-Sibilino, el hombre se deslizó hacia la calle luego de recibir su pago. Evidenciaba en sus torpes movimientos su rudeza toda, y apretaba con ávida mano los billetes que portaba en el bolsillo. Con paso resuelto - evadiendo las fastidiosas miradas de las viejas del pueblo que con los codos apoyados en las ventanas no se perdían detalle de lo que ocurría afuera - avanzó por la calle mayor, a la hora en que el calor no había menguado y el silencio reinante permitía, desde esa calle, atender el rumoroso curso de las aguas del río.
Caminaba extrañamente encorvado, y su rostro huraño acusaba su hostilidad por la calle, ajena a su oficio, en la oscura excavación de la tierra, que arañaba en vehemente silencio, con su chuzo y su picota, las mismas que a veces usaba para corretear a los hombres que solían burlarse de su cuerpo extremadamente peludo, que le otorgaba aspecto primitivo y una apariencia que aterraba a los niños y amedrentaba a sus madres.
Subrepticio, levantó con su enorme mano la cortina del bazar, que su dueña, discretamente, había bajado unos minutos antes, y como cada viernes se internó en el local. Al interior lo esperaba la turca: Mujer de cuerpo amplio, viuda desde siempre, a la que sus habilidades comerciales le habían permitido instalar un boliche, en el que ofrecía toda suerte de baratijas.
Se rumoraba en el pueblo, que con el paso del tiempo, la viuda había logrado acumular cierta riqueza, algo apenas razonable para esperar la vejez - en la que se había internado ya - con reposada tranquilidad. Aunque lejanos rasgos de su rostro hacían suponer una ternura extraviada, su corpulencia, sus pocas palabras, y su constante mal humor, hacían que los niños la evitaran, y prefiriesen cruzar la vereda cuando, ocasionalmente, en las tardes, solía pararse en la puerta del negocio para aprovechar la tibieza del sol, y esa imagen despertaba en el hombre un sentimiento de curiosa atracción.
No había comunicación entre ambos, tal vez la primera vez la hubo, cuando acordaron el trato en que sustentarían su relación, lo cierto es que el viejo - cada viernes, desde que su empresa había llegado al pueblo – se internaba en el local, se aferraba a ella, se comunicaban con un par de monosílabos, ella se abría hacia un insondable reducto, y él se tomaba del orden de treinta minutos para hacer lo que cada día de pago, habían acordado hacer, y sin más palabras se retiraba luego. ¡Sin preámbulo ni despedida!
Al salir, los muchachos, conscientes del sentido de su visita, se burlaban del viejo, que continuaba su camino desentendido, y la turca, adoptando igual conducta, levantaba la cortina y volvía en el negocio a sus quehaceres, con el gesto dulcificado, y el maestro, retornaba a la excavación, despojado de una parte de su salario, inexpresivo, y con el alma satisfecha, para continuar su interrumpido diálogo con la herramienta y la tierra.
Era una de las tantas rutinas que mediados los ochenta, se celebraba en aquel pueblo campesino. Seres solitarios requeridos del placentero afecto que obtenían de su peculiar rutina, alcanzando en el brutal encuentro el equilibrio que armonizaba sus vidas.
Una ineludible curiosidad me llevó un día a hablar con el hombre, que jamás se había ausentado de su amado trabajo, y con sorpresa, concluí que su acto primario – en su vida renuente de afectos - poseía el esquivo don de la consecuencia. ¡Era un hombre que huía del mundo para buscar refugio en su soledad! ¡Fiel a su espera por el ansiado viernes! Concordaba con su forma de pensar y su moral. ¡Era un hombre consecuente!
¿Cuántos hombres pueden decirse consecuentes?
Enfrentamos un momento difícil en la historia, pero prevalecen en la discusión rencillas mezquinas en permanente pugna de poder y reina el desconcierto entre los hombres mansos. Y… ¿Dónde yace la consecuencia de los ilustrados? ¡Desdicha! El hombre no haya espacio para meditar y plasmar su conocimiento.
Se debate en el país, como solución mágica y pensando que la tinta sobre el papel, por sí sola, resuelve diferencias que alimentan nuestra alma, por el logro de una nueva Constitución, pero… ¿Vale la pena esforzarse por alcanzarla si no se cuenta con la certeza de que se la respetará?
En aquellas naciones, que con envidia solemos mirar, y que ponemos como ejemplo de lo que nos gustaría para nuestro país, se ha superado en parte la acción de la pandemia, y sus muertos serán pronto una estadística, y su reguero de muerte quedará en el olvido, y ahora, con renovados brotes de primavera, el imperio goza de un aparente retorno a la normalidad, presos por el optimismo de la crisis superada. ¡Como si la crisis hubiera estado en el virus y no al interior de nosotros y nuestra forma de vida!
¡Seguirán surgiendo virus! Aprendamos a vivir con ellos.
¿Cómo los enfrentaremos? ¿Qué es la normalidad? ¿Habrá consecuencia para cambiar - sino los intereses que animan nuestro espíritu - al menos las estructuras que nos hacen vulnerables?
¿Resistiremos un carácter austero para cubrirnos ante eventuales crisis?
¿Revisaremos nuestra política de inmigración para evitar el irresponsable acto - amparado en la necia interpretación de la solidaridad – de condenar a un ser a vivir en un recinto miserable y en inaceptable hacinamiento?
¿Continuaremos construyendo viviendas en reducidos espacios, en un país que posee terreno para ofrecer a sus moradores casas dignas?
¿Permitiremos que las empresas vayan, en sus utilidades, más allá del límite establecido por la ética humanista cristiana?
¿Dejaremos que las ciudades crezcan deshumanizadas, fragilizándonos frente a la acción de un virus, o a crisis de otra índole?
¿Para qué he vivido? Es lo que debemos preguntarnos, y la respuesta puede hallarse en la consecuencia, con que hemos enfrentado la vida.
¡Despierto feliz! Y agradecido en tiempo de pandemia me aboco a la escritura, algo para mí sagrado, pero los fantasmas, implacables, acuden a susurrarme y hasta gritarme, amargas realidades.
Afuera: ¡llueve! Y la lluvia bendita que la tierra precisa, se torna maldita en una morada en que la humedad penetra hasta el alma de sus ocupantes.
Afuera: ¡Se burla la cuarentena! En padecimiento e incertidumbre, almas en desconcierto, vagan por el sustento.
Afuera: ¡Hospitales! Resignación en el paciente. Desconsuelo en la familia. Impotencia de la medicina. Dolor del enfermo. Dolor del hambriento. ¡Dolor y Privación!
Afuera: ¡Un cementerio! Soledad abrumadora.
Una mancha oscura se cierne sobre mí, y una pavorosa ola de terror me arrebata la felicidad de cuajo. ¿Quién puede sentirse feliz sabiendo lo que ocurre afuera, aun cuando nuestra propia imaginación, ayudada por la televisión, exagere mis expresiones?
¿Puedo leer con indiferencia, y ser feliz, en circunstancia que la humanidad en mi entorno se bate en la ignominia de un dolor que a mí no me toca? ¡Puedo vivir! Y… ¡Pensar! ¡Pero nada más!
Mi alma, en la cómoda tibieza de mi hogar, se tiñe de un nocivo pudor que aumenta hasta una incómoda sensación de vergüenza, y solo el trote, con tono fustigador, acude para salvarme.