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Limites y Desafíos de la Democracia, Por Antonio Leal, ex presidente Cámara de Diputados y acádemico U. Mayor



Es necesario, ciertamente, distinguir en la concepción clásica, la teoría que funda la democracia sobre la base del instituto de representación política en la versión lockiana y aquella que funda la democracia sobre la base de la participación en la versión rousseniana. 

En la primera, es la democracia indirecta la que impone sus connotados, en la segunda es la democracia directa; pero las dos teorías no serían integrables si ambas no emergieran de la idea común de la existencia activa de una voluntad popular que presupone la existencia de un cuerpo político y éste, de un bien político conocido y actuable propiamente en la lógica de una voluntad popular presente y activa. 

Es, sin embargo, el individualismo metodológico, que une entre ellos pensadores del nivel y autoridad de Weber, de Kelsen, más delante de Popper, que coloca de relieve las libertades políticas como una condición y no como un fin. 

Para Schumpeter  participación y representación, en la acepción clásica, no son más los connotados de la democracia moderna.  El régimen político de la sociedad compleja y diferenciada de nuestro tiempo es poco más que un método de designación de aquellos que deberán producir las decisiones que resultan vinculantes para el mantenimiento del orden social. 

Con Schumpeter, entra en la esfera del orden político, el instituto del intercambio y del mercado y, por tanto, aquel de la competición y de la concurrencia entre los actores.  Por diversos factores la idea schumpeteriana de democracia se vincula a aquella  de Kelsen: ambas dominan el aspecto formal, de los procedimientos, y a través de ellos, el carácter plural del juego democrático, su esencia de elección entre múltiples preferencias individuales y colectivas en una lógica fundamentalmente representativa.

Es éste el paso más delicado y problemático.  Si la democracia es, en la acepción de Robert Dahl, un proceso dirigido a producir decisiones colectivas, su sóla premisa, coherente con la democracia en un sentido etimológico, es la igualdad política de los participantes el proceso electivo.

Es hoy imposible sostener una concepción de la democracia que pueda prescindir de una visión pluralista, no sólo de la política, sino también de la sociedad.

El pluralismo, en la versión de “técnica” del proceso político, está contemporáneamente abierto a dos perspectivas fundamentales.  De una parte éste puede constituirse en la doctrina política de una teoría más amplia de la sociedad orientada al funcionalismo o al estructural –funcionalismo, es decir, más vecina a la visión de Luhmann que a la de Parsons, y que lleva a una meta-teoría, que comporta una suerte de neutralización del poder y de la política de lo cual, algunas premisas fundamentales, se encuentran en el pensamiento de Weber y de Kelsen.

Quien tiene el poder decide y, por tanto, selecciona las alternativas posibles y con ello hace menos compleja y más subordinada, la selección que debe realizar el sujeto que, en todo caso, está sometido al poder.

Luhmann sostiene, que en las sociedades evolucionadas y complejas como las actuales, el hombre más que ser parte de la estructura interna del sistema, constituye su ambiente, es decir, está fuera de él. 

Se juntan, en esta concepción, tres tradiciones funcionales del Estado y de aquella parte de la opinión pública que participa, en verdad como abstracción, a la definición de las formas y del control de las decisiones públicas. 

Desde este punto de vista, cuando se habla de democracia no se está refiriendo a la participación de todos en los procesos de las decisiones políticas.  Esto aparece no sólo como ideal utópico, sino también como errado, dado que no tendría en cuenta el grado altísimo de complejidad y de racionalidad que comporta la prestación selectiva y que se encuentra restringida a verdaderas burocracias que, al adquirir especialización, se transforman en tecnocracias.  Esta es una visión típica de una democracia reducida a un simple postulado normativo que, al universalizarse, da forma y justificación a esta política y a este poder.

La apertura de la competición democrática al mundo de los valores, el hecho de que vuelva a conectarse con las reglas morales, no ha quedado solo dentro del pensamiento político de matriz cristiana, sino que ha abierto el camino hacia el retorno a la polis no sólo con pensadores como Leo Strauss y Hannah Arendt, sino también con filósofos de la moral más recientes.

Entre las nuevas teorías contratualistas aquella que parece la más importante y la más genuina, la más conocida, la teoría de la justicia como equidad de John Rawls.

El nuevo contrato social no es, en esta teoría, un acto que puede concluirse en un hecho histórico concreto, sino en una hipótesis según la cual, individuos libres e iguales, en una situación originaria cubierta por un velo de ignorancia, deliberan sobre un conjunto de principios inspirados en la justicia que se empeñan en observar en sus relaciones recíprocas.  En este caso el principio de justicia funciona como criterio regulativo de la distribución entre los miembros de la sociedad de los derechos y deberes, y comparten, juntos, las ventajas y desventajas, que nacen de la relación de cooperación social

Como explica bien Rawls, el utilitarismo, a la par con todas las otras doctrinas teleológicas, una vez que ha descubierto el bien al cual tiende, se orienta hacia él de manera absoluta, sin tener en cuenta ningún otro criterio que no sea aquel de la maximalización de este bien, sin importar si otros principios deben ser sacrificados y, entre ellos, incluso, el de la justicia.

La teoría del contrato social fundada en la justicia no es solo una teoría social, es también una teoría política.  Aparece como algo inútil colocar en evidencia la distancia que separa este contrato de aquellos que teorizaron sea Hobbes, que Rousseau.  El pacto está aquí estipulado entre hombres libres e iguales que no enajenan su voluntad ni la voluntad superior del Estado Leviatano, como tampoco la voluntad general que, de alguna manera, se constituye como una esfera separada.

Desde el punto de vista de la teoría política es ciertamente éste uno de los más importantes tentativos contemporáneos de restituir a la política una dimensión horizontal.  Los individuos libres e iguales de Rawls, no se expresan solamente a través de un consenso, una decisión electiva, sino que idealmente ellos mismos deliberan los fines de la sociedad y extraen las máximas generales para disciplinar y regular los comportamientos en sus recíprocas relaciones.

Sin embargo, lo principal es tener en cuenta que la democracia es, en primer lugar, un orden político, un  régimen político que tiende al máximo del desarrollo de las normas y procedimientos “laicos”, que proclama la transparencia de las libertades formales, las igualdades sustanciales.  Que coloca, en el centro, personas que tienen el derecho a ocupar espacios y a condicionar los procesos de composición de los intereses y de la voluntad pública.

En la democracia ningún interés puede imponerse sin construir un nivel de consenso, sin una generalización político-jurídica, sin representar una clara dignidad moral.

Tal como lo señala Umberto Cerroni, la democracia está sujeta a reglas que condicionan su calidad y carácter: la primera regla es la del consenso, todo puede ser hecho si se obtiene el consenso del pueblo, nada sin él.   La segunda regla, es la de la competición, para construir el consenso, todas las opiniones pueden y deben confrontarse entre ellas.  La tercera regla, es la de la mayoría, para calcular el consenso, se cuentan las cabezas, sin cortarlas, y la mayoría es la ley.  La cuarta regla, es la de la minoría.  Si no obtienes la mayoría y eres minoría, no estás fuera de la ciudad, puedes ser el jefe de la oposición y prepararte para derrotar a la mayoría en el próximo enfrentamiento.  Esta constituye, a su vez, la regla de la alternancia, de la posibilidad para todos de dirigir el país.  La quinta regla, es la del control, la democracia es controlable.  La sexta regla, es la de la legalidad, no sólo tenemos que fundar las leyes en el consenso, sino la misma carrera por el consenso debe fundarse en las leyes y por tanto en la legalidad.  La séptima regla, es la de la responsabilidad, tienes derecho a reivindicar cualquier interés particular, pero a condición de que sea un común denominador sobre el cual se pueda construir el interés general de la comunidad.

Estas reglas son establecidas para garantizar la reproducción de la democracia y por tanto el proceso permanente de afirmación de libertad y de  igualdad entre los hombres, y funciona, fundamentalmente, para garantizar  una democracia representativa.

Norberto Bobbio, subraya que, la participación de los ciudadanos no depende sólo de reglas, sino esencialmente de valores que la democracia es capaz de transparentar y difundir.  El primer valor, es el de la tolerancia, la superación de los fanatismos, de la vieja convicción de poseer, al unísono, la verdad y la fuerza para imponerla.  Consecuencialmente, el otro, es el de la no violencia.  Popper, dice que un gobierno democrático se distingue de uno no democrático en que en el primero los ciudadanos pueden desembarazarse de sus gobernantes sin que medie un enfrentamiento armado.  El tercero, es el ideal de la renovación gradual de la sociedad a través del libre debate de las ideas, del cambio de mentalidad y del modo de vivir.

El contratualismo moderno, según Bobbio, nace del cambio de una concepción holista y orgánica de la sociedad, nace del hecho de que el punto de partida de cualquier proyecto social de liberación es el individuo singular con sus pasiones, intereses y necesidades.

A partir de esta visión, la sociedad política, y la política misma, es un proyecto que debe ser reconstruido continuamente, un proyecto no definitivo y, por tanto, susceptible de ser revisado permanentemente.

A partir de las conquistas democráticas del siglo XX, la inspiración progresista debe trabajar porque, se pueda construir un proyecto de contrato social más avanzado del neo contratualismo liberal, que incluya, en sus cláusulas, un principio de justicia distributiva.

El siglo XX se cerró adoptando la democracia sin adjetivo, como jerga oficial de la política, “como enigma resuelto de todas las constituciones “como diría Marx. 

Sin embargo, los cambios epocales colocan, obligatoriamente, en marcha un proceso de reflexión de tiempo epocal, que obliga a la reconceptualización de la política desprovista de certezas, de ideologismos, desnuda en su propia autonomía y secularización.

La construcción política de la democracia no conoce más fronteras: en el oeste, en el este, como en el sur del mundo, se observan esfuerzos por dar a la idea de la democracia contenidos ideales y, al mismo tiempo, instrumentos necesarios para que ella pueda ser el “factotum” de la nueva civilización. 

Una primera interrogante que es obligatorio plantear cuando la democracia se ha consolidado, como valor y forma, es si la concepción liberal democrática agota la potencialidad del principio democrático. 

La democracia occidental, ha explicitado, a través de las constituciones, su carácter “formal”, es decir, de democracia de los derechos y de los procedimientos, también en los momentos en que ha introducido significativas referencias al principio de socialidad

En la democracia liberal está sancionada la supremacía del mercado,  como mercado económico y como mercado político, y aparece excluida cualquier posible contestación de esta superioridad. 

La estrategia democrática del cambio, está, integralmente, por ser  aún definida, en términos de nuevos instrumentos y nuevos conceptos.   El principio democrático tiene que ser extendido mucho más allá de los confines de la libertad de la democracia liberal y entrar, directamente, en la relación entre el poder democrático y el alargamiento de la frontera de los derechos, entre formas organizadas del conflicto y la reconstrucción del consenso.

La democracia, como orden social, frente a este radical cambio de los equilibrios sociales, tiene la gran tarea de dar forma política a este incesante proceder hacia lo nuevo. 

Los rasgos del post-modernismo llevan a la fragmentación social, con la creación de una multiplicidad de sistemas y subsistemas parciales, y se mueve hacia una modificación radical de aquello que, en un tiempo, podíamos llamar el “status libertatis” del ciudadano y de las relaciones entre ciudadanía social y organización política.   

Es, en efecto, en su esencia “otra” libertad, una libertad que interviene en la elección,  de oportunidades diversas, de aquella que es más congenial o que corresponde a la dirección que cada uno desea darle a su propia vida, al propio ser, en el tiempo histórico.

Hay que subrayar que es el momento de crisis de la modernidad y también la crisis del universo de los mecanismos preconstituidos y predeterminados, unilineales y unidireccionales que corrían hacia un fin histórico ya inscrito en la construcción de los acontecimientos humanos. 

La sociedad cerrada, autoreferencial, típico del último siglo, tiende a fraccionarse ulteriormente, pero, también, a abrirse, en una interacción post-dialéctica en las contradicciones de un mismo sistema, entre este sistema y el ambiente, lo cual hace más libre e imprevisible, y por tanto más riesgoso, el “juego social”.

La sociedad post-moderna está en condiciones de generar amenazas mortales para la democracia:  la autorrefencialidad del sistema de los partidos, la inflación del poder, la neutralización del consenso, y el intento de capturarlo son motivos para reflexionar sobre la sobrevivencia del régimen democrático no sólo como fue concebido en el modelo clásico, sino también en el neoclásico.

Desde este punto de vista, existen hoy dos principios-base que compiten en sostener la cooperación social y en inspirar la estructura fundamental de la sociedad.  Ellos son la idea de la utilidad y la idea de la justicia.

Esto, porque solo hombres libres e iguales pueden buscar un acuerdo entre ellos sobre algunos principios guía de la vida asociada, dado que si así no fuera, se estaría suscribiendo, más que un pacto de unión, un pacto de sujección, en el sentido hobbesciano, de transmisión  de su voluntad social a un soberano que se erguiría por encima de ellos y obtendría sólo sus obediencias.

El utilitarismo es el principio dominante de las sociedades modernas del bienestar.  El está en la base de la economía política moderna, del mercado como forma de organización económica, de la empresa como macro-sujeto de la producción y del intercambio y aquello que más cuenta, es el principio interiorizado  en la conciencia colectiva de grandes masas que a este principio inspiran sus comportamientos en tantas manifestaciones de la vida social.

Es el principio de justicia, y no aquel de la utilidad, el que parece más idóneo a gobernar la cooperación social entre hombres libres e iguales, el más idóneo para conferir a la edad de los derechos, de la cual habla Bobbio, y a la sociedad postmaterial, el más eficaz de los principios regulativos.

Según la teoría neocontratualista pasa por este camino la lenta y difícil reconstrucción del fundamento moral de las decisiones políticas y por tanto de la democracia.  Ello pasa, necesariamente, a través de la reconstrucción de las comunicaciones entre los participantes  y la asociación política.  .

Es esto, aún hoy,, lo que podemos llamar la dimensión horizontal de la política, que no excluye la  dimensión vertical , pero que constituye una condición de base que favorece una comunidad de las comunicaciones sin la cual se resta terreno a la política y esta se entrega totalmente a las formas más brutales de poder del hombre sobre el  hombre.

No se trata, naturalmente, de negar o redimensionar el rol de los partidos en la democracia de masas, sino el de redefinir el límite intrínseco que ellos tiene en el interior de la dimensión horizontal de la política como mediadores institucionales del discurso político. 

El sistema político ha perdido su rol central como sistema unificante de todo tipo de relación humana organizada y ha retrocedido al rol de uno de los tantos sistemas parciales en los cuales la sociedad se ha dividido y diferenciado, asumiendo las funciones especialistas de producción de las decisiones colectivas que atingen propiamente al funcionamiento de las

Si la modernidad, en sus albores, había encontrado en la vertizalización de la política su propio principio de orden y en el Estado su Leviatan, su garante de la paz social, capaz, con el monopolio de la fuerza física, de clocar fin a la guerra de todos contra todos; ahora seguramente, se debe recurrir a la operación inversa, a la cual nos han preparado siglos de pensamiento civil destinado a garantizar la libertad del individuo justamente contra el Estado.

Como lo señala el filósofo italiano Pietro Barcellona, la democracia es un valor porque realiza el derecho mínimo de cada cual de poder decidir el sentido de la propia historia.  Por ello la democracia es esencialmente conflictual, es inseparable del conflicto, es el retorno continuo de las contradicciones y del carácter paradojal de la política moderna.

El conflicto que estructura la democracia contiene, inevitablemente, el valor de la convivencia, ya que ella, de por si, consiste en la posibilidad de un orden infundado y, por ende, de un orden que se hace cargo de la pluralidad de las razones, de la posibilidad que una venza y otra pierda, sin por ello estar fuera de la ciudad.  La democracia se entrega, a sí misma, la decisión de dejar fuera del conflicto los puntos no negociables, aquellos que pertenecen a la sobrevivencia de las razones plurales

La “sociedad reducida” es una sociedad empobrecida cultural y éticamente.  La ofensiva neoliberal consiste, naturalmente, es el tentativo de neutralizar los conflictos orientando el empuje emotivo de la  población hacia formas regresivas de identificación: el poder fuerte, la sociedad ausente, los enemigos de turno: drogados, pobres, incapaces, emigrantes, etc.

Contraria a esta tendencia, típica del neoliberalismo, es la perspectiva de Dahrendorf, que parte de la base que una sociedad que no desee precipitar en el descompromiso creciente hacia las reglas y las responsabilidades colectivas debe asegurar que todos tengan “una apuesta en el juego de la sociedad”, es decir, que los pobres, los marginados, los desocupados tengan algo que colocar en campo, en cambio de la aceptación de los vínculos sociales.

En esta perspectiva, es necesaria la elaboración de una política de entendimientos fundamentales comunes para todos los ciudadanos, de una ciudadanía común contra los privilegios y los superpoderes.

Dahrendorf se plantea, nada menos, que disolver el matrimonio que liga capitalismo y liberalismo. 

En una línea más ligada a la sociabilidad, Robert Dahl, señala que es  necesaria una auténtica refundación de la teoría política que reestructure las relaciones entre los medios técnicos de los procedimientos y los fines culturales de la democracia.

El liberalismo cultiva el culto de la propiedad y lo coloca en el centro de toda la estructura de la política.  Locke, lo resume: “la sociedad política fue fundada sólo para conservar, a cada  privado, la propiedad de bienes, y para ningún otro fin”.  El socialismo, en cambio, coloca en cuestión la comunidad  política que tiene, justamente, como fundamento la real e indoblegable desigualdad de posesión y de derechos.  Su consigna fue “expropiar a los expropiadores”, como requisito de una igualdad entre los sujetos.

Dahl afirma que sólo la democracia es capaz de debilitar y colocar límites a la estructura de la constitución de la propiedad privada como valor superlativo. 

El valor del análisis de Dahl reside en que focaliza el paso de un  régimen que presentaba al Estado como depositario de la “ratio”, a una estructura política “poliárquica” que supone la multiplicidad de los intereses y la realidad y permanencia del conflicto.  Es aquí donde se crea una simbiosis entre “pluralismo y pluralidad de los intereses”, que provoca la marginalización de las dimensiones individuales de la política y la emergencia de partidos y grupos de presión que organizan la solidaridad entre intereses homogéneos.

Dahl sostiene, que aún en la importancia extrema del sufragio universal: “el voto representa sólo un tipo de recurso político.  Desde el  momento que los recursos sociales son distributivos de manera desigual y dado que muchos de ellos, pueden convertirse en recursos políticos, los recursos políticos, diversos del voto, son distribuidos de un modo desigual”

De esta forma, la democracia, sea para el liberalismo democrático avanzado que para el socialismo renovado, es todavía un diseño incumplido en toda su plenitud y el paquete de valores que ella  engloba no ha agotado ciertamente, sus grandes potencialidades.  Conflictualidad e incumplibilidad como condición para que la democracia no tenga  ninguna zona intransitable, ninguna “reserva” protegida, a las cuales esté prohibido el acceso de sus reglas y la hegemonía de sus valores éticos y políticos

En la sociedad compleja y diferenciada de nuestro tiempo, la ciudadanía tiene una proyección múltiple respecto a todos los sistemas o subsistemas en los cuales la sociedad se articula. 

A influir en la calidad de la política no son sólo los derechos políticos, como derechos de participación al proceso decisional colectivo, sino también aquellos civiles y, especialmente, aquellos sociales, que se encuentran en veloz expansión hacia derechos más complejos y maduros que colocan en juego la utilización de todos los bienes de la vida y la relación misma entre el hombre y lo creado. 

De esta manera la ciudadanía aparece como la única y exclusiva mediación entre el sistema político, el sistema social en su conjunto y aquel institucional, como estructura en la cual se concentra la autoridad pública y los recursos organizativos, económicos-financieros y simbólicos-comunicativos, que hacen posible el proceso de producción de bienes públicos y de decisiones públicas.

Desde las dilataciones hasta el infinito de las relaciones sociales en los procesos de globalización, desde la enorme capacidad de manipulación de los instrumentos de comunicación de masas que son protagonistas de un mundo sin fronteras; a las oportunidades y a las amenazas de un proceso científico y tecnológico que apera directamente en el terreno de la  paz y de la guerra, de la vida, de la muerte, del hombre y de la naturaleza, al decaimiento de los principios de solidaridad en un mundo orientado al consumo egoísta y sin límites, al apagamiento de las identidades colectivas. 

Las diversas formas  de corrupción que vive el mundo de la política erosiona las bases de la democracia y de la ciudadanía. El mundo de los negocios, demostrando el peso del mercado en todas las actividades de la vida, ha entrado en la política para dominarla. El pago de “coimas” en diversas modalidades a los políticos, el financiamiento ilegal de la política, el cohecho, se tornan normales y debilitan la autonomía y la ética del político y de la política. Ello es visto por la ciudadanía como una forma de inequidad y pierde confianza en sus representantes acentuando los altos grados de desinterés de participar en política y aumentando la abstención electoral y la indiferencia frente a una política que aparece como sucia. La primera revolución, es por tanto, ética. Reponer valores públicos, ética pública es central si se quiere que la política vuelva a ser el espacio de socialización y de decisión de los ciudadanos.

La ciudadanía democrática está asediada por estas fuerzas.  Pero ello es nuestro principal recurso y como la democracia no tiene alternativa en el plano de los sistemas políticos, por ende, no tiene alternativa en el plano  de la organización social en su conjunto.  El punto teórico difícil es aquel de conjungar, a través de un fuerte empuje ideal, la ciudadanía, como centro moral de la vida democrática, y, a la vez, regla y práctica del vivir social.

La ciudadanía democrática no es, en efecto, sólo la reafirmación kanteana de la persona-fin y de su dignidad y autonomía, sino el principio activo de la “ciudad”, la medida de su organización y de su funcionamiento. 

La ciudadanía democrática vive en las instituciones democráticas, es decir, en el  terreno de derechos y de deberes que son conjuntamente proclamados y realizados a través de principios ideales, de institutos jurídicos y de relaciones que diseñan y afinan continuamente su fisonomía.

Es la justicia, en efecto, como principio regulativo que constituye el puente ideal entre la persona-fin y la sociedad en su conjunto. 

Es la democracia la que  asegura el control de este inmenso  conglomerado de poder y de recursos que es el Estado y que la somete a un control popular que se ejercita periódicamente con el voto.

Todo ello exige que se vaya más allá de los procedimientos electorales y que se diseñen formas de participación y de control social a través de las cuales los derechos, en sus varias articulaciones, encuentren un efectivo terreno de desenvolvimiento.  La democracia posee una enorme fuerza expansiva y una coherencia intrínseca.

Seguir los caminos de la democracia, comprenderlos para orientarse en cada coyuntura del cuerpo social, es la gran tarea a la que está convocado nuestro tiempo, para hacer verdaderamente de la democracia  el principio regulativo, no sólo de la vida política, sino de la vida social en su conjunto.

Siempre más el derecho de la ciudadanía, aparece como el tejido vinculante de la sociedad contemporánea, cuando se estructura en  forma democrática, ya que asume la doble semblanza de resultado y de vehículo de la democracia.  La democracia aparece, en efecto, siempre más como un sistema de relaciones que constituye el lenguaje común de la sociedad, incluso, cuando éstas se alargan más allá de sus confines naturales y se hacen multiétnicas, multirraciales y multiculturales.

Una versión moderna de la ciudadanía, coloca en el centro el tema social destinado a compensar las desigualdades determinadas en el libre juego del mercado y por las características privatistas de la iniciativa económica y financiera.   

Sin ciudadanía social, el resto de las ciudadanías pierde espesor.

En una visión progresista de la ciudadanía, ella aparece ligada al principio de la inclusión, sea en el ámbito político que en el ámbito de la tutela de los derechos sociales.  Una “democracia exigente” consagra derechos ciudadanos extendidos hacia temas tan claves como el ambiente y en general el frente ecológico, el frente de la solidaridad económica, el frente de la emancipación femenina, el de vivir en paz, el conjunto de derechos de ciudadanía que consagra la libertad y la participación del hombre moderno.

En este sentido, la democracia, aún cuando permanece en su esencia como una forma política, capaz de estructurar sistemas de ejercicio del poder social, se dilata hasta comprender las relaciones generales del ejercicio de toda libertad humana: ella se transforma, logra ser, de esta manera, el verdadero paradigma y juez de todo modelo de organización social, de todo proceso en el cual el hombre decide con otros hombres.