Oh I'm just counting

Integración. Por Jorge Orellana L. Ingeniero, escritor y cronista

El sendero de hojas muertas que a mi pisada se resquebrajan degradadas, sumen en lóbrega melancolía la calidez de la tarde. El suelo se abriga con hojas que tiñen otoño. Mientras corro, voy pensando en el argumento con que un Alcalde replica a otro: “Me debo a mi comunidad, y ellos desean que en ese terreno -por sobre viviendas sociales- se construya un parque”. Y siento que ese argumento se contrapone tanto con otra expresión que me palpita hostigosa en el alma: “Habitábamos un lugar soñado en el que jugábamos integrados y existía un colegio al que asistíamos todos quienes vivíamos en el barrio”.
 
Disfruto corriendo por las hermosas calles de Vitacura, barrio al que llegué hace 21 años y 5 meses, lo recuerdo bien porque el plazo que excede a los 20 años es lo que va desde que terminé de pagar el crédito hipotecario con que adquirí la casa en que habito.
 
Vivía feliz en Ñuñoa, mi antiguo barrio, hasta que el colegio de mis hijos me forzó a mudarme. Doy gracias por los tiempos felices que ahí viví; al amparo de sus casas y sus calles provincianas me enamoré, nacieron mis hijos, y consolidé la formación de mis empresas y esas mismas calles fueron mudos testigo de inextinguibles días de dolor para mí, que terminaron por plasmarme al barrio, de igual forma como la marca grabada a fuego en un sobreviviente de un campo de exterminio -por pertenecerle solo a él- acerca a ese hombre al horror de su dolor.  
 
He sido feliz en Vitacura porque aquí, entre el murmullo de sus árboles, el inexpresable rumor del río y la gallarda silueta de sus cerros, mis hijos han superado la niñez hasta transformarse en hombres, y me han dado nietos que han bajado a regocijarme el alma; y a todo aquel que me diga que debo emigrar antes de expresar algún reclamo por la comuna, voy a decirle que me gusta el barrio, pero no siempre los vecinos, de quienes poco o nada conozco.
 
El exacerbado individualismo de los seres de mi barrio a veces me hunde en honda desazón, frente a mi casa vive una señora de largo y esbelto cuello, que sitúa su mirada en lejanas alturas, al saludarla me observa, sin que desde la otra vereda yo pueda descifrar su gesto, ¡Nunca responde a mi saludo! Mi único conocido, el conserje de un edificio vecino con quien compartía simples e intermitentes diálogos, me anuncia que lo despidieron, y a mí me agobia pensar que fue una medida destinada a no incrementar en exceso su finiquito. Me aqueja la impresión  que el barrio, como señala un filósofo moderno, interpreta al sujeto de rendimiento, que se cree en libertad, pero se halla tan encadenado como Prometeo.  
 
Provengo en cambio, del barrio de un pueblo - que con el paso de los años se ha vuelto ciudad - en el que todos nos conocíamos, nos remecíamos y nos agitábamos con el devenir ajeno, vibrábamos con sus alegrías, y sus pesares no nos eran indiferentes, a veces envidiábamos la suerte de alguno, y otras veces compadecíamos sus dolores. Conformábamos una comunidad viva, y en ocasiones nos peleábamos por alguna nimiedad que olvidábamos con más facilidad que la pelea misma. Sensibilizados, hacíamos propia la vivencia ajena, juzgábamos al resto y exaltábamos o repudiábamos las conductas según nos parecían o no, convenientes.
 
¿Nos permite el individualismo de la sociedad de consumo y cansancio a la que hemos llegado, alcanzar nuestro mejor grado de humanización?
 
Mientras mis pasos me llevan por conocidos senderos, mi mente divaga hacia mi barrio de infancia y pareciera que las arboladas calles mutan hasta estrechos pasajes de ripio que siempre van hacia el mar. Mi fantasía me conduce hasta un doloroso episodio de mi infancia, de esos que en forma de brutales hachazos, obligan a despertar, como golpes que descubren de manera descarnada la condición del género humano:
 
Un día luminoso, en que el sol caía a raudales, yo estaba sentado sobre la cuneta de la acera, entretenido de observar el veloz recorrido de las nubes, cuando desde un camión destartalado, vi descender a una familia con la evidente intención de integrarse al barrio. Desde mi posición, vistosa pero discreta, porque los adultos ignoran la presencia de un niño de nueve años, les ofrecí una cálida acogida.
 
El padre, un obrero fornido y digno que cubría su cabeza con un pañuelo blanco anudado en cuatro puntas, vestía una camiseta sin mangas que dejaba al descubierto sus musculosos brazos y  blandía armoniosamente  una picota que subía y bajaba con fuerza, abriendo la oscura y húmeda tierra vegetal. Amparado en su brutal primitivismo, al ver un sitio desocupado y desconociendo el sentido de propiedad, concluyó que aquél era el lugar ideal para asentarse junto a su familia.
 
Completaba el cuadro, la presencia de los hijos que abrigados pobremente, observaban el trabajo de su padre con un rostro plácido en el que flotaban tintes de sangre y esperanza.
 
Con los días, la mediagua quedó terminada y mi visión del cuadro familiar se completó con la presencia de la madre, una ruda mujer que me dejó la impresión de arrastrar un sentimiento de abundante amargura. 
 
Entre carbonadas y cazuelas chilotas que mi madre adornaba con piures, y que humedecían con sus vahos las paredes del comedor y nublaban los cristales de las ventanas, transcurrían los días, trayendo a través de la radio las novedades del Mundial de fútbol que en aquellos días se disputaba en nuestro país, y que a mí me llenaba de entusiasmo. 
 
Desde la casa de los Zárraga, me atraían las virtuosas notas de un piano que provenían de una habitación que daba a la calle Baquedano. Indiferente a los resultados del fútbol, el doctor Quape, continuaba con la atención de sus pacientes, mientras sus hijos, tan desinteresados como él, compartían el colegio con nosotros, al igual que los hijos del calvo Blum, que desde una casa más allá se empeñaba en hacer andar sus camiones para transportar áridos hacia alguna obra de construcción. Entre nuestras casas, estaba la del Prefecto de Carabineros, en la que sus hijos, una pareja de gorditos, se acariciaban más de la cuenta, lo que llevó a alguien a aventurar el innoble comentario de que mantenían ocultos amores incestuosos. 
 
Al frente de mi casa, Arnulfo Moraga, profesor primario, perdía su batalla contra el sobrepeso, al igual que sus hijos lo que los convertía en victimas de nuestras burlas y abusos. En Aurora, entretanto, se insinuaban las exuberantes formas que alguna vez, varios años más adelante, recorrería con avidez de primerizo. Un primo, consternado, me confidenciaba que al llegar a casa, su amigo Luis había descubierto a su padre sumido en estertores agónicos, producto del voluntario consumo de veneno para ratas.  ¡Por un largo período, permanecí con el corazón helado!
 
Una mañana, desde un observatorio que me era habitual, oía el zumbido de los saltamontes en la cima de una pampa cuando observé con pavor como el obrero que había visto llegar un tiempo antes junto a su mujer y sus hijos, era obligado a abandonar el sitio, debiendo retirarse con sus escasas y miserables pertenencias a cuesta. ¡Echados! Y yo, con impotente angustia, los veía desaparecer para siempre.  De nada sirvieron al padre - pensé, sus poderosos brazos, para evitar la brutal resolución judicial que les negó al natural derecho de integrarse al barrio.
 
 El Mundial llegaba a su fin, Chile resultó tercero, obteniendo una anhelada medalla de bronce, y yo lo disfruté con éxtasis, aunque anidaba dentro de mí el feroz sentimiento de amargura que me asediaba cada vez que pasaba por el sitio de la calle Vial, en que había sido testigo del siniestro desalojo.
 
Vuelvo al trote y a las expresiones que me llevaron a conjeturar sobre la importancia de la integración social. Amo correr por el parque, y no tengo dudas sobre su relevancia en el desarrollo armónico de una ciudad que crece en forma catastrófica, pero… Más valiosa aún, me parece que resulta la construcción de viviendas sociales, pues en la mezcla de los diversos estratos sociales, llegamos a conocernos unos a otros y a sensibilizarnos con el drama de un vecino.
 
¡No se puede desaprovechar la posibilidad de integrarnos! Es la conclusión que me quedó de aquella etapa, en que el mundial fue una ráfaga que pasó por mi vida y por mi barrio, de la misma forma desconcertante en que vemos como una estrella fugaz surca el cielo de la noche.