El “Cártel de los Soles” no es ya una red criminal infiltrada en las instituciones, sino el propio poder constituido en Venezuela. Ese fenómeno inaugura un riesgo sistémico para todas las democracias de Latinoamérica.
Cuando el crimen se convierte en soberanía
A lo largo de la historia reciente, los carteles criminales lograron corromper policías, cooptar alcaldías o incluso influir en ministerios. Pero lo de Venezuela es distinto: allí, el crimen organizado no se limita a infiltrar, sino que se institucionaliza. El “Cártel de los Soles” opera con control sobre fuerzas armadas, puertos, justicia y empresas públicas.
Cuando el delito se confunde con soberanía, la democracia queda sin suelo firme. El monopolio estatal de la fuerza se convierte en logística criminal, y la ciudadanía vive bajo un régimen donde la legalidad es fachada y el crimen es regla.
Una amenaza que trasciende fronteras
El impacto no se queda en Caracas. Las redes criminales convertidas en Estado controlan migraciones forzadas, trafican oro, petróleo y drogas, y exportan violencia. El Tren de Aragua es ya un actor transnacional con presencia en varios países de la región, demostrando que cuando un país deviene santuario criminal, todos sus vecinos sufren la presión.
El precedente para Latinoamérica
La tesis es clara: si un cartel logra ser Estado en Venezuela, podría ocurrir en cualquier democracia frágil de la región. El riesgo ya no es local ni policial; es constitucional y regional.
Una respuesta mínima, pero urgente
Blindaje de puertos, cooperación judicial efectiva, control patrimonial sobre altos mandos militares y políticos, y trazabilidad financiera real son medidas impostergables. La exigencia es sencilla: que ningún ciudadano latinoamericano viva bajo instituciones cuyo propósito sea resguardar economías ilícitas.
Venezuela es la primera señal. Si no se actúa, mañana podría no ser la única.