Oh I'm just counting

Enseñanza. Por Jorge Orellana Lavanderos, escritor y maratonista

-¡Apadrínalo! – Invocó el Jefe de Obras al maestro albañil – Es buen cabro pero necesita una mano que lo guíe – Agregó, y se detuvo al ver el desgano con que se acercaba el muchacho y optó por escabullirse hacia el interior de la obra aliviado de traspasarle el asunto a Efraín.
El Jefe de Obras - en aquella época - era el alma de la obra y su aprendizaje provenía de largos y esforzados años de oficio, y su cargo descansaba en su habilidad en su relación con los planos y en su sapiencia en el vínculo con los obreros, en quienes - en su tarea más noble - despertaba destrezas que sosegaban el espíritu inquieto del trabajador mejorando el resultado del proyecto. En esa ocasión, temiendo el hundimiento del joven, se atrevió a recurrir al maestro.
Atisbaba desde mi oficina cuando lo vi acercarse al viejo con el curioso rito de un cachorro, desvalido, buscando la aceptación y protección del otro, que después de responder con impostado desdén a su sonrisa humilde - con aplomada calma y consciente de la importancia que para el trabajador significa conocer de aquellas incertezas - le detalló con claridad el ámbito de sus obligaciones y prebendas.
Le ordenó primero lavar el cimiento en el que levantarían los muros, y le dijo que siempre es bueno cumplir con los horarios.

Le enseñó la importancia de las reglas, tablas usadas por el albañil en la faena en que apunta, ayudado de un alambre tirado entre las reglas, cada hilada de ladrillos, y le dijo que debían confeccionarse con madera de raulí, porque las otras se tuercen - aclaró, y si perdemos la línea, habrá que demoler el muro, y yo – declaró con fingido enojo ¡Detesto ese verbo! Y ante su turbación, sonrió magnánimo.
Le habló de seleccionar los ladrillos dejando su mejor cara en aquellos muros que tendrían más vista, y le preguntó dónde vivía y como hacía para venir a la obra.
Lo instruyó en la preparación del mortero con la proporción de arena y cemento que debía añadir, e insistió en el uso de cal porque hace bien a la mezcla, le permite retener agua, y quiso informarse acerca de sus estudios e intereses en la vida.

Le advirtió que cada mañana regara los muros levantados el día anterior, para reponer el agua que se perdería en el fraguado, debilitando el mortero y con ello, la resistencia del muro, y se interesó por saber que pretendía de la vida, y el joven lo miró sorprendido ante la dificultosa pregunta, y él prefirió no insistir.
Cuando una semana después la vivienda estuvo levantada, orgulloso, el maestro consultó al muchacho - que adaptado a su quehacer se movía ahora con desplante por la obra - si se interesaba en ser su ayudante, y lleno de alborozo, aceptó Jeremías la propuesta.

Y germinó entre ellos el vínculo entre el maestro y el discípulo como un débil nexo, nacido de la fragilidad de uno y de la autoridad del otro, que se robusteció en la curiosidad de uno y en la sabiduría del otro, hasta fortalecerse en la irrenunciable búsqueda de lo sustancial, de lo verdadero, de aquello que derrota la materia y alienta al hombre a un fin que lo trasciende, hasta tornar el feble lazo en un vínculo indestructible.
Un día, habían pasado muchos años, y han pasado otros tantos desde su visita, Efraín se acercó a mí para decirme que por la edad dejaría el trabajo. Será Jeremías ahora quién deberá buscar un ayudante – Declaró, pero antes de irme, para agradecer estos años, queremos invitarlo a comer el viernes, y me honraron con el convite.

Aún late fresco en mi memoria, el recuerdo de la cena, aquel lejano viernes en un local aledaño a la Estación Mapocho, en donde eran conocidos, pues solían sostener largos coloquios sobre la vida, el andar del país, y de las obras. Me agasajaron con el plato acostumbrado, un trozo de carne, puré, y dos huevos fritos, lo demás fue el gozo del animado y despreocupado, -al calor del vino-, diálogo íntimo entre tres constructores, de obras, y de sueños.
Antes de cerrar la velada en que concluimos en lo simple que puede ser la vida, Efraín, dirigiéndose a Jeremías, esculpió en mi alma una declaración que me impresionó: Lo que me regocija de nuestra amistad es saber que fui un buen maestro para ti, algo que demuestra el hecho de que has llegado a superarme en la vida.
Y ese íntimo deseo, de trascender mediante la enseñanza a través de un discípulo – exento de toda envidia – es el gran tesoro de la humanidad, la humana ambición de revivir en él mil veces y extasiarse de aquello otras tantas, perpetuando el conocimiento por los siglos de los siglos, con un sentido tan amplio de grandeza y generosidad, como el deseo de un padre de perpetuarse en el crecimiento del hijo desde su primer año:

“Con ambas manos asidas a la mesa de centro, cedió el temor en el niño a su determinación, y sus ojos se abrieron con desmesura. Expectante, el padre lo observaba extasiado, y sin mirarlo, el chico soltó primero una mano y luego la otra. De pronto, extendiendo las manos para equilibrarse, en un acto de arrojo y despreocupado de los rizos que cubrían su vista, se impulsó dando un pequeño paso, pareció que caería pero avanzó, dos, tres, cuatro pasos, ¡Alegría indescriptible! Brillo en los ojos del padre y el abrazo emocionado al hijo, que cumplió un año y puede caminar solo”.

Tales vínculos son sagrados, como la eucaristía, que en el pan sustenta la nobleza del alimento, y en el vino, la nobleza de la amistad, ambos laten como un corazón afanoso clamando por el rescate de nuestros ancestros. Cuando unos años después Jeremías me informó de la muerte de Efraín, agregó algo que aún me conmueve - nadie lo recordará como yo, él vivirá mientras yo viva, y moriremos juntos.
Transita su barca por aguas calmas. ¡Ha muerto Barquero! En tiempos en que suenan campanas de alerta, y a mí me alertan los sones de las campanas que anuncian su muerte, y me alarma que sea el último, y me hago eco de su poesía, y me reconforto en la quimera de que sus discípulos emergerán desde cada punto cardinal para perpetuar su obra que lleva a la tierra, que conduce al pan, que lleva al vino, que conduce a las raíces, que lleva a la liturgia de la mesa servida

“Lo atrajo esa luz
Esa mesa puesta ahí desde el comienzo del mundo
Donde los alimentos tienen la frescura de los pocos instantes
En que el hombre es feliz a pesar de sí mismo”.

¡Tanta vigencia! ¡Tan oportuna! Cuando el hombre triunfante, hostilizado por la ciudad que lo encierra en su cansancio, y por la peste que lo abruma en su desasosiego, clama por un mundo desaparecido, el ausente mundo de la tribu, el distante mundo de la aldea, el de la pequeña ciudad, el de la farsa irreal, en que todos saben de fracasos e ilusiones.
La vida, es tan simple, consiste en obtener del cielo la fuerza, y la ternura de la tierra, y aprisionado en su interior, el hombre solo debe lograr que la hostilidad entre ellos, encuentre armonía en su corazón.