Existen episodios, capítulos, sucesos que han marcado al mundo, a la Humanidad, pero que, habiendo pasado los años, las décadas, en cccidente prefieren olvidar porque para ellos es complicado, embarazoso y que son cuestiones difíciles de explicar en el mundo de hoy acerca de sus protagonismos en el pasado.
Han pasado 80 años desde que entre el 28 y el 30 de septiembre del año 1938 el llamado Acuerdo de Münich la Gran Bretaña del entonces Primer Ministro Arthur Neville Chamberlain, Francia representada por Édouard Daladier, la Italia fascista de Benito Mussolini, cedió a la Alemania nazi de Adolf Hitler la región checoslovaca de los Sudetes. Pero la propia Checoslovaquia tenía prohibición de asistir a ese encuentro a pesar de que era su territorio el que se negociaba y desmembraba. Fueron los días en que Londres y París compartieron sus firmas con Adolf Hitler el hombre que llevaría al mundo a la conflagración más devastadora de todos los tiempos. En marzo de 1938, sólo seis meses después de la firma de ese pacto, Hitler desconoció y violó tal acuerdo y destruyó el Estado Checo. La entonces URSS fue la potencia que rechazó tal acuerdo.
En palabras simples y sencillas, el Reino Unido y Francia estuvieron de acuerdo y complacidos con los deseos de la población germana de los Sudetes. Y no sólo eso. Consideraron ese acuerdo-- en que el que Checoslovaquia tenía prohibida su asistencia -- como una “revisión parcial” del Tratado de Versalles.
Los checoslovacos, cuyo presidente era Edvard Benes, llamaron a ese acuerdo “la traición de Münich” y, lógicamente, condenaron las decisiones “acerca de nosotros, sin nosotros y contra nosotros.” Para ello era obvio la facilidad conque Gran Bretaña y Francia habían cedido a las presiones de la Alemania nazi y negaban todo apoyo a la que entonces era su aliada: Checoslovaquia. Fue este la tema que el gobierno comunista de Checoslovaquia utilizaría posteriormente para defender su alianza con la URSS.
Siempre cuando se retrocede en la historia, hay aspectos, elementos episodios, capítulos que parecen ser difíciles de entender. ¿Cómo Londres y Paris pudieron aceptar la imposición de Hitler, el mismo cabo austríaco que más tarde invadiría Francia y bombardearía Gran Bretaña?
En palabras simples lo que sucedió fue que el Pacto de Múnich reconocía las aspiraciones del Tercer Reich para anexarse la región checa de los Sudetes. Es decir, que el Reino Unido y Francia estaban de acuerdo y reconocían el reclamo de Hitler para revisar las fronteras de Checoslovaquia y adaptarlas a las exigencias alemanas sin siquiera hacer la mas mínima pregunta o consulta al gobierno checoslovaco cuyo territorio estaban siendo desmembrado y entregado a los nazis. Alemania ocupó los Sudetes y los alemanes allí residentes, pasaron automáticamente a ser ciudadanos Y tal anexión estuvo vigente hasta el fin de la II Guerra Mundial.
Trabajadores y altos funcionarios checos que trabajaban en los Sudetes fueron expulsados de las que eran sus legítimas tierras. El Presidente Edvard Benés renunció y se marchó al exilio. Como era lógico de esperar, los checos se sintieron traicionados y profundamente desilusionados por la virtual cuchillada por la espalda que les habían propinado quienes ellos consideraban sus aliados. Las potencias de Occidente, sobre la base de lo establecido en el Tratado de Versalles, se habían comprometido a defender la integridad territorial checoslovaca. Fue esta decepción la que llevó a muchos políticos checos a colaborar en preferencia con la URSS después de 1945 antes que con los países que habían firmado ese acuerdo.
Hitler—la historia lo consigna claramente—no era un personaje que respetase los acuerdos que había firmado y tanto Chamberlain como Daladier debieron haberlo sabido o, por lo menos imaginado. Primero prometió apoderarse sólo de los Sudetes, zona con habitantes checos de origen alemán, pero no cumplió su palabra y comenzó a presionar a los gobernantes de Checoeslovaquia para que acataran el control germano sobre su país.
Poco más tarde, el 12 de marzo, Hitler llamó al presidente checoslovaco, Emil Hachá y le exigió tajantemente que ordenase a las tropas checas no oponer resistencia a la ocupación alemana y le amenazó que, si no cumplía con ello, lanzaría una invasión con toda su fuerza, la que sería facilitada por el control nazi que ya estaba vigente en los Sudetes. Ante este escenario y considerando que Francia y Gran Bretaña había aceptado las exigencias alemanas en la conferencia de Münich, a Hachá no le quedó otra alternativa que aceptar. El 15 de marzo de 1939 la Wehrmacht invadió el resto de Chequia y pasó a ser un estado títere de los nazis.
Con el endurecimiento de su postura, Adolf Hitler logró prácticamente todo lo que quería: el gobierno checoslovaco debió evacuar las regiones con predominio de la población germana y se anexó más de 16 mil kilómetros cuadrados, el hogar de 3 millones 500 mil personas entre las que había más de 700 mil checos.
La URSS no estuvo presente en las negociaciones porque advirtió en esa exclusión que del Reino Unido y Francia existía más más voluntad de colaboración con la Alemania nazi de Adolfo Hitler que con Moscú. Los observadores de ese tiempo consideraron el acuerdo de Münich como un complot occidental para aislar al Kremlin.
Pero hubo una situación que, observada con el paso de las décadas y en este siglo XXI parece, más que anecdótica, una escena de humor surrealista, porque antes de dejar Münich, Adolfo Hitler y el Premier británico Chamberlain firmaron un documento en que declararon su deseo de garantizar la paz mediante la consulta y el diálogo.
Chamberlain en Londres y Daladier en París fueron recibidos por multitudes eufóricas que les saludaban como “los salvadores de la paz”. Chamberlain les dijo en un discurso que era el portador de “la paz, la paz de nuestro tiempo.”
La realidad se hizo presente al poco tiempo. En marzo de 1939 Hitler invadió lo que quedaba de una Checoslovaquia inerme. Era el resultado al que había llegado la política de apaciguamiento de Chamberlain.
Los acuerdos de Münich fueron el símbolo de la completa y absoluta inutilidad de los esfuerzos para apaciguar a estados totalitarios y expansionistas.
Chamberlain y Daladier fueron, quizás, tipos bien intencionados, pero ilusos. Firmaron un tratado con el hombre que pasó a la historia como uno de los protagonistas del capítulo más negro, de la conflagración más devastadora en la historia de la Humanidad y costó millones de vidas de soldados y civiles.
Fotp: Archivo.