La contienda presidencial chilena exhibe una paradoja inquietante: una baja consistencia programática y, al mismo tiempo, un excesivo simplismo maniqueo. En lugar de levantar proyectos sólidos que respondan a la agenda nacional, las candidaturas alientan la indignación reactiva contra un supuesto “otro” amenazante. La contienda electoral parece ignorar la urgencia de construir alternativas de política pública, y se ha vuelto paupérrima en propuestas.
Las identidades defensivas se forjan como reacción a una amenaza, ya sea real o percibida. Se basan en la exclusión y la desconfianza: se vota para frenar al adversario, no para respaldar una agenda de transformación. En Chile, este fenómeno explica gran parte del voto negativo, la volatilidad del electorado y la alternancia pendular que, desde el 2010, nos ha llevado de gobierno en gobierno sin mayor preocupación por sus programas. El voto reactivo castiga, pero no permite construir un futuro compartido.
Frente a este impulso sancionador, emergen las identidades proyecto —parafraseando a Manuel Castells— que buscan generar cambios y esperanza. Estas identidades promueven soluciones para los problemas heredados y no se definen por lo que rechazan, sino por lo que ofrecen. Buscan conectar a los votantes con un horizonte de futuro: empleos y educación de calidad, gestión sanitaria eficiente, mercados competitivos (que también ayudan a combatir la desigualdad), desarrollo regional, protección del medio ambiente y, por supuesto, seguridad sin sacrificar los derechos fundamentales. Solo este tipo de política es capaz de lograr votos estables y leales, vinculados a valores y objetivos que trascienden el momento.
La confrontación bipolar que amenaza con llevarnos a una segunda vuelta entre extremos, evidencia esta tensión de manera brutal. Cuando los candidatos basan sus campañas en la exacerbación del miedo, la política deja de ser un espacio para el debate de ideas y se convierte en una lucha de identidades antagónicas. El discurso se reduce a salvar a Chile de un presunto totalitarismo “fascista” o “comunista”. Esto arrincona al centro y sepulta cualquier serenidad analítica y cívica, ya que se adopta la lógica del duelo que copia —y estimula— lo peor del “enemigo”.
Con ello, el debate público se pervierte, la deliberación de calidad se erosiona y se amplifica la futura parálisis decisoria. Los chilenos llevamos más de diez años viendo lo que provoca este tipo de política: el país termina pagando el costo de una contienda electoral vacía de proyectos, que priorizó el terror sobre las propuestas y la performance sobre el diálogo riguroso.
¿Hay una salida a esta encrucijada? La clave podría estar en fortalecer las identidades proyecto: recuperar debates con criterios de largo plazo, fomentar ofertas programáticas coherentes, articuladas con diagnósticos claros y basadas en evidencia. La tarea es simple: desplegar narrativas de adversarios democráticos que busquen convocar a las mayorías en lugar de perseguir la exclusión del “enemigo”.
Los partidos y los candidatos deberían eludir la tentación del “ellos o nosotros” y plantear campañas que permitan avanzar en un elemental y urgente pacto cívico. Solo así podremos dejar atrás el voto reactivo y rescatar la esencia de la política democrática: la construcción de un futuro compartido que impida SE CONCRETE la mayor amenaza de esta elección presidencial, la polarización extrema.
Entre el miedo y la propuesta: ¿una campaña basada en identidades reactivas? Por Eduardo Saffirio, abogado y exdiputado


