En los últimos días, diversas declaraciones han condenado los actos de violencia, los saqueos, el pillaje y la destrucción de bienes públicos y privados. Estas acciones son inaceptables para un mínimo civilizatorio, y contra ello, deben aplicarse rigurosamente las sanciones que contempla la ley. Es innegable que, tales hechos, que ocurren en el marco de la masiva lucha popular en contra del sistema imperante, paradojalmente, dañan derechos humanos fundamentales, por los cuales se lucha, y con ello, debilitan y desvirtúan la legitimidad y fortaleza moral del empeño ciudadano.
Estas declaraciones, junto con advertir los riesgos de la violencia para el estado de derecho, la democracia y la convivencia nacional, identifican como responsables a sectores marginales, delincuentes y narcotraficantes y grupos extremistas anti sistémicos.
Sobre los aspectos generales del diagnóstico, existe un extendido consenso entre las fuerzas políticas y el arco institucional. Pero hay diferencias en cuestiones de fondo. Para la centroizquierda, las motivaciones giran en torno a los temas de orden económico-social y político, y su superación. Para la derecha, esta es una cuestión fundamentalmente de orden público y de requerimientos de herramientas, que refuercen el dispositivo coercitivo represivo del Estado. Sus valores esenciales se configuran en torno a la conservación de este orden.
La derecha emplaza, apelando a la necesidad de “reunificación cívica y social”, arguyendo que “necesitamos mejores herramientas para combatir esta violencia criminal” y que, señala una senadora “no es suficiente solo condenar la violencia, sino que también debemos dar pasos concretos para darle al estado las herramientas para restablecer el orden público”.
Las preocupaciones de la oposición apuntan, como ya se mencionó, a la materialización de medidas, que avancen en la dirección de superar cualitativamente las actuales condiciones materiales de existencia y a consolidar el camino, para que Chile alcance una nueva institucionalidad política, y un nuevo orden económico y social.
Compartiendo la perspectiva general acerca de la violencia y la acción delictual, planteada por distintos sectores de la oposición, es necesario, sin embargo, introducir algunos elementos que, quizás por asumirse sabidos, no se señalan con la claridad requerida.
En primer lugar, los “marginales”, en su mayoría jóvenes, son portadores de resentimientos, dolores y frustraciones cultivadas al desabrigo de nuestra sociedad incapaz o indolente para presentarles algún horizonte. La justicia, el derecho penal debe hacer lo suyo donde corresponda, pero la sociedad tendrá que acogerlos generosamente, integrarlos e intentar imbuirlos de una ética signada por el respeto mutuo, el reconocimiento al valor de sus personas e invitarlos a luchar juntos por una sociedad mejor.
En segundo lugar, debemos anotar que la violencia no tiene origen exclusivo, en la delincuencia organizada que saquea, ni en las expresiones de resentimiento de los marginados. Lo violento implica el uso de la fuerza física o moral. La práctica generalizada de esta, a escala de lo social e institucional, se inscribe en el fenómeno más general de la anomia.
La anomia es un concepto del sociólogo francés, Émile Durkheim, que se refiere a situaciones de crisis social que se producen en una sociedad incapaz de integrar a los individuos, y de regular sus conductas, de acuerdo a una estructura de valores y normas. Hay un debilitamiento de las reglas sociales y se pierde el respeto por las mismas. Ello depende de la fortaleza de las instituciones de la sociedad, y esta a su vez, de la solidez de las normas y de la observación consecuente de las mismas, por el conjunto del cuerpo social.
Cuando tal observancia no es respetada por los actores sociales, las derivaciones para la institucionalidad y la convivencia son desbastadoras.
En tercer lugar, no cabe duda de que los saqueos son una ruptura violenta de reglas básicas. Pero también es violento, que un Juzgado de Garantía haya aprobado la suspensión condicional del juicio en contra del ex ministro, Laurence Golborne, que emitió boletas ideológicamente falsas por 378 millones de pesos, para financiar su campaña política. La condición es que no cometa otro delito dentro de un año más el pago 11 millones y cuatrocientos mil pesos.
Del mismo modo, según el Núcleo de Investigación en Marginalidad Urbana UC, las colusiones de los pollos, del papel higiénico y de las farmacias llegan a 1.687 millones de dólares.
Otros estudios indican que, “la evasión de los impuestos personales se estima en un 46%, y de este porcentaje, un 92% se relaciona con el retiro o distribución de utilidades por parte de dueños de empresas”.
En cuarto lugar, siendo lo violento el uso de la fuerza física o moral, habría que asumir que la delincuencia y los fenómenos anómicos han sido una práctica reiterada de sectores empresariales dominantes. Estas prácticas, así como las carencias de una legislación que sancione, conductas tan aberrantes, para la fe y confianza públicas, constituyen graves violaciones de las normas mínimas de convivencia.
Ninguna de las acciones delictivas mencionadas constituye señales de respaldo a la institucionalidad democrática. Al contrario, son evidencias de corrupción, corroen las instituciones y degradan la gobernabilidad.
Así entonces, en quinto lugar, podemos anotar que, la delincuencia y sus expresiones organizadas no son marginales al sistema capitalista, ni menos a su variante neoliberal. Son funcionales al propio sistema. La practican delincuentes de todas las clases sociales, y los de las clases altas lo hacen a mayor escala. Ciertamente implican un grave riesgo para la institucionalidad democrática del país, para el estado de derecho y amenazan a la democracia.
Sobre la delincuencia, hay que actuar con toda la fuerza del derecho, y la tipificación de los delitos debe atender con precisión a la magnitud del daño social que causan.
Parece de toda justicia y pertinencia, en aras de la paz social y la convivencia democrática, que las fuerzas de la oposición emplacen a la derecha y al gobierno a un acuerdo, que no solo declare una condena a los abusos de un sector de clase mezquino e inescrupuloso, sino que defina pasos concretos para dotar al Estado de las herramientas efectivas, para combatir esta violencia criminal.