Oh I'm just counting

Decir la verdad y tener honestidad ¿Se puede o se debe exigir a nuestras autoridades superiores del Estado? Por Francisco Soto R. Abogado

En el contexto de las diversas acusaciones constitucionales presentadas en contra de tres ministros de la Corte Suprema, en particular la interpuesta en contra del ministro Jean Pierre Matus, se han escuchado las exposiciones de variados expertos sobre derecho constitucional, procesal y otras áreas.

Entre estas, cabe destacar la opinión vertida por un exministro de justicia, quien sostuvo con total liviandad e incluso casi como si se tratara de una obviedad, que en nuestra tradición jurídica, románica, no existiría el deber general de decir y exigir verdad de nuestras altas autoridades del Estado, siendo esto solo exigible en los casos en que la ley
expresamente lo estableciere.

Así, marca la diferencia con la tradición política, jurídica y social del sistema anglosajón en relación al nuestro, quienes, según dice por herencia de la moral protestante, estarían obligados en todo momento a decir la verdad, razón por la cual, por ejemplo, habría dimitido el Presidente Nixon y tambaleado el mandato de Clinton, configurándose de este
modo una aproximación diferente al concepto de “verdad”.

Con tal razonamiento, aparentemente los ciudadanos de países de tradición jurídica continental o europea estaríamos impedidos de esperar que nuestras autoridades sean honestas y actúen con la verdad en el ejercicio de sus funciones, es más, tampoco podríamos exigirlo por esta supuesta tradición histórica de no ser un imperativo ético y
legal.

Los ciudadanos de esta parte del mundo estaríamos condenados a ser meros espectadores de como en los países anglo de raigambre protestante se destituye y persigue a aquellos individuos que, ostentando un cargo público o privado, mientan o falten a la verdad, sin posibilidad alguna de replicarlo aquí.

Por otra parte, el exponente afirma con severidad que los congresistas deben tener cuidado al votar la acusación en contra del ministro aludido, señaló que destituir de un cargo a una autoridad por el “simple” hecho de mentir tendría serias consecuencias en la institucionalidad chilena, “nos iríamos a las pailas” afirmó, nos quedaríamos sin funcionarios estatales ¿Es así? ¿Es acaso utópico pensar que los empleados públicos sean honestos en su actuar? ¿Es demasiado idealista esperar que aquellos llamados a impartir justicia y determinar la verdad de las causas sometidas a su conocimiento intenten actuar con una apariencia de honestidad sin mentir, al menos, públicamente?

Vale recordar aquí lo afirmado por Shawn, quien expresó “Me temo que debemos hacer honesto el mundo antes de poder decir honestamente a nuestros hijos que la honestidad es la mejor política”.

El hecho de que la respuesta de la opinión pública a estas preguntas probablemente sea pesimista e incrédula de la honestidad de los funcionarios (da la impresión de que a mayor autoridad, menor es la honestidad esperable) está directamente relacionada con la crisis de seguridad e institucional que vivimos y de la cual no asoma una pronta solución.

Así, suele haber consenso en que gran parte del cambio pasa por la educación, ya sea cívica, valórica, etc. Sin embargo, se hace imposible inculcar en las nuevas generaciones la idea de que un actuar honesto y apegado a las leyes es la forma correcta de afrontar la vida si cuando se descubre a un alto magistrado de la Corte Suprema -mayor órgano de
justicia del país- mintiendo reiteradas veces en televisión, lo defiende nada más y nada menos que un exministro de justicia bajo estos argumentos.

Se crea de esta forma una suerte de autorización o “derecho a mentir”, amparado por la tradición, al no haber según
ese razonamiento norma legal alguna que exija decir verdad a sus autoridades.

De este modo, las afirmaciones de los incrédulos, aquellos que desprecian que otros esperen honestidad de parte de otros por el simple hecho de que la ley no lo exige, lo que algunos autores han denominado verifobia, en cuanto a rechazar darle importancia a la verdad y honestidad como un valor fundamental en la sociedad, genera un grave perjuicio
en las relaciones tanto entre personas como con las distintas instituciones que intervienen en el diario vivir de estas.

En este orden de ideas, defender que se pueda mentir porque la ley no exige decir verdad salvo en casos excepcionales (declaración como testigo, el caso del perjurio y las declaraciones tributarias, por ejemplo) funciona como una caja de resonancia.

A mayor percepción de corrupción, naturalmente se derivará en un aumento real en los hechos de corrupción, puesto que los ciudadanos no tendrán incentivos para actuar de forma correcta si estiman que nadie más lo hace, en especial quienes dirigen el país.

Lo anterior en ningún caso debe entenderse como que nadie miente ni podría mentir, afirmar eso sería hipócrita y una mentira en sí mismo. No obstante, es radicalmente distinto el planteamiento de que a nadie, ni aún quienes están investidos de la dignidad de impartir y dirigir la justicia en Chile, se le pueda exigir ser honesto en todas sus actuaciones, en especial en las públicas, como es una entrevista en medios de comunicación masivos.

Asimismo, resulta igualmente grave la tesis de ser la probidad limitada a intereses patrimoniales. El exministro antes aludido apunta a que la ley de probidad no se refiere a la totalidad de las acciones de los funcionarios, sino únicamente a las finanzas de quienes desempeñan cargos públicos.

Sostiene, además, que la Ley de Probidad, por ser derecho público, debe interpretarse restrictivamente, según los términos expresos que esta contenga.

Esta idea está profundamente errada. Primeramente, el propio artículo 1° de la ley 20.880 establece que la probidad consiste en observar una “conducta funcionaria intachable, un desempeño honesto y leal de la función o cargo con preeminencia del interés general sobre el particular”.

Del mismo modo, señala en el inciso tercero del mismo artículo que hay conflicto de interés cuando concurre un interés particular, “sea o no de carácter económico”, en contraposición del interés general por el cual debe velar el funcionario.

En este sentido, debemos entonces determinar cuál es el interés general por el cual deben velar los magistrados de esta nación, en especial aquellos integrantes de la Corte Suprema. Dicha tarea es sencilla puesto que emana de la esencia misma de sus funciones, en conjunto con actos propios de este órgano. Así, aunque existan los incrédulos antes mencionados, el rol de los tribunales es primordialmente la búsqueda de la verdad, al menos procesal. Por otra parte, es la propia Corte la que mediante el Acta N° 262-2007 dictó el texto refundido del “Auto Acordado Sobre Principios de Ética Judicial y Comisión de Ética”, dónde se establece, entre otras cosas, que “toda persona que integre el poder judicial debe actuar con rectitud y honestidad”, en conjunto con que “todo miembro del poder judicial deber tener una conducta recta e intachable, de modo de promover la confianza de la comunidad en la justicia”.

Lo señalado anteriormente tiene consecuencias claras que se sintetizan del siguiente modo: La Corte Suprema definió que dentro de la naturaleza de los cargos judiciales está la rectitud y la honestidad (serlo y parecerlo), con mayor énfasis en los miembros del máximo tribunal por ser quienes supervisan al resto del poder judicial, luego, el funcionario que no sea o por lo bajo parezca honesto actúa en contra del desempeño leal de su cargo, por ende, actúa en contra de la probidad, es decir, no han cumplido con su función, más bien abusa de ella, por cuanto su proceder atenta contra los valores y
dignidad de su posición.

Finalmente, podemos sostener que las acusaciones constitucionales actualmente en curso, bajo la lógica del referido exministro, le dan al país la oportunidad de elegir entre dos caminos: mantener la supuesta tradición de no exigir honestidad y actuar con la verdad a sus autoridades, o un radical cambio hacia convertir la verdad en el polo que
guíe las actuaciones funcionarias, mediante la extirpación aquellos personajes corruptos, aún incluso si es necesario cambiar a todo el aparato estatal.

Como corolario, parece prudente citar a Séneca, quien expresó que “Lo que las leyes no prohíben, puede prohibirlo la honestidad”.