Ha muerto un amigo, intuí la causa,
por lo que no me sorprendí cuando mi informante
añadió que para suicidarse, había elegido la cocina.
Sin haber sido cercanos fuimos solo conocidos, y es
probable que nuestros rumbos nunca volverían a
coincidir.
Como muchos, intentó ser alguien, y lo
consiguió, pues terminó siendo eso: simplemente
alguien. Su muerte no remece a la ciudad que imperturbable, continúa, con ritmo arrollador, su marcha.
Nos vimos un par de veces, cuando
estuvo de visita y, en Buenos Aires en numerosas
ocasiones. Su muerte, reveladora, me otorga la
inefable certeza de que, a mi aprecio, él respondió
con algo de admiración.
Su mayor atractivo era su declarada
infelicidad, que despertaba curiosidad por su
amarga desidia y sobre todo, por su dolorosa
frustración.
Lo conocí de manera fortuita. Había
pasado con mi mujer el Año Nuevo en su ciudad y
paseábamos en un ardiente día por las arboladas
calles de la Recoleta, cuando me sorprendió un
aviso publicitario: Prosa Editores – Atrévase - edite aquí
su libro; y yo, pensé en mis “Crónicas de trote”,
recién editadas en Chile.
Entré, me hicieron pasar a su oficina y sin
levantarse de su silla, me miró con indisimulada
curiosidad. Con mirada desatenta revisó mi
vestimenta de turista, y sin desprenderse del gesto
amedrentador, escuchó inmutable mis desaliñados
intentos por seducirlo a editar un libro.
Su apariencia de hombre grande simulaba una masa imponente; amante de la buena mesa y el vino; nada más ajeno a la estampa de un deportista, pero los textos de mi libro no fueron concebidos para seres que corren, sino más bien para todo el
que quiera entenderlos, por lo que no me inhibí.
A poco andar, sin embargo, sentí que
perdía el tiempo. Arrellanado en su silla, atendía
impávido, y emitió una expresión de tibio asentimiento a mi propuesta de dejarle un libro, que le pasé cómo se arroja una botella al mar.
Recibió el libro con desdén y luego de
una despedida fría, seguí paseando con mi mujer,
que jamás perdió su complaciente indulgencia.
Olvidado el episodio, me sorprendí
semanas después al recibir un correo de Osvaldo, en
que me decía que había leído el libro, le había
gustado, y se interesaban por editarlo.
Ahora que ha muerto, leo la dedicatoria
que, con letra trémula me envía desde “El fondo del
espejo”, en que registra la fugacidad del pensamiento.
Recojo algo de su sensibilidad y curiosamente, su
muerte tiene la virtud de corroer la coraza que por
su dureza o que, por mi incapacidad de develarla,
invistió nuestra relación.
Pretendo que me deje el pensamiento, que me deje
al menos hasta mañana –lo oigo clamar desde su libro
como el lamento de un hombre agobiado, que
temprano, se llenó de utopías que chocaron con el
pavoroso muro de las verdades del hombre y sus
realidades.
Viajes a Rusia y Cuba en tiempos de la
guerra fría apagaron sus ardorosos sueños juveniles,
dejándole una incontenida soledad.
¿Pueden los ojos, en honda e intensa
mirada, contemplar el pensamiento? Desde las
inquietantes imágenes que complementan sus
poemas, Osvaldo, en concomitancia con el surrealismo de Magritte, contesta esa pregunta.
En un sucucho que, desde afuera pintaba
más de lo que era, rumiaba sus cuitas, hundido en
un asiento y entre el desorden del cuarto. Consumía
sus días yendo a paso cansino, vacío, volcando
desventuras y refunfuñando ante quien se le
cruzara, sin renunciar a su aspereza que integró a su
carácter, pero…, la belleza no le era indiferente, ni
tampoco a lo valioso, eso que nos pasa desapercibido en nuestro inconducente rumbo.
Hay momentos en que al hombre le duele el
hombre.
Duele la desesperanza, el desamor duele, no hay
nada que calme el dolor, aún con los ojos cerrados: duele.
Ciertas sensibilidades nunca llegan a entender la
desconcertante conducta del hombre; destino del
escritor, que escribe para cambiar lo que habita en
nuestra esencia y que, por ser parte nuestra, no se
puede cambiar, y esa contradicción, absurda pero
inherente al hombre, pone en conflicto a la lógica
de la emoción, que nace en el alma, con la lógica de
la razón, que brota en la mente. Por eso, al hombre
le duele el hombre.
¿Es posible que conociendo las atroces
secuelas de una guerra, estas sigan ocurriendo? ¿Se
empeña el hombre en causar dolor al hombre? O,
¿Incapaz de sustraerse de sus intereses, atenta el
hombre contra el propio hombre, el mismo, al que
suele llamar hermano? ¿Cómo entenderlo si, desde
la pluma, sentado ante un escritorio, todo parece tan
obvio? ¿Tiene sentido dedicar la vida a atiborrarse
de bienes? Aunque corras muchas horas intentando llegar,
no llegarás… paciencia, al fin, todo acaba.
Creo estar donde no estoy –La belleza de ese poema
radica en la confusión de nunca saber si estamos
donde creemos estar. ¿No ocurre que, al pasar por
un lugar desconocido, percibimos haber estado
antes ahí?
¿Se aprovecha el tiempo pensando? No me reprocho el
tiempo usado en pensar –y se despide Osvaldo:
Como en un cuadro de Magritte mi tiempo se ha detenido
entre objetos
El tiempo cumple con las cosas, le da a la vida el exacto
tiempo, y a la muerte, que no necesita más, un instante
apenas.
Mañana ya no seré hoy
Y sí, el día en que no estaré.
Mañana será de un azul tranquilo
De un cielo claro
Distinto al de hoy
Como yo… que no seré el mismo…
No seré más que un ausente definitivo.
El verdadero escritor conoce la hora, sabe que,
injusta, la naturaleza erra a menudo; lo saben los
esquimales que, al llegar una hora que solo ellos
saben descifrar, se recluyen, y sin dramatismo,
acaban el fastuoso ciclo de la vida. ¡Con dignidad!
Osvaldo Tamborra lo entendió así y llegado al
punto de insuperable hartazgo, se encontró con el
fin. Escogió el camino del bravo y por su propia
mano, con jactancia ante el destino, develó el gran
misterio.
El amigo común, al darme la noticia de su muerte,
agregó: A veces, se portó muy mal conmigo, incluso
llegó a humillarme; pero lo voy a recordar con
gratitud siempre, porque me empleó por casi cuatro
años… Y ante mi perplejidad continuó: La lealtad y
la gratitud son pilares fundamentales de la amistad,
Osvaldo era un excelente poeta y cantaba su dolor
como el pájaro espino, conozco bien su poesía y el
profundo dolor que la generaba…, y me citó entonces, una leyenda árabe:
Dos amigos viajaban por el desierto y discutieron. Uno acabó
dando al otro una bofetada. El ofendido se agachó y escribió
con sus dedos en la arena: “Hoy mi mejor amigo me ha dado
una fuerte bofetada en la cara”.
Continuaron el trayecto y llegaron a un oasis, donde
decidieron bañarse. El que había sido abofeteado y herido
empezó a ahogarse. El otro se lanzó a salvarlo. Al recuperarse del posible ahogamiento, tomó un estilete y empezó a
grabar unas palabras en una enorme piedra. Al acabar, se
podía leer: “Hoy mi mejor amigo me ha salvado la vida”
Intrigado, su amigo le preguntó: ¿Por qué cuando te hice
daño escribiste en la arena y ahora escribes en una roca?
Sonriente, el otro respondió: Cuando un gran amigo nos
ofende, debemos escribir la ofensa en la arena, donde el
viento del olvido y del perdón se encargará de borrarla y
olvidarla. En cambio, cuando un gran amigo nos ayuda o
nos ocurre algo grandioso, es preciso grabarlo en la piedra de
la memoria del corazón, donde ningún viento de ninguna
parte del mundo podrá venir a borrar