Oh I'm just counting

Café: Por Jorge Orellana Lavanderos, escritor y maratonista

Un inoportuno abatimiento se instaló, al leer la noticia, en un recóndito cubil de su memoria, y a medida que se internaba en ella - intentando develar las causas del cierre del viejo café - se extendió hasta su alma, hiriendo algo en aquel reducto íntimo, y añejos recuerdos acudieron instantáneos. Se situó en un viernes, tan lejano como el largo recorrido de toda la vida de un hombre, caminando por el centro de la ciudad – más hospitalaria y humana que hoy – cogido de su mano, encerrado en el egoísmo que invade a los amantes, sin ojos para otros.
 
 El cerro, antigua morada de araucanos, se había ocultado temprano tras la prematura bruma de la última tarde de agosto. ¡Cuánto tenían aun por vivir! ¿Cómo saberlo entonces si viajaban impulsados por el soplo del amor que no sabe de futuro? Cursaba su último año universitario y con desprolija comodidad vivían del trabajo de ella, respirando libertad, ajenos al sentido de responsabilidad - que en forma violenta – deberían asumir esa noche. Como era costumbre, la recogió a las cinco quince, su hora de salida. Lucía orgullosa, le acababan de pagar una suma que para ambos representaba una fortuna, y ella quería celebrarlo con él.
 
Ilusionados, entraron al café - el mismo que hoy cierra sus puertas – y redescubrieron en su interior la calidez del ambiente sureño, impostado de Alemania. Como niños obligados a crecer de prisa, que no quieren sacudirse del sopor infantil, pues al hacerlo asumirán el compromiso que derrumba al hombre, jugaron a recluirse todo el fin de semana en el piso que habitaban, para destinarlo, con fruición, solo para ellos, y..., rosando el pecado de la gula, se abastecieron con los pasteles del local.
 
Y se marcharon..., al refugio propio, ajeno al odioso tedio del mundo, buscando el secreto del amor que, como el más preciado tesoro de la naturaleza reside en el alma de los enamorados, en un misterioso reducto, al que solo accede el destinatario de ese amor cuando sabe corresponderlo. Se había hecho de noche cuando de súbito, un ineludible y desconocido mensaje, interrumpió con ímpetu la paz. Inquieto por la intensidad del llamado y de su carácter irrenunciable se levantó presa de la angustia, y ante su confusión, la besó, y se alejó diligente, casi corriendo...
 
Horas más tarde, a su regreso, por su aspecto, ella supo que los meses de luna de miel terminaban bruscamente. Toda la rudeza de la vida – como un cubo de agua helada derramada sobre un anciano en reposo - se volcó ante ella en la imagen derrotada de su amante, que doblegado, solo atinó a vaciar su llanto en su regazo.
 
El urgente recado, de origen inexplicable y poseedor de una fuerza inusitada, lo había encausado hacia el lecho de muerte sorpresiva e inminente de su padre, que aun en plena lucidez, puso entre sus macizas manos las de él, para transmitirle un misterioso encargo, que a partir de ahí, alteraría el rumbo de sus vidas, la de él, por la misión encomendada, y la de ella, por una consecuencia de arrastre, al estar -como la muerte a la vida - indefectiblemente atados, y a la mañana siguiente - mientras ambos se preparaban para la ceremonia infausta de la muerte – en un rincón de la cocina, iniciada su degradación, desatendidos y olvidados, quedaron los pasteles del café que hoy lastimosamente cierra sus puertas. Y a mí me ocurre, que cada vez que el encanto de un local, que alguien ha logrado con esmero, se evade, la melancolía me lleva a lamentar su pérdida, porque algo placentero se esfuma con él. Bueno – Lo encontrarás en otro sitio – Dirá alguien práctico.
 
 ¡Son las reglas del mercado! – Insistirá tal vez con razón, pero..., habita en mí un sesgo conservador que me hará lamentar su pérdida, no tanto por lo material, sino porque se extingue para siempre el hálito del suspiro humano que lo materializó. Se ha desvanecido para siempre el soplo creativo de alguien que – desde otro continente – arrastrado por poderosos vientos de guerra, grabó el sello de su tierra en un negocio que regentó por muchos años con un interés superior al logro material que le reportaría.
 
Viviría de un trabajo honesto, animado por volcar sobre su nueva ciudad el espíritu traído desde su patria y arraigado a su piel de modo ineludible. Más que la creación de un negocio, el suyo fue un acto de amor, ajeno al lucro, a veces un objetivo despreciable y que nunca debe inspirar un negocio, pero que tampoco puede ser desatendido, porque atinge al premio del esfuerzo creativo. Conocí personas que contaban con orgullo que aprendieron a conducir observando las maniobras que efectuaba el chofer de un bus que tomaban con frecuencia, de igual forma, el que observa con interés al que ejecuta su trabajo con cariño y guiado por el anhelo de servir, aprenderá una buena parte de cómo dirigir en forma apropiada un negocio. Quien advirtió el trabajo de aquel hombre, avecindado aquí por azarosos avatares del destino, y que a veces tuve en suerte observar, se explicará el éxito que coronó su trabajo: Seleccionar personas que ignoran a cabalidad el oficio resulta desastroso en el producto final – le escuché decir un día; La formalidad y el respeto en los horarios de atención debe profesarse con rigor – era otro consejo que proponía desinteresado.
 
La confianza con el cliente, como la que se tiene con el médico de cabecera, es valiosa pues una vez lograda, cuesta alterar la preferencia – era algo que lograba con facilidad; Personalizar la atención es importante – decía, por lo que se paseaba entre las mesas para conocer opiniones respecto de la calidad de los productos y de la atención ofrecida, y el público, conocedor de su mérito se complacía de tenerlo por un rato a su lado.
 
Con dificultad – consignaba, quien padece una contrariedad otorgará un buen servicio, por lo que se empeñaba en descubrir en la mirada de sus empleados, cada estado de ánimo, detectando el problema que les aquejaba y no descansaba hasta resolverlo, de tal forma que la afección del servicio no afectara al cliente.
 
Así..., pasaron muchos años, y el sueño del extranjero creció, pero, como suele ocurrir, un día, cansado por su edad, decidió que era hora de ir a morir a su tierra, pero quiso que algo de su espíritu permaneciera flotando en la bendita tierra que lo había acogido con tanta generosidad, y traspasó su negocio a un colaborador de años marchándose a su patria, y el negocio siguió su curso en otras manos. Con el tiempo, tal vez porque su antiguo dueño no estaba para ejercer su esmerado control, declinó la calidad de los productos; la actitud de los viejos garzones elegidos por él cambió por alguna razón desconocida y se perdió el antiguo grado de camaradería con los clientes, acabándose las amenas charlas entre ellos. Por alguna razón excusable, ocasionalmente, el joven gerente se atrasaba al abrir el local y aquello, por la molestia que ocasionaba a los viejos comensales, los llevó a alejarse. Con un lento descenso del negocio, transcurrió una década en que el nuevo dueño retiró utilidades más allá de lo prudente y realizó otras inversiones por lo que se quedó sin recursos para compensar los tiempos malos, que acuden con presencia fantasmal, y se desató la crisis cuando la
cuenta de los gastos superó al monto de los ingresos, y sucedió entonces que de manera muy inoportuna, ocurrió en el país un estallido social, y los empleados se pusieron contra los desprolijos patrones, y al pasar hace unos días por el barrio observé que en la puerta del local cerrado, empleados más jóvenes que los que yo había conocido, exhibían pancartas acusando a los dueños, y supe entonces que los pasteles de aquella lejana tarde eran parte de un pasado irremediablemente perdido, y abrumada, mi alma cayó en un pozo de nostalgia y amargo abatimiento.