Oh I'm just counting

A confesión de partes. Por Gonzalo Martner, economista

El ministro de Economía, Lucas Palacios, declaró que los bancos “comenzaron prestándole plata a quien menos lo necesitaban, es decir, a los que están en una situación más compleja y difícil le están haciendo también más difícil la entrega de los créditos".
 
Pero, ¿no es acaso el ministro de Economía el que debe promover nuevas medidas que obliguen a la banca a dirigir con urgencia el crédito a las empresas en dificultad en vez de comentar que su política no funciona?
 
El ministro de Hacienda, Ignacio Briones, declaró al promulgarse la ley FOGAPE, por su parte, que cerca de 1.2 millones de empresas se beneficiarían con el programa de créditos con garantía estatal a tasas rebajadas. Pero resulta que la Comisión para el Mercado Financiero (CMF), que supervisa los bancos, ajustó el universo de empresas elegibles a solo 500 mil. Solo la mitad de ese universo está bancarizado, según la Asociación de Bancos, y solo "se han atendido cerca del 20%".
¿No debieran los ministros citados tomar nuevas medidas frente a la inefectividad de sus políticas?
 
Mientras, ya son más de 500 mil los contratos suspendidos financiados con los fondos de cesantía. La destrucción de empleos probablemente avanza a pasos agigantados, aunque no se publican cifras actualizadas que permitan dimensionarla.
 
El ministro de Hacienda comenta que “aun cuando este es un shock transitorio, es importante reconocer que esto va tener efectos permanentes severos”. ¡Efectivamente!
Así va la gestión de gobierno, con ministros que ofician de comentaristas de medidas tardías e inefectivas, como si no estuvieran a cargo de evitar una depresión económica que amenaza a la sociedad chilena y especialmente a sus categorías sociales más vulnerables.
 
Consensos que no se construyen

La situación sanitaria y económica del país se encuentra en un punto crítico. En un momento en que sanitariamente la palabra clave es la reciprocidad (si yo me cuido te cuido, si tu te cuidas me cuidas), debieran funcionar consensos y una gran unidad para contener la pandemia en un contexto de fuerte disciplina colectiva y para aminorar sus graves efectos económicos.

Pero cuando se observa que las autoridades trataron arbitrariamente desde el 15 de abril, en pleno desarrollo de la pandemia, de adelantar un retorno al trabajo sin considerar la salud colectiva por evidentes presiones empresariales, no queda sino levantar voces de crítica.

Cuando se observa que el grueso de los recursos fiscales se destina a aliviar a las grandes empresas sin compromiso de mantencion de los empleos, que no fluye el crédito subsidiado a las pymes, que la suspensión de contrato laboral se financia con los fondos de cesantía de los trabajadores, no queda sino levantar voces de crítica.

Cuando el gobierno apenas dialoga con sus alcaldes, que lo obligaron a tomar las primeras medidas de precaución, con su comité de expertos o con el Colegio Médico, no queda sino levantar voces de crítica.

En efecto, el gobierno no ha creado condiciones de unidad, porque cree en el ejercicio vertical del poder. Traslada a la gestión de gobierno la práctica que conoce en las empresas de dónde provienen sus personeros. No sabe de trabajo en redes colaborativas. No tiene otras herramientas intelectuales para abordar una situación tan compleja que la lógica autoritaria de comando y obediencia.

Todo esto se agrava con un presidente que tiene una tendencia a la improvisación cotidiana y que no quiere tomar las medidas de fondo que la situación impone porque en esencia es un defensor de la actual sociedad desigual y oligárquica y no está dispuesto a ponerla en cuestión. Lo más reciente es que prefirió la solución efectista y paternalista de la distribución de cajas de alimentos en vez de consensuar con las organizaciones sociales y con el parlamento un apoyo monetario de emergencia a las familias de magnitud suficiente -dadas las capacidades del país- que las preserve del hambre.

Bienvenida sea esta ayuda ante un panorama tan crítico para muchas familias. Pero presenta problemas logísticos enormes y severas dificultades en el proceso de distribución, en un cuadro de desesperación creciente en múltiples territorios.

En Estados Unidos las “food stamps” (ver en https://www.usa.gov/espanol/asistencia-alimentaria), o vales de alimentos, se presentan en los supermercados y tiendas para retirar productos básicos. Es un mecanismo que existe desde hace décadas precisamente para al menos evitar los problemas mencionados. Y todo economista con algo de formación en microeconomía sabe que con las cajas y los vales de alimentos se producen efectos de sustitución y que lo más eficiente para enfrentar el hambre es la entrega de subsidios monetarios a las familias o, en condiciones normales, la alimentación institucional en las escuelas y lugares de actividad, que hoy se pueden cambiar por una distribución directa total o parcial.

Todo esto el gobierno lo sabe. Pero prefiere la gesticulación mediática y desviar la discusión ante la evidente carencia de un plan de emergencia consistente. Su único argumento es que no se puede utilizar de una vez todos los cartuchos, argumento que no se sostiene frente a la urgencia de enfrentar el hambre de muchas familias.

Cuánto quisiera uno un plan gubernamental concordado con la oposición, los alcaldes, los sindicatos, la sociedad civil organizada, arrimando el hombro con prioridad para la salud y las familias más vulnerables. Pero nada de eso esta en el ADN gerencial y vertical del gobierno. Con la consecuencia de un país que no supera sus divisiones incluso ante la peor de las crisis.