Una acusación constitucional tramitada sin debido proceso, un informe rehecho sin base normativa y una presidencia cuestionada que terminó por comprometer la credibilidad de toda la Cámara de Diputados.
Por primera vez desde el retorno a la democracia, esta Cámara enfrenta un cuestionamiento de fondo que no se refiere al mérito político de una acusación constitucional, sino a algo mucho más grave: la legalidad misma del procedimiento seguido para declararla admisible.
La reciente presentación de nulidad de lo obrado en el marco de la acusación constitucional contra el ministro de la Corte Suprema Diego Simpertigue —documento jurídico de más de nueve páginas, fundado en normas constitucionales, tratados internacionales y jurisprudencia— expone una cadena de errores, omisiones y actuaciones irregulares que no pueden despacharse como un simple “error práctico”, como intentó hacerlo la Comisión Revisora.
Una votación sin conocer la defensa
El hecho es simple y devastador:
la Comisión votó sin haber conocido oportunamente los descargos de la defensa, pese a que estos fueron enviados dentro de plazo al correo correcto consignado en el patrocinio judicial. Posteriormente, al advertirse el error, la Comisión intentó “rehacer” el procedimiento mediante una nueva citación informal, sin base constitucional ni reglamentaria clara.
No existe en la Constitución, en la Ley Orgánica del Congreso ni en el Reglamento de la Cámara una norma que habilite a una Comisión Revisora a dejar sin efecto una votación ya realizada y difundida públicamente, para luego repetirla como si nada hubiese ocurrido.
Ese solo hecho —sostiene la defensa— configura un vicio esencial de competencia y procedimiento, que contamina todo el proceso posterior y obliga a retrotraerlo íntegramente. 
Prejuzgamiento, indefensión y carga probatoria invertida
Más grave aún: tras la primera votación, varios integrantes de la Comisión manifestaron públicamente su convicción acusatoria, antes de conocer la defensa. Ello infringe directamente el propio Reglamento de la Cámara y compromete la imparcialidad objetiva del órgano revisor.
En palabras simples:
los diputados que debían informar sobre la procedencia de la acusación ya habían formado opinión, lo que torna ilusoria cualquier audiencia posterior.
El informe de nulidad va más lejos y denuncia un fenómeno especialmente delicado: la inversión de la carga de la prueba, llegando incluso a sostenerse que “el silencio otorga”, expresión incompatible con la presunción de inocencia en cualquier procedimiento sancionatorio, incluso parlamentario. 
Una presidencia que nunca debió ejercer
En este contexto, resulta imposible eludir un elemento político-institucional clave:
la conducción de la Comisión Revisora estuvo a cargo de la diputada Maite Orsini, parlamentaria que se encuentra sancionada por la Comisión de Ética de la Cámara y que ha sido públicamente cuestionada por gestiones improcedentes ante distintas autoridades del Estado.
No se trata aquí de un ataque personal ni de una descalificación ad hominem. El punto es estrictamente institucional:
poner a la cabeza de una Comisión llamada a juzgar la admisibilidad de una acusación constitucional a una diputada en evidente descrédito público fue un error político y ético grave, que terminó por amplificar los errores procedimentales y dañar la imagen de imparcialidad de toda la Cámara.
Cuando la presidencia de una comisión clave carece de autoridad moral y credibilidad transversal, cualquier error administrativo se transforma en un escándalo institucional, como finalmente ocurrió.
El daño no es a un ministro, es al Congreso
El núcleo del problema es este:
no estamos ante un conflicto entre un juez y el Congreso, ni ante una defensa corporativa del Poder Judicial. Estamos frente a un procedimiento constitucional viciado, que amenaza con sentar un precedente peligrosísimo.
Si la Cámara de Diputados normaliza la idea de que puede subsanar ex post errores esenciales, votar sin conocer la defensa y luego “corregir” el proceso según la coyuntura política, la acusación constitucional deja de ser un instituto jurídico y se convierte en un mero acto de fuerza.
Como advierte la presentación de nulidad, un informe viciado que se remite al Senado es un “presente griego”: obliga a la Cámara Alta a pronunciarse sobre un antecedente jurídicamente defectuoso, arrastrando el error y profundizando el daño institucional. 
Una advertencia que no puede ignorarse
Lo ocurrido no enloda solo a una comisión ni a su presidencia.
Compromete a toda la Corporación, porque pone en entredicho su capacidad de actuar con racionalidad, juridicidad y respeto a los derechos fundamentales incluso —y sobre todo— cuando ejerce sus potestades más políticas.
La acusación constitucional es una herramienta extrema. Precisamente por eso, exige estándares máximos de debido proceso, imparcialidad y seriedad institucional.
Cuando esos estándares se quiebran, el problema deja de ser coyuntural.
Pasa a ser histórico.
El error histórico de la Comisión Revisora de la Cámara por la Acusación Constitucional a un Ministro de la Corte Suprema. Por Antonia Paz, Cientista Política
