Oh I'm just counting

Incertezas. Por Jorge Orellana Lavanderos, escritor y maratonista

Fue una mañana gris cuando Armando arribó a la modesta población y conoció a Sandra. La brisa del otoño había embellecido con hojas el pasaje en que se emplazaban sus viviendas. Ambos tenían 9 años, y desde la ventana de la modesta vivienda que habitaba, ella le vio ayudar a sus padres a bajar las modestas pertenencias familiares del también modesto camión en que llegaron. ¡Modesto debió llamarse el barrio! Porque en él ¡Todo era modesto!
 
Al día siguiente, cuando estuvieron instalados, Sandra observó que el chico caminaba hasta la plaza que congregaba al resto de los niños con la velada intención de incorporarse al grupo, y fue ahí que el impulso de una corazonada le hizo ir tras él, por lo que presenció la violenta recepción que estos le propinaron. Retraído y ajeno al enfrentamiento, Armando fue intimado por los otros, que se burlaron, empujándolo, y ella, que poseía carácter, se abalanzó contra el líder asestándole un palo que el otro nunca olvidaría y que llevó a todos a refugiarse en sus casas, sin enfrentar a la chica que tildaban de demonio. ¡Así eran las cosas en la población! 
 
Y se quedaron solos, en la árida plaza insulsa. Y se conocieron a través del polvo blanquecino que se alzaba al soplar el viento que los escasos árboles, faltos de agua, no podían atenuar. ¡Nunca nadie volvió a molestarlo! Y ella – que solía repudiar a los que no se defendían – se apiadó en esa ocasión, y se transformó en su heroína. ¡Y nunca más se separaron!
 
Y ante la cercanía que alcanzaron, sus padres los enviaron al mismo colegio. Y crecieron en casas vecinas. Y maduraron viendo cambiar la población y envejecer a sus padres, de prisa, por el trabajo duro que desempeñaban. Y en soledad, estudiaban por las tardes, de preferencia en la casa de él, porque lucía más limpia. Y un día su madre informó a Armando de la muerte de su padre. ¡Se cansó! - Le dijo, y él no entendió el sentido de aquello, quizás porque desde la iglesia en que lo velaron, venía cogido de la mano de Andrea, que apretó su mano y se mordió los labios hasta hacerlos sangrar. ¡Pero él no entendió lo que quiso decir su madre!
 
Y pasaron luego muchas navidades observando regalos que no eran para ellos ni de ellos, y se extendió un manto de profunda resignación en él, y en el corazón de ella anidó sus huevos la perversa serpiente del resentimiento.
Y se sucedieron otoños bañados de intensos colores, y el río cercano bajó cargado de agua oscura; y se precipitaron inviernos tristes, y las calles se anegaron, y su pies, sin calzados apropiados, se enterraron en el fango; y volvieron las dulces primaveras, y en el cerro altanero floreció la magia que lo bosquejó con verde, y…, fueron felices; y regresó implacable y cegador, el inclemente sol del verano, y volvió la desesperanza y el agobio…
 
Y terminaron el colegio, y soñaron: él sería ingeniero y ella sería doctora. Pero…, una mañana, no distinta a las otras, la madre de Andrea no despertó, y ella se quedó sola, y se marcharon los sueños de estudio, y la ilusión muerta trajo una inconfundible y miserable carga de odio…
Y Armando fue a vivir con ella, porque descubrió que la amaba. Y la vida cambió para ambos cuando un empresario que recién llegaba al gobierno cumplió su promesa de crear muchos empleos, y ambos se incorporaron al mundo de dignidad del trabajo: en la construcción Armando, y ella, como cajera en un supermercado. Y siguió girando la rueda del tiempo…
 
Y la madre de Armando que recibía una pensión miserable fue a vivir con ellos. Y arrendaron la vivienda desocupada. Y el mercado, prodigioso, los proveyó de tarjetas de crédito con las que adquirieron bienes que antes ni siquiera habían deseado. Y aspiraron a superarse, a cambiar de barrio y a tener hijos, pues el tiempo insinuaba que era hora de pensar en ello. Y fue una etapa feliz en que acumularon sueños y gastos. Pero el período de bonanza solo duró dos gobiernos, pues al retornar el Presidente, ambos perdieron el trabajo, Armando, pues su empresa se acogió a la quiebra y Andrea, por un altercado con su jefa, y se llenaron de deudas, pero…, las cosas siempre pueden empeorar. 
 
Una noche, mientras se encontraban enlazados por las misteriosas redes del amor, interrumpió el placentero rito un extraño zumbido, y al acudir, temerosos, vieron que la casa arrendada ardía, y desde entre las llamas, creyeron ver la imagen burlona y siniestra del individuo que Andrea - en defensa de Armando - había golpeado hacía casi veinte años.
Desconcertados por la pérdida de la casa y sus trabajos, una sombría pesadumbre se apoderó de ellos al ver esfumarse la ilusión de cambiar sus vidas, y se grabó a fuego en algún lugar de sus cerebros la imagen de incendio y destrucción que padecieron.
 
Me estremezco ahora, al oír la declaración dolorosa de un hombre cuando nace en la íntima comarca de su alma. ¡Me conmueve todo cuanto fluye desde el alma de un hombre! Estoy en el primer encuentro de Enade del año. Sin que estuviera en el programa, se anuncia la presencia del Presidente de la República, quién se extiende en un concluyente y sentido discurso. Muchos años atrás - por causas fortuitas - estuve una vez con él, más o menos en los tiempos en que Armando, en la población, era salvado por Andrea, y me sobrecoge verlo tan envejecido.
 
Revela emocionado, la amarga noche que vivió el 12 de noviembre ¡Jamás la olvidaré! – Declara, y comparte la difícil decisión que tuvo que enfrentar. Desde las alcaldías y el mundo político – dice, asediaban las llamadas exigiendo la inmediata restitución del orden público. Vulnerado el Estado de Derecho había que actuar de inmediato. Confiesa entonces - ante el hermético y respetuoso silencio empresarial - que pidió a sus ministros que lo dejaran solo, y aislado en la soledad del poder, se enfrentó a la opción de enviar militares a las calles y reprimir la insurgencia, o elegir el diálogo, proceso que adivinaba se extendería por un largo período…
 
Esa misma noche, Andrea instigaba a la acción a Armando. Hacía casi un mes, en la noche del estallido social, ambos dejaron su vivienda y se instalaron a vivir en una carpa en el corazón mismo de la ciudad y centro de las manifestaciones, el punto emblemático que desde siempre dividió el país: Plaza Italia.
Mientras el Presidente daba cuenta de su experiencia en aquella fatídica noche - en que eligió el entendimiento, apostando a que la razón superaría a la fuerza - Armando veía extasiados como el fuego consumía la iglesia, liberándolo de la imagen del incendio asentada en su cerebro, pero escuchó entonces la voz de Andrea.
 
-¡Seguiremos en primera línea! – Señaló con rudeza y Armando acató.
El periodista deambula por el sector de Plaza Italia. Han dado las diez de la mañana. Se mueve entre las carpas preguntando por Armando, hasta que alguien le indica el paradero del joven. Encuentra la carpa y sin conocerla, pregunta a Andrea por Armando. Aparece desde el interior cubriéndose el torso con una polera y estirando su cuerpo que reacciona ante la acción espléndida de un vigoroso sol. Reclama por la hora, pero se acomoda y concede la entrevista.
 
Mientras troto en el apacible fin de semana, me entero por la prensa que la violencia ha seguido, y concluyo que para ejercerla y perpetuar la incertidumbre, siempre es posible encontrar justificación. Observo el río imperecedero, turbio, y medito: Andrea no claudica en su lucha y Armando indica al periodista – al final de la entrevista – que su deseo ferviente es casarse con Andrea en la Plaza de la Dignidad, y me asedian vehementes las certeras palabras finales del Presidente emplazando a los empresarios a sostener por sobre todo el crecimiento económico.