La literatura especializada ha entregado desde hace mucho tiempo antecedentes sobre la importancia de la formación humana desde el nacimiento hasta los 6 a 7 años. Desde la sicología se va a responder con cientos de teorías y estudios que señalan que se establecen las bases del desarrollo socioafectivo, cognitivo y motor. Desde la neurobiología, se va a indicar que en esta etapa el cerebro infantil tiene gran plasticidad, que se van conectando las neuronas y estabilizándose redes neuronales que generan la arquitectura cerebral que sostiene aprendizajes de todo tipo, y que, para ello, hay ciertos períodos más sensibles, donde se genera mayor ‘impacto’ de las influencias que hay que aprovechar.
Pero hay otro punto de vista, muy relevante sobre la importancia de este período. Si nos preguntamos qué nos preocupa en la sociedad actual respecto a la educación de las nuevas generaciones sin estigmatizarlas, dirían: la pérdida de valores, la poca sensibilidad hacia el medio y las personas en su diversidad; la falta de iniciativa, curiosidad y capacidad para generar respuestas creativas; la escasa responsabilidad de los actos propios, el poco interés de trabajar con otros para alcanzar logros que nos beneficien a todos, como el bienestar común. Pues esas actitudes y habilidades son lo central de una buena educación de la primera infancia, y ello no es solo tarea de educadores, sino de la familia y de la sociedad entera.
Este año se conmemoran 30 años desde la Convención de los Derechos del niño y la niña. El mejor gesto social que podríamos darle a nuestros párvulos, es avanzar significativamente a contar con una educación parvularia para todos, oportuna y con cualidades que aseguren el desarrollo y respeto a lo esencial de nuestra infancia: su fantástica humanidad.