Cuando la descarnada realidad del negocio estableció que la venta no cubría el gasto que la operación demandaba, me vi forzado a deshacerme de él…, y me aquejó un inusitado y lacerante dolor.
El recinto, que acogía en un teatro y un gimnasio el concepto griego que domina la disciplina del arte y del deporte - afectado por herméticas normas municipales – había decaído gradualmente, por lo que pasado un tiempo prudente, hube de enfrentar la realidad y asumir el fracaso de nuestra gestión, y aceptar con ello el cierre del lugar que había soñado se extendería hasta el fin de mis días.
Durante el doloroso proceso, tuve que decidir la desvinculación de algunas personas ligadas a esa feliz etapa de mi vida y a quienes, tal vez nunca volvería a ver, y eso motivó en mí un estado de decaimiento que con los días derivó hacia una profunda tristeza, porque despedir a una persona es un proceso humano doloroso que conlleva una separación y la abrumadora incerteza de dejar en manos del azar la posibilidad del reencuentro.
Repentinamente, improvisadas circunstancias incontrolables, dispusieron que un conjunto de almas que se habían cruzado para avanzar unidas, arrancaron cada una en su propia dirección. Quienes han iniciado una emprendimiento, sumando a otros, a los que sedujeron y convencieron de la importancia y el éxito de la aventura ¡Saben de lo que hablo!
En esa triste etapa, la racionalidad que habita en mí, justificaba mi acción sin embargo, la emotividad que azuza mis fibras, me juzgaba con sospecha, y el conflicto oscilaba atormentando mi espíritu al advertir resignado como el grupo humano se desmembraba inevitablemente. Despiadado, el dolor llegó a doblegarme.
Cuándo el grupo se hubo marchado – previo a la demolición - rematamos los bienes que nunca más usaríamos, y con el infantil deseo de conservar algo de aquel alegre período, me quedé con una trotadora que instalé en mi casa, a un costado de mi dormitorio, con vista al jardín.
Han pasado seis años y la trotadora, que de un excesivo trabajo en el gimnasio pasó al descansado uso en mi casa, aun funciona, y me ayuda a sortear la cuarentena. Ahora mismo, mientras corro en la cinta, y recuerdo el infausto período del final de aquel proyecto humano, pienso en todos quienes en este preciso tiempo deben someterse a similar proceso triste, como consecuencia de la pandemia que el mundo padece.
Mientras corro, un formidable pájaro de envergadura similar a un cernícalo y que aparenta ser un novel aguilucho se posa en una rama del portentoso árbol guardián del jardín. ¡Buen augurio! Pienso, que en este tiempo no voy a desperdiciar, y giro la cabeza para observarlo en detalle, pero pierdo el equilibrio que recupero al asirme de la barra de la máquina.
¿Qué fácil es perder el equilibrio? Medito mientras troto y atisbo que me llegan distintos chat que desconozco pero que identifico. Responden al ejercicio que se ha impuesto como forma de distraer la atención.
Van en uno y otro sentido pero tienen el objetivo común de alarmar, son reenviados en general con buena intención por quienes quieren compartir el temor que les produce o alertar medidas para ayudar en la contención de la crisis, pero salvo contadas excepciones, dañan, interrumpen mi sosiego y me inducen a pensar en la jerarquía de la moderación, y en la importancia de cierto equilibrio, y aquello deriva mis pensamientos al extraño recuerdo de una antigua experiencia.
Siendo niño presencié en una ocasión el espectáculo de un circo alemán. Pasmado, observé que entre dos de los edificios más altos de la ciudad, de no más de cuatro pisos, los operarios del circo tensaron una cuerda, y luego, un intrépido piloto, conduciendo una moto, salió desde un extremo de la cuerda desde un edificio hacia el otro, llevando las ruedas del vehículo con perfecto equilibrio sobre el tirante y cruzando la plaza a no menos de quince metros de altura sin malla de protección alguna. Cuando el audaz conductor inició su recorrido mis manos sudaban profusamente, esperé con el alma pendiente de un hilo, conteniendo la respiración para no desconcentrar al piloto, aunque soplaba un frío viento que venía del sur y el ejercicio se desarrollaba muy cerca de la bahía.
¡Cumplió su desafío! Salió airoso y a mí me costó mucho conciliar el sueño esa noche, y cuando me acordaba del suceso mis manos volvían a humedecerse. ¡La falta de equilibrio habría sancionado la audacia con la muerte! Recordé ahora al pájaro que acababa de visitar el jardín, y con jactancia, supuse que me trajo una señal a través de mi propia experiencia, y la asocié con la importancia de la prudencia en la actual peste y la mesura para procesar cierta información antes de propagarla.
Se dice que en una oportunidad científicos chinos determinaron que en un punto de su región se había concentrado una enorme cantidad de energía, estimaron el peligro y determinaron que se liberaría generando un atroz terremoto… Dieron la alarma. En su mezquino afán por sobrevivir, la gente huyó despavorida, saltando los más agiles por sobre los mayores, que se vieron rezagados, condenados a morir lapidados. El terremoto ocurrió sin mayores consecuencias. La propagación imprudente de una noticia puede ser más devastador que aquello que se quiere prevenir.
¡Tanta confusión en el tiempo que enfrento! Observo a mi derecha, y me ensombrece ver como a veces cuesta más sacudirse de un dolor que de un placer, y al girar la vista a mi izquierda compruebo con suma tristeza que debemos guardar distancia social y que con ello se evade la posibilidad de saborear el placer de la sociabilidad…, y me apena porque a través de infatigables noches de historia surgieron, como un formidable legado, libros de la talla de las mil y una noche…
¿Es posible el aislamiento en las grandes ciudades? ¿No habría sido más prudente impedir que las ciudades crecieran de forma catastrófica? ¿Aprenderemos la lección o tropezaremos con la misma piedra?
¿Es posible atender la urgencia de cada trabajador en una descomunal empresa? ¿No procede restringir su crecimiento para limitar la altura de su pirámide, de modo que el solitario hombre de la cúspide conozca de las amarguras de los que apoyan la base? ¿No es aquello que precisamente nos sensibiliza, lo que en definitiva nos humaniza? ¡Concurre tanta esperanza a mi alma que a veces creo que voy a estallar!
¿Oíste hablar de Hans Castorp? Es el protagonista de la Montaña Mágica, la monumental novela de Thomas Mann. Cuando el joven Castorp visita a su primo internado en un sanatorio en Davos, en la región de los Alpes, le detectan una enfermedad pulmonar, por lo que debe quedarse ahí durante siete años. Su vida, al igual que el resto de los enfermos, transcurre en la naturaleza salvaje de la montaña, tan amplia como el tiempo, y tan similar a nuestro indomable territorio. En aquel confinamiento, los enfermos viven dedicados a la enfermedad, y…, el sanatorio…, vive de la enfermedad.
Por amor y por bondad el ser humano nunca debe permitir que la muerte lo domine por sobre sus pensamientos, es la esencia que fluye desde el Sanatorio en la Montaña Mágica, y que radica en que el amor y no la razón es más poderoso y puede vencer a la muerte.