Oh I'm just counting

La democracia del siglo XXI está aún por reinventarse. Por Antonio Leal, Ex Presidente de la Cámara de Diputados, académico de la Univ. Mayor

Ha escrito Tocqueville, que la democracia “hace penetrar la idea de los derechos hasta el último de los ciudadanos”.
 
La promesa de los derechos, atraviesa la cultura y la sociedad del  occidente mucho antes de condensarse y de transformarse en normativos en la constitución de EE.UU. de 1776 y en la declaración de los derechos del hombre y del ciudadano en Francia en 1789.  Desde aquellos lejanos momentos, la “cuestión de los derechos” se despliega en torno a la dialéctica entre derechos iguales y posesión desigual, entre tentativos  diversos de cerrar la antigua herida abierta.
 
Es en la era de los derechos y de la ciudadanía expansiva donde la  política deja de ser un simple circuito autoreferencial que regula las relaciones entre propietarios.  De manera tal que “la gramática de la emancipación y de los derechos, es la gramática misma de la modernidad”.  Un aspecto esencial de la modernidad es, justamente, la caída de la  vieja ética de los deberes que postulaba la cancelación de cualquier móvil material-existencial en la conducta de los sujetos.  En el lugar de la moral, concebida como un código abstracto de obligaciones y deberes, se coloca la “constructividad” del derecho que está fuertemente ligado a los intereses y asume objetivos de emancipación y de promoción.  Con Tocqueville, se puede decir, “que la idea de los derechos  no es otra que la idea de las virtudes introducidas en el mundo político”
 
Por una parte, entonces, la política ha debido romper el vínculo con la vieja ética de los derechos para afirmar su propia autonomía.  Por otra, ella, mediante los derechos que tutelan la expectativa de los grupos y de los individuos, puede vincularse a un sistema ético que le permite operar diversas estrategias de intervención.  Esto no significa que todo el arcoíris de los derechos de ciudadanía sea un simple derivado de la idea de justicia.
 
La penetración de la tutela jurídica en campos muy diversos de la experiencia individual y colectiva, obedece, antes que nada, a necesidades derivadas de la separación de la actividad política respecto de la actividad socioeconómica.  Pero cuando el régimen democrático confiere a cada sujeto iguales derechos para definir los contornos de la política pública, los reclamos de emancipación y de “racionalidad  sustancial” no pueden ser mantenidas fuera de la representación.
 
Justamente, porque el consenso es un recurso del cual el “aparato decisional” no puede prescindir, los derechos políticos contienen la fuerza que alarga ulteriormente el paquete de derechos gozables.  Una vez que se han logrado para todos los derechos “abstractos”, a la convivencia paritaria de los diversos portadores de intereses, se abre el camino para la precisar los “derechos concretos”.
 
De esta manera, se construye el paradigma de la representación política post-liberal.
Las teorías democráticas han profundizado demasiado en el análisis de los sistemas políticos como sistemas competitivos con la finalidad  de la toma del poder; mientras, en realidad, la democracia es un proceso largo, donde el principio democrático avanza o retrocede a la luz del rol que la ciudadanía juega en el sistema político y en los puntos de fusión entre el sistema político y los demás sistemas sociales entre todos estos sistemas y el conjunto de las instituciones que se reúnen en el Estado. 
 
En la sociedad compleja y diferenciada de nuestro tiempo, la ciudadanía tiene una proyección múltiple respecto a todos los sistemas o subsistemas en los cuales la sociedad se articula. 
 
Según Marshall, la ciudadanía se compone de tres momentos:  la ciudadanía política, que corresponde al reconocimiento del derecho a elegir a los propios representantes en los órganos del Estado; la ciudadanía civil que coincide con la capacidad de actuar, con la posibilidad de estableces contratos y de vincularse mediante el consenso a prestaciones en relación con los otros objetos; y la ciudadanía social, que designa el conjunto de expectativas que cada ciudadano expresa hacia el Estado para obtener las garantías de seguridad en la vida y en el trabajo que son necesarias para otorgar dignidad y libertad a la existencia individual.
 
Ella comprende, entonces, derechos civiles, derechos políticos y derechos económicos y sus co-respectivos deberes.  A influir en la calidad de la política no son sólo los derechos políticos, como derechos de participación al proceso decisional colectivo, sino también aquellos civiles y, especialmente, aquellos sociales, que se encuentran en veloz expansión hacia derechos más complejos y maduros que colocan en juego la utilización de todos los bienes de la vida y la relación misma entre el hombre y lo creado.  Lo importante es el modo en que los derechos se vinculan y entrecruzan entre ello, pasando de la categoría de las pretensiones y de las expectativas, a la categoría de la elección entre oportunidades, o chances de vida, que deben se efectivamente disponibles y garantizadas.
 
En efecto, todos los derechos del “status civitates” que constituyen el núcleo de los derechos del hombre en el planeta, pueden ser considerados derechos democráticos sólo en cuanto se reúnen en sistemas de relaciones dotados de autonomía moral y por tanto, también, en un derecho fundamental, de autodeterminación en la planificación de la propia vida y del propio ser en el mundo humano.
 
De esta manera la ciudadanía aparece como la única y exclusiva mediación entre el sistema político, el sistema social en su conjunto y aquel institucional, como estructura en la cual se concentra la autoridad pública y los recursos organizativos, económicos-financieros y simbólicos-comunicativos, que hacen posible el proceso de producción de bienes públicos y de decisiones públicas.
La concepción moderna de ciudadanía está ligada intrínsecamente también a la adquisición de dignidad del hombre moderno. 
 
El término dignidad, con referencia al hombre, es usado desde Kant en adelante para connotar aquella característica esencia de cada individuo que consiste en ser una persona o un miembro del género humano como cualquier otro.  Pero al mismo tiempo, y ahora más allá de Kant, es usada, en su acepción singular, para destacar que la persona es titular de “derechos humanos” y “derechos civiles”, además de ser titular de pretensiones humanas destinadas a concretar la dignidad del hombre en la esfera económica y social.
Podemos distinguir, en primer lugar, la dignidad ética del hombre.  La esfera espiritual del hombre moderno comienza a delinearse, en el plano moral, con la postulación laica del individuo-persona. 
 
Con Kant culmina el proceso de construcción de la ética racional moderna en la cual ocupa un puesto central la categoría de la persona-fin.  Por primera vez, en el plano ético, podemos establecer criterios de igualdad formal de todos los hombres sin distinción alguna: todos los hombres son moralmente iguales, todos los hombres son fines para  los hombres, todos los hombres son moralmente libres, el género humano es, entonces, una comunidad moral.
La segunda dignidad del hombre, es la jurídica.  La dimensión pública comienza en el derecho pero se expande a la economía y a la política. 
 
La estratificación vertical de los derechos políticos y civiles, constituye un capítulo fundamental de la historia de la dignidad jurídica,  de la subjetividad moderna y del surgimiento y expansión de la ciudadanía.
La tercera dignidad, es la política.  Ella se vincula funcionalmente a los dos grandes principios de la democracia moderna: a la soberanía popular y a la regla fundamental del consenso.  Conjuntamente con ello, la dignidad política se profundiza con las nuevas categorías de la política, relacionadas con la subjetividad, con la soberanía, con la representación y con el surgimiento de los partidos. 
 
La cuarta, es la dignidad social, que define el perfil del sujeto moderno que nace de la crítica a la insuficiencia de la emancipación política, pero que no puede consistir en una visión de sustituciones de la  libertad social a cambio de la opresión política. 
Los derechos sociales de los trabajadores modernos, constituyen, conjuntamente con la instalación de una transformación general de la sociedad existente, un patrimonio nuevo del hombre moderno, ya que ellos no pueden considerarse como subrogados  de los valores éticos y de las instituciones jurídico-políticas, sin que sea consagrado  la colocación social y los derechos en el plano de las oportunidades y de la distribución de los frutos del crecimiento económico  de la sociedad. 
 
La quinta dignidad, es la cultural, que es un derecho humano fundamental y un elemento determinante de la dignidad del hombre.
Así, la ciudadanía democrática, se constituye mucho más allá de las  libertades liberales, pero también más allá de las libertades sociales e incluso más allá de la simple libertad de participación en los procesos de decisión política, porque ella integra todas estas libertades y las une en una  visión unitaria, verdaderamente política, que permite al individuo, y a los mecanismos de funcionamiento, no como un hombre abstracto, dividido, sino como un individuo concreto que vive unitariamente la pluralidad de sus roles.
 
Sin embargo, todos los sujetos colectivos, dotados de una identidad organizada propia, se encuentran hoy en dificultad, justamente en este terreno.  Desde el Estado a los partidos, a los sindicatos, a las asociaciones de diverso tipo, a la misma familia, ninguno está en condiciones de restituir al mundo social su unidad, ni al actuar social su racionalidad, porque cada uno de ellos vive, en la propia parcialidad, que es además muy particular, cerrada y generadora de recíprocos cierres.
 
En el escenario fragmentado e irracional de las sociedades complejas, sólo un individuo, en cuanto tal, se construye como centro moral, sujeto de  autonomía, libre e igual  en su propia vocación social, está de por sí,  en condiciones de transformar en compatibles, entre ellos, roles muy diferenciados y de abrir continuamente un proceso que lleva a la unidad y a la racionalidad del vivir juntos.
 
Es evidente que son demasiadas, en realidad, las fuerzas que en el mundo contemporáneo dificultan o atentan contra la reconstrucción de un nuevo centro moral.  Desde las dilataciones hasta el infinito de las relaciones sociales en los procesos de globalización, desde la enorme capacidad de manipulación de los instrumentos de comunicación de masas que son protagonistas de un mundo sin fronteras; a las oportunidades y a las amenazas de un proceso científico y tecnológico que opera directamente en el terreno de la  paz y de la guerra, de la vida, de la muerte, del hombre y de la naturaleza, al decaimiento de los principios de solidaridad en un mundo orientado al consumo egoísta y sin límites, al apagamiento de las identidades colectivas. 
 
La ciudadanía democrática está asediada por estas fuerzas.  Pero ello es nuestro principal recurso y como la democracia no tiene alternativa en el plano de los sistemas políticos, por ende, no tiene alternativa en el plano  de la organización social en su conjunto.  El punto teórico difícil es aquel de conjugar, a través de un fuerte empuje ideal, la ciudadanía, como centro moral de la vida democrática, y, a la vez, regla y práctica del vivir social.
 
La ciudadanía democrática vive en las instituciones democráticas, es decir, en el  terreno de derechos y de deberes que son conjuntamente proclamados y realizados a través de principios ideales, de institutos jurídicos y de relaciones que diseñan y afinan continuamente su fisonomía.
La expansión universal del principio democrático exige que se cumpla este paso fundamental, que el antiguo arte de asociarse como vehículo de la cooperación social no sólo constituye el medio privilegiado de agregación de los intereses y de búsqueda de valores comunes, sino que asume también, en si mismo, un valor moral y casi pedagógico  hacia formas de organización más amplias y participativas.
 
Entra, naturalmente, en juego la esencia del principio regulativo de la cooperación social que si fuera todavía aquel de la “utilidad utilitarista”, nos condenaría a lograr la felicidad social, sólo pasando a través de la pura satisfacción o maximización de las necesidades individuales, en tanto otro principio, como aquel de la justicia, nos permitiría invocar procesos de la  liberación del egoísmo social hacia una progresiva construcción de un bien compartido y compartible aún en el ámbito de las actuales relaciones humanas.
Es la justicia, en efecto, como principio regulativo que constituye el puente ideal entre la persona-fin y la sociedad en su conjunto.  La justicia no es, como la utilidad, un principio parcial –aplicado a la esfera económica y desde esta esfera traspasando a casi todas las otras esferas sociales- sino que ella nace ya como un principio universal que puede regular cualquier esfera de la actividad social, proponiéndose, en cada esfera con apropiados criterios éticos, políticos, técnicos.  De la misma manera el principio de justicia opera también en él.
 
Es la democracia la que  asegura el control de este inmenso  conglomerado de poder y de recursos que es el Estado y que la somete a un control popular que se ejercita periódicamente con el voto.
Todo ello exige que se vaya más allá de los procedimientos electorales y que se diseñen formas de participación y de control social a través de las cuales los derechos, en sus varias articulaciones, encuentren un efectivo terreno de desenvolvimiento.  La democracia posee una enorme fuerza expansiva y una coherencia intrínseca.
 
Siempre más el derecho de la ciudadanía, aparece como el tejido vinculante de la sociedad contemporánea, cuando se estructura en  forma democrática, ya que asume la doble semblanza de resultado y de vehículo de la democracia.  La democracia aparece, en efecto, siempre más como un sistema de relaciones que constituye el lenguaje común de la sociedad, incluso, cuando éstas se alargan más allá de sus confines naturales y se hacen multiétnicas, multirraciales y multiculturales.
 
Una versión moderna de la ciudadanía, coloca en el centro el tema social destinado a compensar las desigualdades determinadas en el libre juego del mercado y por las características privatistas de la iniciativa económica y financiera. 
 
Selectividad y corrección del mercado son contenidos que caracterizan los derechos sociales que, en particular, se han realizado en las grandes experiencias de la socialdemocracia: derechos a la indemnidad por la desocupación, derecho a la asistencia sanitaria, derecho a la utilización de los servicios públicos esenciales, en definitiva el conjunto de aquellas expectativas  planteadas a través del Estado social.  Sin ciudadanía social, el resto de las ciudadanías pierde espesor.
 
En una visión progresista de la ciudadanía, ella aparece ligada al principio de la inclusión, sea en el ámbito político que en el ámbito de la tutela de los derechos sociales.  Una “democracia exigente” consagra derechos ciudadanos extendidos hacia temas tan claves como el resguardo al medio ambiente y al desarrollo sustentable, el de la inclusión social, el de la plena emancipación de la mujer y de sus derechos múltiples, el de la diversidad de las opciones de vida, el de vivir en paz, el conjunto de derechos de ciudadanía que consagra la libertad y la participación del hombre moderno.
 
Es aquí donde vuelve a presentarse el conflicto ya enunciado en la concepción clásica, la teoría que funda la democracia sobre la base del instituto de representación política en la versión lockiana y aquella que funda la democracia sobre la base de la participación en la versión rousseniana.  
 
La democracia no es solo un orden jurídico y político como lo estableció el principio liberal – democrático que ha hecho del instituto de representación la forma como se ha desarrollado la democracia hasta hoy. La sola representación política, incluso en su versión más extendida y que es clave en la universalización de las reglas y valores de la democracia, se presenta como insuficiente para satisfacer los anhelos y demandas de una sociedad que vive en medio de una revolución digital de las comunicaciones y en la era de la globalización.
 
Se requiere reinventar la democracia del siglo XXI, agregando a la representación, que aparece agotada y fuertemente cuestionada en su legitimidad, formas cada vez más incisivas de participación ciudadana en las decisiones políticas , sociales y en general en el conjunto de la esfera pública. Es la propia tecnología digital la que hoy permite formas de consulta mas extendidas a una ciudadanía que por primera vez en la historia es receptora y transmisora de información, que se auto convoca, superando los roles de los órganos clásicos de la representación, y que tiene capacidad para modificar e instalar agendas políticas de los gobiernos y parlamentos.
  
Redefinir el rol de la ciudadanía es clave para estructurar un nuevo pacto político, una nueva forma de organización de las instituciones en la sociedad compleja y global en que vivimos. Referéndum vinculantes, control ciudadano de las instituciones, iniciativa popular de ley, transparencia, presencia de la ciudadanía en los diversos roles de la estricta división de poderes yendo más allá del buen funcionamiento del equilibrio y autonomía de dichos poderes, son indispensables para lograr una nueva credibilidad de las instituciones en la era de la desafección y de la indignación ciudadana frente a la excesiva oligarquización de las elites políticas y económicas.
 
La horizontalización de la democracia implica más democracia, mayor rol fundativo de la soberanía popular. Si ello no ocurre, el futuro de la democracia está en riesgo ya que pueden transformarse en democracias minoritarias frente a un electorado que se abstiene y que muestra indiferencia hacia lo público. Relegitimar la democracia a través de una nueva concepción de la ciudadanía integrada en las decisiones institucionales es la forma de enfrentar la crisis actual de la representación, de los partidos y de la política entendiendo que los fenómenos son globales y que, por ende, crecientemente la ciudadanía y la política debe adquirir dicha dimensión.