Oh I'm just counting

Fragmentación partidaria: más allá de los números. Por Eduardo Saffirio S. Exdiputado

En las discusiones sobre la salud de nuestra democracia, a menudo se reduce la fragmentación partidaria al número de organizaciones que ocupan escaños en la Cámara de Diputados. Se suele mencionar la existencia de 24 o de 22 partidos, pero en realidad son 18; de ellos, 10 cuentan con cuatro o más escaños y hay 37 diputados independientes. Ese recuento mecánico de siglas reduce un fenómeno complejo a una métrica vacía, perdiendo de vista la esencia del poder político.



A pesar de la advertencia pionera del profesor Huneeus —inspirada en Sartori— sobre la necesidad de distinguir entre partidos meramente presentes y partidos relevantes, los análisis mediáticos durante años han persistido en el simplismo. Tal vez, tras el previsible fracaso de la “reforma política” impulsada desde el Senado y los editoriales de prensa, estemos listos para escuchar un razonamiento más riguroso.

La importancia real de la fragmentación reside en la fortaleza relativa de cada partido, medida por su cantidad de escaños y su capacidad de incidir en votos legislativos clave. Un puñado de diputados puede inclinar la balanza de una votación crucial, mientras diez partidos fraccionados y personalistas disputan migajas de influencia. No se trata de la pluralidad nominal o simbólica, sino de quiénes controlan el umbral de mayoría. Así, la fragmentación deja de ser un simple inventario de logos para convertirse en un juego de equilibrios dinámicos.

Basta retroceder a las elecciones de 1965 para entenderlo: la Democracia Cristiana obtuvo 85 de los 147 escaños y concentró más de la mitad de la Cámara. Con un solo partido mayoritario, resultaba irrelevante si coexistían tres o veinte fuerzas menores. El destino de la voluntad legislativa radicó en ese único actor, demostrando que la fragmentación numérica puede ser irrelevante cuando hay mayorías claras.

La discusión que se limita a contar siglas ignora que una Cámara con menos partidos también puede paralizarse si las fuerzas más votadas se ubican en los extremos. Esta dimensión representa un riesgo concreto para el país, especialmente considerando las dos candidaturas que se posicionan como primeras preferencias ciudadanas para la próxima elección presidencial. Por otra parte, cuando ningún grupo supera proporciones críticas de votos o de escaños, su contribución al proceso legislativo resulta testimonial. El desafío no es cuántas agrupaciones existen, sino si alguna alcanza la masa crítica necesaria para desbloquear iniciativas o forjar consensos.

En el ciclo parlamentario actual, los tres partidos más votados no llegan ni al 11 % de los sufragios cada uno. Esa dispersión refleja un escenario donde la interlocución real ocurre en núcleos reducidos capaces de articular coaliciones y ejercer presión estratégica. La imagen oficial de diez y ocho logos en el hemiciclo disimula que algo más de la mitad juega un rol decisivo en la gobernabilidad. Reconocer quiénes pueden sumarse o retirarse de una mayoría es más revelador que el conteo total de partidos.

Un partido se hace relevante en el Congreso por dos atributos clave: 1) su aporte numérico de escaños y 2) su disposición a negociar y construir acuerdos. Esta combinación de peso electoral y flexibilidad cooperativa define el rumbo legislativo, no el listado estático de etiquetas. Un pequeño grupo situado en la intersección de alianzas puede tener más impacto que otro más grande pero excluido del diálogo central.

Analizar la fragmentación como una colección de figuras aisladas reconoce mal su dinámica interna. La salud de un sistema multipartidista no depende solo de su número sino de su capacidad para forjar mayorías claras. El recurso fácil de contar partidos conduce a conclusiones erróneas y explica, en parte, por qué el Ejecutivo no logró convencer a su propia bancada de modificar la última reforma política en el sentido pertinente.

Para diseñar reformas contundentes, debemos trascender la cifra de 24 o 18 y enfocarnos en la distribución de escaños y en el estilo político de cada partido. Esto implica responder preguntas más sutiles: 1) ¿Qué bloque conforma una mayoría potencial?, 2) ¿Quiénes tienen la llave para desbloquear iniciativas legislativas? y 3) ¿Qué actores pueden vetar o impulsar proyectos clave? Ello revelará la verdadera configuración de poder y las líneas de tensión que condicionan el destino de las leyes.

Al final, lo esencial no es cuántos partidos ocupan escaños, sino cuáles cuentan con la capacidad y la disposición de decidir. Para avanzar, debemos depender menos del hechizo del recuento y más del escrutinio de la configuración del poder real. Solo así podremos sentar las bases de una reforma política de fondo: partidos institucionalizados, programáticos, con agendas pertinentes y proyectos colectivos. Su número, entonces, importará aún menos que hoy.