericles en que rinde homenaje a los caídos en la guerra del Peloponeso en que retrata idealizada mente a la democracia Ateniense.
 
Todos o casi todos estos festines de retórica que no tiene otro propósito de carácter ceremonial con fines de tranquilizar las conciencias y terminar bien un funeral sin descartar el lucimiento del orador quién no pocas veces recurre a frases cargadas de lugares comunes pero que funcionan a la hora de sacarle lágrimas a más de algún deudo presente.  Por cierto no pretendo desconocer que esto no siempre ocurre.
 
Ante esta evidente realidad tan común en nuestra sociedad, es obvio que estos discursos van dirigidos a los presentes y no al fallecido, dado que no tengo prueba alguna de que este pueda oír, valorar ni menos emocionarse o disgustarse con lo que dé él se dice.


Fantaseamos de lo lindo auto engañándonos con la peregrina idea de que el despedido recibe lo declamado. 

Es por esto que propongo la práctica en vida  del subgénero literario conocido académicamente como “panegírico”   en vida.  La idea es que de mutuo acuerdo, dos amigos o familiares se ponen de acuerdo para que en vida, se entreguen mutuamente un discurso de despedida de modo que  ambos puedan en vida disfrutar de las típicas palabras de cariño y reconocimiento  que con frecuencia omitimos del otro. 
 
De esta forma, al momento de leerse estos discursos el día del funeral del ser querido, tendríamos la satisfacción y total certeza de que el que se va había sabido de lo que pensábamos y sentíamos de él.   A la par con esta iniciativa, cada uno podría escribir lo que le gustaría que dé él se dijera cuando lo entierren. Así nos iríamos del cementerio con un problema de conciencia menos y podríamos dormirnos esa noche solo con la pena  de no contar más  con la existencia del ser amado y no agregarle a nuestro descanso la culpa de nunca haberle dicho lo que realmente pensábamos y sentíamos por él.

Desde esta columna, os invito a poner de moda esta propuesta literaria de amor al prójimo.