Lo ocurrido el martes pasado en Frutillar no fue solo un evento gremial. Fue, en toda regla, una manifestación de liderazgo, visión de futuro y realismo productivo. El Salmon Summit 2025 marcó un hito para el sur de Chile y para uno de nuestros sectores estratégicos más relevantes: la salmonicultura, que, con exportaciones que superan los 6.400 millones de dólares anuales, se consolida como la segunda industria exportadora del país, detrás del cobre, y muy por delante de muchas otras actividades tradicionalmente protegidas por el Estado.
En este contexto, es justo destacar el desempeño valiente, progresista y claro de la exalcaldesa de Providencia y candidata presidencial Evelyn Matthei, quien no solo acudió al llamado del sur productivo, sino que hizo suyo el mensaje de descentralización real, competitividad sostenible y respeto por el mérito. Su intervención no fue populismo ni concesión. Fue una señal inequívoca de que en Chile aún hay liderazgos que comprenden que el desarrollo se construye desde el territorio y no desde el escritorio centralista de los ministerios.
Y es que la paradoja chilena salta a la vista: mientras la salmonicultura invierte, innova y se compromete con estándares internacionales de sostenibilidad —como lo demuestra el caso de Ventisqueros, que ya certificó el 100% de su biomasa bajo el exigente estándar ASC, ha valorizado el 97% de sus residuos y proyecta llegar al 100% al 2026— el Estado responde con trabas, dilaciones y una burocracia que raya en la peligrosa negligencia institucionalizada.
El dato es elocuente: en más de una década, de más de 200 solicitudes de relocalización de centros de cultivo solo UNA ha sido aprobada. No se trata de relocalizaciones caprichosas o especulativas. Son solicitudes hechas para proteger el entorno, para adaptarse a mejores condiciones ambientales, para cumplir con estándares más estrictos. ¿Puede alguien con seriedad llamar a eso “protección ambiental”? No. Es simple obstrucción. Una forma de atentado al trabajo, a la inversión responsable y a la generación de riqueza en zonas históricamente postergadas, donde no sólo los empresarios pagan la cuenta sino, también, los 80 mil trabajadores de la industria y sus familias.
Claramente Chile necesita un nuevo pacto productivo, y ese pacto parte por reconocer que el sur no pide favores, exige condiciones justas. No se trata de excepciones regulatorias, sino de eliminar las absurdas contradicciones normativas que terminan castigando al que quiere hacer bien las cosas. ¿Cómo vamos a hablar de sostenibilidad y descentralización si quienes quieren invertir con propósito y transparencia quedan atrapados durante años en trámites imposibles?
El sur de Chile —y en particular la salmonicultura— no solo exporta proteína de alta calidad, también exporta un modelo de desarrollo territorial basado en la colaboración, la innovación y la comunidad. Más de 240 proyectos comunitarios apoyados por una sola empresa desde 2017 son prueba concreta de ello. Esa es la alianza que el Estado debiera fomentar, no obstruir.
Por eso, lo que se vivió en Frutillar fue más que una cumbre. Fue una advertencia: Chile no puede seguir ignorando a los territorios que ya están listos para liderar el desarrollo del siglo XXI.
El sur no se queja. El sur existe, propone, innova y lidera. No busca lástima ni privilegios. Pero exige reconocimiento y un trato justo.
Una visión que muchos en Santiago harían bien en adoptar, si de verdad queremos un Chile más justo, más libre, más próspero y con reales oportunidades para los chilenos y sus familias.
El sur también existe, innova y lidera. El Estado está al debe y es obstáculo a su desarrollo sustentable. Por Ricardo Rincón González, Abogado


